Enrique
López Aguilar
LA VISITA
DE LAS SIETE CASAS (I)
A Rosa Aguilar Jofre,
por tanta casa.
Probablemente, la primera visita guiada
de la Ciudad de México posterior a la caída de Tenochtitlan
sea la de los tres diálogos latinos que Francisco Cervantes de Salazar
escribió para el curso de lengua latina que impartía en la
Real y Pontificia Universidad de México, en 1554, cuando su campus
se encontraba en la actual esquina de Seminario y el Zócalo, en
el mismo edificio donde ahora se halla establecida la cantina El Nivel
(¿académico?). El primero de los diálogos describe
a la Universidad a través de los personajes Mesa y Gutiérrez;
los dos últimos son los consagrados al Mexico citerior y
al Mexico ulterior, y Zuazo y Zamora son los vecinos que pasean
a Alfaro, peninsular recién llegado a la ciudad. El paseo, debidamente
realizado a caballo, comienza en la calle de Tacuba, a la altura de lo
que ahora sería el Palacio de Minería, sigue derecho hasta
llegar a la Plaza Mayor, la bordea por sus lados poniente, sur y oriente,
pasa a un lado de lo que todavía no era la Catedral Metropolitana
y se adentra por la actual calle de Argentina hasta llegar a la esquina
de la Plaza de Santo Domingo y Belisario Domínguez; en este punto,
se inicia el recorrido de la parte exterior de la ciudad: los personajes
pasean desde el punto mencionado hasta San Juan de Letrán, dan vuelta
hacia el sur, hasta Mesones o Arcos de Belem, donde vuelven a ingresar
al interior de la ciudad y el itinerario se difumina. Joaquín García
Icazbalceta editó, tradujo y comentó los tres diálogos
y les dio el título con que actualmente se conocen: México
en 1554 (México, 1875).
Reproducir ese paseo supone imaginar cuanto miraron
aquellos viajeros, pues la arquitectura ha cambiado mucho en cuatro siglos
y se ha superpuesto la convivencia de edificaciones de los siglos XVII
a XX; sin embargo, si se toma como pretexto para inventar otros recorridos
(siempre múltiples, nunca iguales) en el Centro de la ciudad, se
puede optar por uno muy a la mano: la visita de las siete casas, fiesta
que se realiza el Jueves Santo y enciende al Primer Cuadro con un colorido
que sólo puede admirarse una vez al año. Desde luego, el
paseo no se puede realizar a caballo y se recomienda prescindir del automóvil:
los pies deben darle al viajero de su propia ciudad una dimensión
más humana del tiempo, las distancias y la arquitectura. Una buena
hora para comenzar el viaje es las diez de la mañana, frente al
Caballito, en Tacuba, a cuadra y media del ex Convento Hospitalario de
Bethlemitas; como las provisiones abundarán en el camino, no hace
falta ir cargado de enseres innecesarios; la naciente primavera aconseja
el uso de ropa ligera, algún sombrero
y, como en los Diálogos
de Cervantes de Salazar, dar por descontado que las palabras se perseguirán
unas a otras, pues el paseo lo será más si se hace con un
grupo pequeño.
Siempre existirán muchas rutas y casas;
por ejemplo, se puede optar por la alternación de una iglesia y
una cantina, pero el problema es la gran cantidad de recintos, el tiempo
que pide cada uno de ellos y el desgobernamiento espiritual que de eso
se deriva; otra opción es elegir un grupo de iglesias (casi nunca
se pueden completar las siete) localizadas en un perímetro razonablemente
cercano, y una que otra cantina, pues no debe olvidarse que, de todas maneras,
al filo de las dos y media de la tarde el hambre obligará a tomar
las necesarias provisiones para cuerpo y alma.
Nunca
está de más comenzar por el deslumbramiento barroco que es
la íntima minuciosidad del Templo de la Enseñanza Antigua,
en Donceles, cuyo recogimiento no se pelea con la provocación de
las formas que contiene. Por lo cercana, la segunda iglesia puede ser la
Catedral, siempre llena de gente y ya parcialmente desprovista del corsé
que la sostenía por dentro; el lugar común es deslumbrarse
con ella: no importa, el visitante debe permitirse caer en ese sitio comunitario.
La tercera casa debería ser Santo Domingo, en cuya Plaza los olores
a fritanga y verdura, la vendimia de objetos para bendecir (la palma, el
pan, la manzanilla, los escapularios), los juguetes, los instrumentos de
madera y el barullo de mercado hacen olvidar que el Jueves Santo es el
de la Última Cena, el del lavatorio de pies, el de las imágenes
envueltas en paños morados en señal de luto por la inminencia
de la muerte de Jesús y que Éste había expulsado a
los mercaderes del Templo.
Al cabo de Santo Domingo y antes de un alto estratégico,
las opciones que se abren son numerosas: las iglesias de Santa Catalina,
El Carmen o Loreto. No estaría mal Loreto, cuyo majestoso desnivel
permitiría colocar una canica en la entrada y escucharla correr
hasta topar con el fondo de la nave. El notable deterioro de esta iglesia
no impide apreciar la pintura mural art nouveau con que está
decorada, posiblemente el único ejemplo de ese estilo dentro de
un recinto religioso en la ciudad. Si a estas alturas alguien tiene hambre,
es porque quiere: por todos lados hay puestos de gorditas de La Villa,
sopes, garnachas, tamales fritos y cualquier cantidad de cosas para ingerir.
Si otras son las necesidades del cuerpo, quedan cerca El Nivel, el mirador
del Hotel Majestic, el mirador del restaurante La Casa de las Sirenas o
el Gran Hotel de la Ciudad de México, lugares donde la cerveza,
el tequila o cualquier refresco tendrán la virtud de sostener al
viajero después de cuatro iglesias y una hostería.
El caso de la pierna
desaparecida
Para el doctor Juan
Romero
Recuerdo con claridad la última
vez que me caí. Iba corriendo en los Viveros de Coyoacán,
tras un gato negro y blanco que acostumbra a echarse bajo un eucalipto.
A veces el gato displicente y magnífico aceptaba de los que corríamos
a esa hora algo de comida o una caricia. Esa mañana yo le llevaba
una lata de paté para gatos, pero el pesado no me hizo caso cuando
la abrí y la puse bajo sus narices. Cuando me acuclillé a
su lado, el gato se alejó irritado, sacudiendo lentamente la cola.
Recogí la lata y fui tras él, el gato apretó el paso,
yo también. Entonces me caí. En ese momento no sentí
dolor; lo que me preocupaba era cuánta gente había visto
la escena. Todavía fingí que no había pasado nada
al encontrarme con una amiga, y troté en su compañía
unos centenares de metros más. A las pocas horas de esto, mi percepción
de las cosas había cambiado mucho: era incapaz de advertir nada
que no fuera el dolor de mis rodillas. Durante las semanas que duró
mi convalecencia olvidé completamente las sensaciones habituales
que se desprenden de las actividades normales de las piernas. El dolor,
sus altibajos, los momentáneos descansos que me daba el analgésico,
su fisonomía la agudeza de las punzadas, la sensación
de tirantez insoportable en los ligamentos cruzados, y una especie de breve
y caliente latigazo que bajaba de la rótula hasta la mitad de la
espinilla, ocuparon mis sentidos de forma casi exclusiva en esos días
tediosos e inquietantes, en los que caminar era el ejercicio más
agotador imaginable. Y cuento esta anécdota banal porque gracias
a este incidente leí fervorosamente y con una avidez inusual el
libro Con una sola pierna, del conocido neurólogo y escritor
Oliver Sacks, que un alma piadosa me puso en las manos entonces. Con
una sola pierna se diferencia de los otros libros de Sacks porque lo
que cuenta en él es absolutamente autobiográfico; durante
una ascensión en solitario a una montaña noruega, Sacks tuvo
un accidente que le causó un desprendimiento del cuadríceps,
el músculo que forma la parte anterior del muslo. En su caso, dicha
lesión le provocó una grave desnervación del cuadríceps
y trastornos de conducción en el nervio femoral. Es decir, Sacks
perdió la sensación de la pierna. Y no sólo eso, también
dejó de reconocerla como suya, como parte de su cuerpo. Había
perdido todo su carácter, y se había convertido en una cosa
ajena, inconcebible, que yo tocaba sin ninguna sensación de reconocimiento
o de relación. El no reconocer la pierna, la pérdida total
de familiaridad con ella (cuando la tocaba, la sensación estaba
sólo en sus dedos, y por añadidura, la pierna le parecía
de una textura muy desagradable) le provocó una intensa angustia
que aumentó al enfrentarse a la incomprensión de su ortopedista
(y uno piensa, si eso le pasó a Sacks, ¿qué puede
esperar cualquier otro paciente?).
Las reflexiones de Sacks como médico siempre
han sorprendido a sus lectores por la asombrosa capacidad que posee para
ponerse en el lugar de sus pacientes. Vive la compasión como un
riguroso ejercicio de lucidez, voluntad y buena fe, cualidades que lo ayudaron
en el transcurso de su ordalía al comparar sus experiencias con
las de un paciente diabético al que le fue amputada la pierna, y
que la sentía aunque ya no la tuviera. Las conclusiones a las que
llegó gracias a esta experiencia son asombrosas: Sacks cree que
este tipo de trastorno afecta directamente la conciencia. Que la falta
de sensación en la pierna afectó su sentido del yo, de
la conciencia de sí mismo, y que es necesario crear una neurología
de la identidad que se diferencie radicalmente del modelo mecánico
que existe hasta ahora. Cito el espectacular párrafo final: Compete
a la neurología llevar a cabo el gran salto que pase del modelo
clásico y mecánico que durante tanto tiempo ha abrazado,
a un modelo de cerebro y mente totalmente personal y autorreferente [...]
si ocurre, tal como le gusta expresar a Edelman, será la revolución
más trascendente de nuestra época, tan revolucionaria como
el nacimiento de la física de Galileo, hace cuatrocientos años.
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Luis
Tovar
QUEREMOS TANTO A
OSCAR
Como sabemos, el domingo pasado se llevó
a cabo la septuagésima tercera entrega de los premios que, año
tras año, entrega la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas
de Estados Unidos. Confieso que no vi la ceremonia (o, para decirlo más
exactamente, el show), a diferencia de años anteriores, y
preferí esperar a leer los resultados en el periódico. Desde
que fue nominada, muchos lectores, amigos y conocidos me preguntaron si
yo pensaba que la cinta mexicana Amores perros ganaría el
trofeo a la mejor película en idioma distinto del inglés.
Desprovisto como me encuentro de cualquier dote adivinatoria, invariablemente
respondí que podía ganarlo, pero que lo más
seguro era que veríamos al cineasta Ang Lee sostener en su mano
esa figurilla que, según afirman algunos, fue esculpida utilizando
a un muy joven Emilio el Indio Fernández como modelo.
Hacia
la medianoche de ese domingo 25 de marzo, cuando la fiesta hollywoodense
más importante ya debía haberse terminado, reconocí
que me había sucedido algo similar a lo que solía pasarle
a mi padre cuando jugaba la selección nacional de futbol: prefería
no ver el partido pero deseaba fervientemente que los ratones verdes hicieran
la hombrada de ganarle, por ejemplo, a Trinidad y Tobago. Entonces,
como hubiera hecho mi padre, encendí la televisión buscando
el resumen que confirmara una de dos: a) que yo tenía razón,
y en mi fuero interno siempre supe que Amores perros saldría
triunfante, o b) que yo tenía razón, y en mi fuero interno
siempre supe que la veleidosa, mercadotécnica e injusta Academia
jamás premiaría una cinta como la de el Negro Iñárritu.
El caso es que no encontré ningún
resumen de resultados oscarianos a esas horas, por lo que debí esperar
hasta la mañana siguiente. Todavía antes de dormirme columbré
algo que, para mis escasas entendederas, significa una verdadera revelación:
toda proporción guardada, para un país como el nuestro la
ceremonia número setenta y tres del Oscar fue igualita a la certificación
de la lucha contra las drogas que el gobierno gringo tiene a bien negar
o conceder. Es decir, no debería importarnos pero sí nos
importa, y de qué manera.
Quizá sea la inclemente frecuencia con
la que estamos expuestos a ese cine donde se premia, por ejemplo, el escote
power (o minifalda power, teta power o como usted prefiera llamarlo)
de Julia Roberts por una actuación que no vale, ni de lejos, los
veinte millones de dólares que la otrora mujer bonita cobra hoy
en día; quizá sea la saturación de ese cine en el
que efecto-mata-argumento (con respeto a quienes vieron en El tigre
y el dragón algo más que una anécdota pequeñita
adobada con toda la grandilocuencia fotográfica, el fasto escenográfico
y la milagrería cibernética de los que hoy se puede disponer);
quizá sean cosas así, digo, las que nos mueven, conscientemente
o no, a desear para una película nacional un trofeo como el Oscar.
El caso es que la oportunidad se fue, y de un plumazo pareciera borrarse
el hecho de que Amores perros ha ganado más de diez premios
internacionales, incluyendo, como sabemos, uno en Cannes, como si todo
hubiera sido una carrera en pos del culminante triunfo en Hollywood, y
como si no supiéramos desde el principio que esa Academia, ese mercado
y ese público sólo premian lo que se hizo en Hollywood o
lo que a Hollywood le hubiera gustado hacer.
Permanencia voluntaria
Desde el pasado 21 de marzo puede verse en el
circuito comercial Sin dejar huella, cuarto largometraje de María
Novaro. Coproducida por México y España, la cinta gozó
de un buen lanzamiento: alrededor de sesenta salas tan sólo en el
Distrito Federal, una campaña publicitaria que ha abarcado muchos
medios de comunicación, conferencias para la prensa especializada,
etcétera. Altavista, uno de los productores del lado mexicano, y
su empresa hermana, la distribuidora Nuvisión, comienzan
a formar un positivo precedente en estos asuntos. Hablando de reconocimientos,
Sin
dejar huella ganó recientemente dos: el Sundance a la mejor
película latinoamericana y el del público en la Muestra de
Guadalajara. En otros festivales, como lo reseñó en su momento
la prensa, la película tuvo un recibimiento más bien tibio.
Como
a tantos cineastas mexicanos, a María Novaro le ha tocado filmar
poco en mucho tiempo. Doce años han transcurrido desde Lola
(1989), once desde Danzón (1990) y ocho desde El jardín
del Edén (1993). Lo que llama la atención en Novaro,
una de las poquísimas mujeres directoras de cine con las que contamos,
es la fidelidad a los temas, a los ambientes y al desarrollo formal de
sus películas. Si usted conoce su filmografía estará
de acuerdo en que el gran tema de Novaro es la condición femenina,
no importa si ésta es desplegada en un ambiente urbano (Lola),
en un puerto (Danzón), en la frontera (El jardín
del Edén) o en un trayecto a lo largo del país (Sin
dejar huella). Por lo demás, Novaro misma se ha encargado de
afirmar siempre que el cine realizado por ella pretende precisamente eso:
reflejar el pensamiento, las preocupaciones y los problemas que, de acuerdo
a su visión y experiencia, definen a la mujer de este aquí
y este ahora.
La road movie, quizá el género
en el que María se siente mejor, es el pretexto anecdótico
más adecuado para Sin dejar huella, que narra el viaje de
Aurelia (Tiaré Scanda) y Ana (Aitana Sánchez Gijón)
de Ciudad Juárez a Cancún. La primera huye de su pareja,
un narco de poca monta a quien le robó el dinero que él guardaba
en casa de Aurelia, y la segunda, que trafica con piezas arqueológicas,
huye de un policía judicial a quien no sólo mueve el deseo
de hacer justicia. Novaro aprovecha bien la inevitable concentración
narrativa en el automóvil para perfilar y dar volumen a sus personajes;
conocemos su historia reciente, su carácter y sus principales rasgos
psicológicos, lo cual, junto al desarrollo de la persecución,
permite anticipar en buena medida el final optimista de la trama. Por el
contrario, los personajes masculinos parecen quedarse entre el estereotipo
y el plumazo, algo que quizá no sería tan grave (tratándose
de una película cuya primera intención es retratar un universo
femenino) si dichos personajes no fueran una contraparte tan necesaria
para el propio desarrollo de la narración.
Recapitulación
En Tosca se finge un fusilamiento, pero
en realidad se va a ejecutar al reo. Kid Azteca fingía que iba a
conectar gancho de izquierda y, en realidad, asestaba gancho de izquierda,
letal casi siempre. dice Groucho Marx: Cuídate de Smith, finge
que es idiota, pero es idiota de verdad. El señor X finge que va
a hacer la acción. Y, pero hace Y, ¿estaba el señor
X fingiendo?
Con la formulación de este modesto acertijo
di comienzo a mis colaboraciones en La Jornada Semanal. No recuerdo
cómo elaboré la discusión ni a qué conclusiones
llega. ¿Fue hace siglos? No, pero eso siento. Pocos placeres se
comparan, en mi opinión, al de formular un problema cualquiera y
tratar de resolverlo. Muchas veces, con desigual fortuna, lo intenté
en estas páginas.
Pero ahora no voy a hacerlo. Porque tengo un aviso
que dar: voy a salir de México. Acepté un trabajo en el consulado
de Nueva York, y me voy a fines de abril. Renovarse o perecer, como las
yerbas, o creces o sucumbes. Es un trabajo, parece, interesante y ya tengo
planes y proyectos. Pero es un trabajo, y no voy a disponer, como ahora,
de mucho tiempo para mis dos actividades predilectas, a saber, leer y escribir
(la primera, lo declaro, me sigue gustando más que la segunda).
Así que tengo que ponerme almeja administrando mis recursos, ergo,
no puedo seguir escribiendo en este suplemento cada semana. No me da tiempo.
Lo lamento, el artículo hebdomadario se había vuelto para
mí una función natural, como respirar o salir de paseo, caminando.
Pero no me quiero desconectar. Voy a seguir conversando
aquí (a nada se parece más un artículo de estos que
a platicar un rato tomando un café), pero tengo que reducir el ritmo
de las entregas. Una al mes, es todo lo que puedo ofrecer. No es mucho,
pero es algo. Explico esto así, con minucia y calma, no por darme
importancia, cosa que, la verdad, nunca me ha interesado, sino porque entiendo
que todo aquel que escribe regularmente contrae una cierta obligación
con los lectores (con uno solo bastaría) que no puede quebrantarse
en seco, unilateralmente y sin dar explicaciones. Así que queda
dicho.
Empecé a escribir artículos a los
veinticinco años, cuando todavía era estudiante de filosofía,
en el año de 1967, por invitación de quien llegaría
a ser mi maestro y mi amigo, pero que a la sazón no conocía,
el impresionante Julio Scherer García. Así, me incorporé
al diario Excélsior (qué nombre delirante para un
periódico, y sin embargo, nos suena ya familiar, la costumbre vuelve
normal al monstruo), que entonces dirigía don Manuel Becerra Acosta,
padre, hombre severo, un tanto temible, en mi memoria, contemporáneo
de mi abuelo Mariano, también periodista, a quien había tratado,
en Orizaba, creo, durante el carrancismo. Desde luego que nunca hablé
de esto, ni de nada, con don Manuel: sólo una vez me entrevisté
con él y eso fue para recibir un regaño, breve y no muy áspero,
por andar haciendo prédica comunista. Por fortuna, trataba sólo
con Scherer y con Hero Rodríguez Toro, de tan feliz recuerdo en
mi memoria.
Desde entonces no he parado de escribir artículos.
Cada quien tiene su manera de matar pulgas en esto del periodismo cultural,
la mía incluye dos preceptos que paso al costo: 1) escribe con gran
cuidado cada artículo, el mismo que pones, por ejemplo, en una página
de novela o en un poema, y 2) evita asuntos de actualidad, lo actual se
abraza al momento y muere con él, dura muy poco; es, en ese sentido,
deleznable, y si a algo aspira un escritor siempre es, creo, a cierta duración
o permanencia (no digamos perduración que, tal vez, sea demasiado
pedir, pero algo, un poco, de alguna forma).
¿Cómo se escribe un artículo?
Mi manera, hay otras, es relativamente sencilla: enfocas un objeto cualquiera
X (por objeto entiendo no sólo una cosa, como una gallina o un
trompo, sino puede ser un personaje, un pasaje de un libro, una idea abstracta,
una situación) y tratas de hacerlo resonar en diferentes registros
u órdenes. Esto es, lo miras de un lado, de otro, lo asocias con
esto o con lo otro, etcétera. El propósito es cargarlo de
significados. Mientras mayor sea el número de significados, mejor
será el artículo. Un humano sabe decir algo de cualquier
objeto, encontrar puntos de vista para hablar sobre él. La prueba
es que todo humano puede conversar, no hay nada más humano que la
capacidad de conversar libremente, discurriendo a donde la conversación
te lleve. Un artículo, como ya dije, no es otra cosa que una conversación.
Ergo, cualquier persona podría, en principio, escribir artículos.
Y por eso los lee, y, a veces, los disfruta.
Así, pues, no me despido y ya te avisé
lo que te quería avisar para que no te extrañes. De mi parte,
gracias por tu atención y ten salud.
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