jueves Ť 5 Ť abril Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
El libro y el fisco
Apenas el uno por ciento de la población adquiere la mitad de todos los libros que se editan en el país. El resto consume publicaciones periódicas creadas por la industria del entretenimiento
para satisfacer la necesidad de lectura.México es uno de los últimos países en materia de consumo y calidad de la lectura. El mínimo
recomendado por la UNESCO es de cuatro libros por habitante al año; aquí se consume un promedio de 2.8 libros per cápita, cifra incomparablemente menor a la de Francia o Inglaterra, donde leen 20 por año
El libro es una mercancía, sin duda. Se vende y se compra igual que las cebollas o la pasta de dientes, pero su trascendencia no se mide sólo por sus éxitos en el mercado. Dice Juan José Millas en El País: "Hay libros necesarios de los que sin embargo sólo se venden 700 u 800 ejemplares. Aunque no son negocio para nadie, el mundo sería peor sin ellos". (El País, 6/06/2000) Esa elemental verdad, sin embargo, no la entienden los estrategas de la nueva hacienda, autores de la fábula sobre los pobres y la ley bondadosa que pasa por reforma fiscal y ya se discute en el Congreso.
En muchos países con mayor capacidad adquisitiva que el nuestro (donde se grava al libro), de todos modos se fomenta la lectura dándole facilidades fiscales a la industria editorial y estímulos al lector; aquí, en cambio, se procede en sentido inverso, quitando exenciones y aumentando los precios con un impuesto que disminuirá, sin grandes beneficios para las arcas públicas, el ya de por sí declinante consumo de esa mercancía sui generis que son los libros. Claramente se ve que se trata de establecer un principio y aplicarlo a rajatabla, sin tomar en cuenta los resultados o la utilidad de la medida.
Las grandes tiradas que abaratan el precio del libro son imposibles sin lectores y éstos no crecen por generación espontánea. Su aumento es el indicador más valioso del avance cultural de la sociedad, vale decir de su grado civilizatorio. Por eso, cargar al libro con un impuesto de 15 por ciento equivale en México a condenarlo al rincón minoritario del que, por desgracia, no acaba de salir. Las cifras son sencillamente impresionantes.
Investigaciones periodísticas basadas en datos oficiales confirman que México es uno de los últimos países en materia de consumo y calidad de la lectura. En nuestro país se lee el mínimo recomendado por la UNESCO, que es de cuatro libros por habitante al año. Aquí se consume un promedio de 2.8 libros per cápita, cifra incomparablemente menor a la de Francia o Inglaterra, donde consumen 20 por año. (Adriana Malvido y Rebeca Cerda, en La Jornada.)
Es un hecho que los ingresos de las familias apenas alcanzan para satisfacer necesidades primarias impostergables, pero si además de aumentar los alimentos y las medicinas se castiga al libro con un impuesto, éste se convierte en un lujo clasista inalcanzable, en una marca más de la discriminación producida por la desigualdad. Sin bibliotecas suficientes para suplir tales carencias el acceso a la lectura consagrada por la ley es una mera fantasía.
Las cifras no mienten, pues apenas el uno por ciento de la población adquiere la mitad de todos los libros que se editan en el país, lo cual significa que el resto, en su mayoría publicaciones periódicas creadas por la industria del entretenimiento, satisface las necesidades de lectura del resto de la población. No extraña saber que en la mayoría de los hogares mexicanos, los libros son objetos raros, incluso cuando algún miembro de la familia cursa estudios superiores.
Nadie debería extrañarse por el bajísimo nivel de los estudiantes que corona en la cúspide de la pirámide educativa la crisis formativa de la enseñanza nacional.
Ante estos hechos, toda la palabrería sobre la modernización de la escuela como palanca para el progreso se viene abajo. ƑDe qué sirve entregar computadoras a centros escolares donde casi no se promueve el hábito de la lectura? La cultura exige información, desde luego, pero sin un pensamiento articulado, sin conceptos, no hay desarrollo intelectual. Y ese punto, la red, con sus maravillosas oportunidades para el pensamiento, no sustituye todavía al libro.
Puede ser que los autores de la ley bondadosa piensen que nadie debe escandalizarse por el impuesto a los libros, pues en este rubro los pobres tampoco figuran. Pero esa versión cínica de la realidad solamente muestra, una vez más, la pequeña mentalidad de nuestros pequeños modernizadores. Ť