La Jornada Semanal, 1o. de abril del 2001


Enrique López Aguilar

LA VISITA DE LAS SIETE CASAS (I) 


A Rosa Aguilar Jofre,
por tanta casa.


Probablemente, la primera visita guiada de la Ciudad de México posterior a la caída de Tenochtitlan sea la de los tres diálogos latinos que Francisco Cervantes de Salazar escribió para el curso de lengua latina que impartía en la Real y Pontificia Universidad de México, en 1554, cuando su campus se encontraba en la actual esquina de Seminario y el Zócalo, en el mismo edificio donde ahora se halla establecida la cantina El Nivel (¿académico?). El primero de los diálogos describe a la Universidad a través de los personajes Mesa y Gutiérrez; los dos últimos son los consagrados al Mexico citerior y al Mexico ulterior, y Zuazo y Zamora son los vecinos que pasean a Alfaro, peninsular recién llegado a la ciudad. El paseo, debidamente realizado a caballo, comienza en la calle de Tacuba, a la altura de lo que ahora sería el Palacio de Minería, sigue derecho hasta llegar a la Plaza Mayor, la bordea por sus lados poniente, sur y oriente, pasa a un lado de lo que todavía no era la Catedral Metropolitana y se adentra por la actual calle de Argentina hasta llegar a la esquina de la Plaza de Santo Domingo y Belisario Domínguez; en este punto, se inicia el recorrido de la parte exterior de la ciudad: los personajes pasean desde el punto mencionado hasta San Juan de Letrán, dan vuelta hacia el sur, hasta Mesones o Arcos de Belem, donde vuelven a ingresar al interior de la ciudad y el itinerario se difumina. Joaquín García Icazbalceta editó, tradujo y comentó los tres diálogos y les dio el título con que actualmente se conocen: México en 1554 (México, 1875).

Reproducir ese paseo supone imaginar cuanto miraron aquellos viajeros, pues la arquitectura ha cambiado mucho en cuatro siglos y se ha superpuesto la convivencia de edificaciones de los siglos XVII a XX; sin embargo, si se toma como pretexto para inventar otros recorridos (siempre múltiples, nunca iguales) en el Centro de la ciudad, se puede optar por uno muy a la mano: la visita de las siete casas, fiesta que se realiza el Jueves Santo y enciende al Primer Cuadro con un colorido que sólo puede admirarse una vez al año. Desde luego, el paseo no se puede realizar a caballo y se recomienda prescindir del automóvil: los pies deben darle al viajero de su propia ciudad una dimensión más humana del tiempo, las distancias y la arquitectura. Una buena hora para comenzar el viaje es las diez de la mañana, frente al Caballito, en Tacuba, a cuadra y media del ex Convento Hospitalario de Bethlemitas; como las provisiones abundarán en el camino, no hace falta ir cargado de enseres innecesarios; la naciente primavera aconseja el uso de ropa ligera, algún sombrero… y, como en los Diálogos de Cervantes de Salazar, dar por descontado que las palabras se perseguirán unas a otras, pues el paseo lo será más si se hace con un grupo pequeño.

Siempre existirán muchas rutas y casas; por ejemplo, se puede optar por la alternación de una iglesia y una cantina, pero el problema es la gran cantidad de recintos, el tiempo que pide cada uno de ellos y el desgobernamiento espiritual que de eso se deriva; otra opción es elegir un grupo de iglesias (casi nunca se pueden completar las siete) localizadas en un perímetro razonablemente cercano, y una que otra cantina, pues no debe olvidarse que, de todas maneras, al filo de las dos y media de la tarde el hambre obligará a tomar las necesarias provisiones para cuerpo y alma.

Nunca está de más comenzar por el deslumbramiento barroco que es la íntima minuciosidad del Templo de la Enseñanza Antigua, en Donceles, cuyo recogimiento no se pelea con la provocación de las formas que contiene. Por lo cercana, la segunda iglesia puede ser la Catedral, siempre llena de gente y ya parcialmente desprovista del corsé que la sostenía por dentro; el lugar común es deslumbrarse con ella: no importa, el visitante debe permitirse caer en ese sitio comunitario. La tercera casa debería ser Santo Domingo, en cuya Plaza los olores a fritanga y verdura, la vendimia de objetos para bendecir (la palma, el pan, la manzanilla, los escapularios), los juguetes, los instrumentos de madera y el barullo de mercado hacen olvidar que el Jueves Santo es el de la Última Cena, el del lavatorio de pies, el de las imágenes envueltas en paños morados en señal de luto por la inminencia de la muerte de Jesús y que Éste había expulsado a los mercaderes del Templo.

Al cabo de Santo Domingo y antes de un alto estratégico, las opciones que se abren son numerosas: las iglesias de Santa Catalina, El Carmen o Loreto. No estaría mal Loreto, cuyo majestoso desnivel permitiría colocar una canica en la entrada y escucharla correr hasta topar con el fondo de la nave. El notable deterioro de esta iglesia no impide apreciar la pintura mural art nouveau con que está decorada, posiblemente el único ejemplo de ese estilo dentro de un recinto religioso en la ciudad. Si a estas alturas alguien tiene hambre, es porque quiere: por todos lados hay puestos de gorditas de La Villa, sopes, garnachas, tamales fritos y cualquier cantidad de cosas para ingerir. Si otras son las necesidades del cuerpo, quedan cerca El Nivel, el mirador del Hotel Majestic, el mirador del restaurante La Casa de las Sirenas o el Gran Hotel de la Ciudad de México, lugares donde la cerveza, el tequila o cualquier refresco tendrán la virtud de sostener al viajero después de cuatro iglesias y una hostería.
 
 
 
 




El caso de la pierna desaparecida 


Para el doctor Juan Romero

Recuerdo con claridad la última vez que me caí. Iba corriendo en los Viveros de Coyoacán, tras un gato negro y blanco que acostumbra a echarse bajo un eucalipto. A veces el gato –displicente y magnífico– aceptaba de los que corríamos a esa hora algo de comida o una caricia. Esa mañana yo le llevaba una lata de paté para gatos, pero el pesado no me hizo caso cuando la abrí y la puse bajo sus narices. Cuando me acuclillé a su lado, el gato se alejó irritado, sacudiendo lentamente la cola. Recogí la lata y fui tras él, el gato apretó el paso, yo también. Entonces me caí. En ese momento no sentí dolor; lo que me preocupaba era cuánta gente había visto la escena. Todavía fingí que no había pasado nada al encontrarme con una amiga, y troté en su compañía unos centenares de metros más. A las pocas horas de esto, mi percepción de las cosas había cambiado mucho: era incapaz de advertir nada que no fuera el dolor de mis rodillas. Durante las semanas que duró mi convalecencia olvidé completamente las sensaciones habituales que se desprenden de las actividades normales de las piernas. El dolor, sus altibajos, los momentáneos descansos que me daba el analgésico, su fisonomía –la agudeza de las punzadas, la sensación de tirantez insoportable en los ligamentos cruzados, y una especie de breve y caliente latigazo que bajaba de la rótula hasta la mitad de la espinilla–, ocuparon mis sentidos de forma casi exclusiva en esos días tediosos e inquietantes, en los que caminar era el ejercicio más agotador imaginable. Y cuento esta anécdota banal porque gracias a este incidente leí fervorosamente y con una avidez inusual el libro Con una sola pierna, del conocido neurólogo y escritor Oliver Sacks, que un alma piadosa me puso en las manos entonces. Con una sola pierna se diferencia de los otros libros de Sacks porque lo que cuenta en él es absolutamente autobiográfico; durante una ascensión en solitario a una montaña noruega, Sacks tuvo un accidente que le causó un desprendimiento del cuadríceps, el músculo que forma la parte anterior del muslo. En su caso, dicha lesión le provocó “una grave desnervación del cuadríceps y trastornos de conducción en el nervio femoral”. Es decir, Sacks perdió la sensación de la pierna. Y no sólo eso, también dejó de reconocerla como suya, como parte de su cuerpo. “Había perdido todo su carácter, y se había convertido en una cosa ajena, inconcebible, que yo tocaba sin ninguna sensación de reconocimiento o de relación.” El no reconocer la pierna, la pérdida total de familiaridad con ella (cuando la tocaba, la sensación estaba sólo en sus dedos, y por añadidura, la pierna le parecía de una textura muy desagradable) le provocó una intensa angustia que aumentó al enfrentarse a la incomprensión de su ortopedista (y uno piensa, si eso le pasó a Sacks, ¿qué puede esperar cualquier otro paciente?).

Las reflexiones de Sacks como médico siempre han sorprendido a sus lectores por la asombrosa capacidad que posee para ponerse en el lugar de sus pacientes. Vive la compasión como un riguroso ejercicio de lucidez, voluntad y buena fe, cualidades que lo ayudaron en el transcurso de su ordalía al comparar sus experiencias con las de un paciente diabético al que le fue amputada la pierna, y que la sentía aunque ya no la tuviera. Las conclusiones a las que llegó gracias a esta experiencia son asombrosas: Sacks cree que este tipo de trastorno afecta directamente la conciencia. Que la falta de sensación en la pierna afectó su sentido del “yo”, de la conciencia de sí mismo, y que es necesario crear una “neurología de la identidad” que se diferencie radicalmente del modelo mecánico que existe hasta ahora. Cito el espectacular párrafo final: “Compete a la neurología llevar a cabo el gran salto que pase del modelo clásico y mecánico que durante tanto tiempo ha abrazado, a un modelo de cerebro y mente totalmente personal y autorreferente [...] si ocurre, tal como le gusta expresar a Edelman, será la revolución más trascendente de nuestra época, tan revolucionaria como el nacimiento de la física de Galileo, hace cuatrocientos años.”
 

 

Luis Tovar


QUEREMOS TANTO A OSCAR
 

Como sabemos, el domingo pasado se llevó a cabo la septuagésima tercera entrega de los premios que, año tras año, entrega la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Estados Unidos. Confieso que no vi la ceremonia (o, para decirlo más exactamente, el show), a diferencia de años anteriores, y preferí esperar a leer los resultados en el periódico. Desde que fue nominada, muchos lectores, amigos y conocidos me preguntaron si yo pensaba que la cinta mexicana Amores perros ganaría el trofeo a la mejor película en idioma distinto del inglés. Desprovisto como me encuentro de cualquier dote adivinatoria, invariablemente respondí que podía ganarlo, pero que lo más seguro era que veríamos al cineasta Ang Lee sostener en su mano esa figurilla que, según afirman algunos, fue esculpida utilizando a un muy joven Emilio “el Indio” Fernández como modelo.

Hacia la medianoche de ese domingo 25 de marzo, cuando la fiesta hollywoodense más importante ya debía haberse terminado, reconocí que me había sucedido algo similar a lo que solía pasarle a mi padre cuando jugaba la selección nacional de futbol: prefería no ver el partido pero deseaba fervientemente que los ratones verdes hicieran la hombrada de ganarle, por ejemplo, a Trinidad y Tobago. Entonces, como hubiera hecho mi padre, encendí la televisión buscando el resumen que confirmara una de dos: a) que yo tenía razón, y en mi fuero interno siempre supe que Amores perros saldría triunfante, o b) que yo tenía razón, y en mi fuero interno siempre supe que la veleidosa, mercadotécnica e injusta Academia jamás premiaría una cinta como la de “el Negro” Iñárritu.

El caso es que no encontré ningún resumen de resultados oscarianos a esas horas, por lo que debí esperar hasta la mañana siguiente. Todavía antes de dormirme columbré algo que, para mis escasas entendederas, significa una verdadera revelación: toda proporción guardada, para un país como el nuestro la ceremonia número setenta y tres del Oscar fue igualita a la certificación de la lucha contra las drogas que el gobierno gringo tiene a bien negar o conceder. Es decir, no debería importarnos pero sí nos importa, y de qué manera.

Quizá sea la inclemente frecuencia con la que estamos expuestos a ese cine donde se premia, por ejemplo, el escote power (o minifalda power, teta power o como usted prefiera llamarlo) de Julia Roberts por una actuación que no vale, ni de lejos, los veinte millones de dólares que la otrora mujer bonita cobra hoy en día; quizá sea la saturación de ese cine en el que efecto-mata-argumento (con respeto a quienes vieron en El tigre y el dragón algo más que una anécdota pequeñita adobada con toda la grandilocuencia fotográfica, el fasto escenográfico y la milagrería cibernética de los que hoy se puede disponer); quizá sean cosas así, digo, las que nos mueven, conscientemente o no, a desear para una película nacional un trofeo como el Oscar. El caso es que la “oportunidad” se fue, y de un plumazo pareciera borrarse el hecho de que Amores perros ha ganado más de diez premios internacionales, incluyendo, como sabemos, uno en Cannes, como si todo hubiera sido una carrera en pos del culminante triunfo en Hollywood, y como si no supiéramos desde el principio que esa Academia, ese mercado y ese público sólo premian lo que se hizo en Hollywood o lo que a Hollywood le hubiera gustado hacer.

Permanencia voluntaria

Desde el pasado 21 de marzo puede verse en el circuito comercial Sin dejar huella, cuarto largometraje de María Novaro. Coproducida por México y España, la cinta gozó de un buen lanzamiento: alrededor de sesenta salas tan sólo en el Distrito Federal, una campaña publicitaria que ha abarcado muchos medios de comunicación, conferencias para la prensa especializada, etcétera. Altavista, uno de los productores del lado mexicano, y su empresa hermana, la distribuidora Nuvisión, comienzan a formar un positivo precedente en estos asuntos. Hablando de reconocimientos, Sin dejar huella ganó recientemente dos: el Sundance a la mejor película latinoamericana y el del público en la Muestra de Guadalajara. En otros festivales, como lo reseñó en su momento la prensa, la película tuvo un recibimiento más bien tibio.

Como a tantos cineastas mexicanos, a María Novaro le ha tocado filmar poco en mucho tiempo. Doce años han transcurrido desde Lola (1989), once desde Danzón (1990) y ocho desde El jardín del Edén (1993). Lo que llama la atención en Novaro, una de las poquísimas mujeres directoras de cine con las que contamos, es la fidelidad a los temas, a los ambientes y al desarrollo formal de sus películas. Si usted conoce su filmografía estará de acuerdo en que el gran tema de Novaro es la condición femenina, no importa si ésta es desplegada en un ambiente urbano (Lola), en un puerto (Danzón), en la frontera (El jardín del Edén) o en un trayecto a lo largo del país (Sin dejar huella). Por lo demás, Novaro misma se ha encargado de afirmar siempre que el cine realizado por ella pretende precisamente eso: reflejar el pensamiento, las preocupaciones y los problemas que, de acuerdo a su visión y experiencia, definen a la mujer de este aquí y este ahora.

La road movie, quizá el género en el que María se siente mejor, es el pretexto anecdótico más adecuado para Sin dejar huella, que narra el viaje de Aurelia (Tiaré Scanda) y Ana (Aitana Sánchez Gijón) de Ciudad Juárez a Cancún. La primera huye de su pareja, un narco de poca monta a quien le robó el dinero que él guardaba en casa de Aurelia, y la segunda, que trafica con piezas arqueológicas, huye de un policía judicial a quien no sólo mueve el deseo de hacer justicia. Novaro aprovecha bien la inevitable concentración narrativa en el automóvil para perfilar y dar volumen a sus personajes; conocemos su historia reciente, su carácter y sus principales rasgos psicológicos, lo cual, junto al desarrollo de la persecución, permite anticipar en buena medida el final optimista de la trama. Por el contrario, los personajes masculinos parecen quedarse entre el estereotipo y el plumazo, algo que quizá no sería tan grave (tratándose de una película cuya primera intención es retratar un universo femenino) si dichos personajes no fueran una contraparte tan necesaria para el propio desarrollo de la narración.

     

Recapitulación

“En Tosca se finge un fusilamiento, pero en realidad se va a ejecutar al reo. Kid Azteca fingía que iba a conectar gancho de izquierda y, en realidad, asestaba gancho de izquierda, letal casi siempre. dice Groucho Marx: ‘Cuídate de Smith, finge que es idiota, pero es idiota de verdad.’ El señor X finge que va a hacer la acción. Y, pero hace Y, ¿estaba el señor X fingiendo?”

Con la formulación de este modesto acertijo di comienzo a mis colaboraciones en La Jornada Semanal. No recuerdo cómo elaboré la discusión ni a qué conclusiones llega. ¿Fue hace siglos? No, pero eso siento. Pocos placeres se comparan, en mi opinión, al de formular un problema cualquiera y tratar de resolverlo. Muchas veces, con desigual fortuna, lo intenté en estas páginas.

Pero ahora no voy a hacerlo. Porque tengo un aviso que dar: voy a salir de México. Acepté un trabajo en el consulado de Nueva York, y me voy a fines de abril. Renovarse o perecer, como las yerbas, o creces o sucumbes. Es un trabajo, parece, interesante y ya tengo planes y proyectos. Pero es un trabajo, y no voy a disponer, como ahora, de mucho tiempo para mis dos actividades predilectas, a saber, leer y escribir (la primera, lo declaro, me sigue gustando más que la segunda). Así que tengo que ponerme almeja administrando mis recursos, ergo, no puedo seguir escribiendo en este suplemento cada semana. No me da tiempo. Lo lamento, el artículo hebdomadario se había vuelto para mí una función natural, como respirar o salir de paseo, caminando.

Pero no me quiero desconectar. Voy a seguir conversando aquí (a nada se parece más un artículo de estos que a platicar un rato tomando un café), pero tengo que reducir el ritmo de las entregas. Una al mes, es todo lo que puedo ofrecer. No es mucho, pero es algo. Explico esto así, con minucia y calma, no por darme importancia, cosa que, la verdad, nunca me ha interesado, sino porque entiendo que todo aquel que escribe regularmente contrae una cierta obligación con los lectores (con uno solo bastaría) que no puede quebrantarse en seco, unilateralmente y sin dar explicaciones. Así que queda dicho.

Empecé a escribir artículos a los veinticinco años, cuando todavía era estudiante de filosofía, en el año de 1967, por invitación de quien llegaría a ser mi maestro y mi amigo, pero que a la sazón no conocía, el impresionante Julio Scherer García. Así, me incorporé al diario Excélsior (qué nombre delirante para un periódico, y sin embargo, nos suena ya familiar, la costumbre vuelve normal al monstruo), que entonces dirigía don Manuel Becerra Acosta, padre, hombre severo, un tanto temible, en mi memoria, contemporáneo de mi abuelo Mariano, también periodista, a quien había tratado, en Orizaba, creo, durante el carrancismo. Desde luego que nunca hablé de esto, ni de nada, con don Manuel: sólo una vez me entrevisté con él y eso fue para recibir un regaño, breve y no muy áspero, por andar haciendo prédica comunista. Por fortuna, trataba sólo con Scherer y con Hero Rodríguez Toro, de tan feliz recuerdo en mi memoria.

Desde entonces no he parado de escribir artículos. Cada quien tiene su manera de matar pulgas en esto del periodismo cultural, la mía incluye dos preceptos que paso al costo: 1) escribe con gran cuidado cada artículo, el mismo que pones, por ejemplo, en una página de novela o en un poema, y 2) evita asuntos de actualidad, lo actual se abraza al momento y muere con él, dura muy poco; es, en ese sentido, deleznable, y si a algo aspira un escritor siempre es, creo, a cierta duración o permanencia (no digamos perduración que, tal vez, sea demasiado pedir, pero algo, un poco, de alguna forma).

¿Cómo se escribe un artículo? Mi manera, hay otras, es relativamente sencilla: enfocas un objeto cualquiera X (por “objeto” entiendo no sólo una cosa, como una gallina o un trompo, sino puede ser un personaje, un pasaje de un libro, una idea abstracta, una situación) y tratas de hacerlo resonar en diferentes registros u órdenes. Esto es, lo miras de un lado, de otro, lo asocias con esto o con lo otro, etcétera. El propósito es cargarlo de significados. Mientras mayor sea el número de significados, mejor será el artículo. Un humano sabe decir algo de cualquier objeto, encontrar puntos de vista para hablar sobre él. La prueba es que todo humano puede conversar, no hay nada más humano que la capacidad de conversar libremente, discurriendo a donde la conversación te lleve. Un artículo, como ya dije, no es otra cosa que una conversación. Ergo, cualquier persona podría, en principio, escribir artículos. Y por eso los lee, y, a veces, los disfruta.

Así, pues, no me despido y ya te avisé lo que te quería avisar para que no te extrañes. De mi parte, gracias por tu atención y ten salud.