jueves Ť 29 Ť marzo Ť2001
Soledad Loaeza
Nueva democracia, viejo presidencialismo
Cuando el conflicto entre el presidente Cárdenas y el general Calles se resolvió con la expulsión de este último del país en 1937, esta solución fue mucho más que una victoria personal de Lázaro Cárdenas. Lo que estuvo en juego en el enfrentamiento entre el entonces jefe del Ejecutivo y el "jefe máximo", no fue la lealtad de un antiguo recluta hacia su líder ni la amistad entre dos correligionarios, por la simple y sencilla razón de que uno era el presidente de la República, y el otro el jefe de la clase política que se había integrado al partido en el poder, el PNR. El exilio de Calles selló la subordinación de ese partido a la autoridad del Estado. Muy otra hubiera sido la historia del siglo XX mexicano si el Estado hubiera quedado sujeto a la autoridad de un partido, como ocurrió en los países socialistas.
Así también ahora, el conflicto que se ha desarrollado entre el presidente Fox y los líderes de las bancadas panistas en el Congreso en las últimas semanas, a propósito de la asistencia del EZLN a la tribuna del Congreso, va mucho más allá de un pleito entre personalidades fuertes, porque el enfrentamiento tiene implicaciones institucionales que están cargadas de consecuencias para el desarrollo de un nuevo sistema político en México. Vicente Fox, por su lado, y Diego Fernández de Cevallos y Felipe Calderón, por el suyo, han sido los mediums de un conflicto entre instituciones. Uno se hizo portavoz de la inercia presidencialista que se mantiene viva en la política nacional, aun cuando el PRI haya perdido las elecciones, y los otros se aferraron a la defensa del sistema de pesos y contrapesos que establece la Constitución y que fue la promesa del fin del priísmo.
Los medios han querido reducir el conflicto al enfrentamiento personal; sin embargo, si se mira desde la perspectiva de las instituciones podemos explicarnos mejor que el presidente Fox haya contado en esta ocasión con el apoyo del PRI y del PRD, y que haya encontrado en el PAN la resistencia más determinada en relación con la presencia del EZLN en la Cámara de Diputados. La izquierda en México siempre ha sido presidencialista y, en su caso, caudillista, porque siempre ha sido, y sigue siendo, voluntarista, entercada en creer que para transformar un país, basta con la voluntad del poder, ya sea del Estado o del "hombre necesario". En la izquierda mexicana late todavía el corazoncito antiparlamentarista del revolucionario que suspira por la política del todo o nada.
La derecha, en cambio, aprendió a lo largo de muchas décadas de marginación política y de condición minoritaria, que la única defensa posible frente a los excesos del poder es la ley, y los límites que le imponen las instituciones formales. Uno de los elementos constitutivos de la identidad panista es su encarnizada defensa del Poder Legislativo, como lo es el antipresidencialismo; es probable que ambas actitudes sean el resultado natural de una larga historia en la que la Presidencia de la República les estuvo vedada. Sin embargo, también hay que reconocer que los panistas fueron muchas veces --como muchos otros mexicanos-- ellos mismos víctimas directas de presidentes muy presidencialistas. El servilismo de los Congresos dominados por la hegemonía priísta era una fuente inagotable de críticas por parte de Acción Nacional. Los panistas vivieron el cardenismo como una violación sistemática de las libertades políticas individuales --el voto, la propiedad privada o el derecho de asociación--; desde la Secretaría de Gobernación entre 1964 y 1970, Luis Echeverría echó por tierra las esperanzas que pusieron en la reforma electoral de 1963 y a unos meses de expirar su mandato decretó expropiaciones de tierras, con una decisión que pasó por alto reglas, normas e instituciones, como lo hizo José López Portillo en septiembre de 1982, cuando anunció la expropiación de la banca. Este acto presidencialista por antonomasia fue el catalizador del crecimiento de la influencia de Acción Nacional en el país, y del nacimiento del neopanismo, la cuna política de Vicente Fox. Con todos estos antecedentes no se le puede exigir al PAN que sea presidencialista, porque iría en contra de su historia y de su misma naturaleza.
Tampoco se le puede reprochar a Acción Nacional que no sea el PRI ni el PRD, menos todavía cuando siendo como es, ganó las elecciones, mientras que los otros dos partidos las perdieron. Todo lo anterior no exime a la dirigencia panista de la incapacidad que ha mostrado para ajustarse a su nueva condición de partido en el poder; ni de la relativa pasividad con que ha asumido su nuevo papel. Apenas ahora, en la crisis provocada por las exigencias de los zapatistas, parece percatarse de que un nuevo sistema político está todavía en construcción y que su orientación depende también en buena medida de lo que los legisladores hagan dentro y fuera del Congreso, por ejemplo, explicando a sus electores el porqué de sus decisiones. Así podría contribuir a que nos sacudiéramos la inercia presidencialista que es, hoy por hoy, uno de los principales obstáculos al cambio.