LUNES Ť 26 Ť MARZO Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Cabuches para Nadina

Lo quemante eran los cactus, más que el sol, no me pregunten por qué. La mañana había avanzado bastante aprisa, como suele, y pronto caerían las horas de plomo de la tarde, cuando la gente razonable se resguarda en siesta. Señalando el reloj en su muñeca, Recado, que es como les dicen a los Ricardos en El Salitre, me reclamó:

-Mira la hora que es. Con razón tengo sed, güey.

-Pues bebe.

Para aliviar su impaciencia, Recado quería cargarme la culpa de la tardanza. No era culpa mía, ni suya, de nadie en especial, pero él necesitaba chivo expiatorio que acusar. O chiva:

-Tu dichosa Nadina, esa te entretuvo. No te le supiste zafar temprano de las piernas. Qué le ves, habiendo turistas tan lindas, gringuitas alivianadas, y desechables porque al rato se van, tú llegas y te atoras con una del pueblo.

En el fondo, como buen pueblerino, era celoso de las mujeres locales, como si sus hermanas fueran. Debo decir que en aquellos años yo venía de un truene espectacular, de esos con patrullas y vecinos entrometidos, que casi acaba conmigo. Cuando me lancé a El Salitre huía de un pasado, y no buscaba algo en especial, aparte de olvidar.

Recado y yo nos habíamos conocido de chavos en un 'jale' en Tijuana, y quedamos cuates. Para cuando, por salud mental, tuve que volar de mi existencia en la capital, Recado había regresado a su tierra natal y llevaba negocios familiares vagamente definidos. El Salitre era un 'destino' turístico, medio refugio de jipis, medio lugar de veraneo para gerontes jubilados. Lo más fácil es gringuear con la población flotante, insistía Recado sin convencerme. Después de que una mujer del D. F. me desmanteló el corazón, lo que yo buscaba era paz.

Y Nadina, joven, bien abusada y juguetona, sin muchas complicaciones, me quería bonito, y eso me aliviaba. Qué chamaca. Claro, Recado no le hallaba el chiste, y pasaba de mujeres con familia. Lo cual, en un pueblo como El Salitre, resulta comprensible.

Entonces yo no estaba para tales consideraciones. Y Nadina me devolvía la dulzura perdida, de una manera que Recado no lograba captar.

Los órganos, tiesos como cadetes, parecían correr en sentido contrario, y las biznagas se nos atravesaban, espinosas y florecidas. Yo hasta me puse a colectar cabuches, flores comestibles del desierto, para llevarle a Nadina, que los preparaba en almendras, bien sabroso.

Hay que saberles llegar a las condenadas biznagas. Recado y sus prisas lo distraían. Yo en cambio, sí, la nostalgia de Nadina. El se venía espinando horrible, y eso que los cabuches los cortaba sólo yo.

-Fíjate mejor -le dije cuando el muy tarado pateó de lleno un cacto y se soltó a las mentadas.

Me miró con expresión de matar, no estaba para sermones, pero me dejó fuera de sus improperios. Tuvo que sacarse un zapato para limpiarse la hemorragia, y eso lo enfrió.

-Hay que irnos leve -le había venido diciendo, pero hasta entonces me escuchó.

-Tienes razón, vamos a llegar más tarde por correr.

-Colgados, como sea, vamos -agregué.

-Deja tú lo colgados. Mira qué facha traemos.

Yo no tenía problema con mi facha, pero por lo visto él sí con la suya.

Traíamos un encargo importante. Había que avisarle a Bolaños que lo mandaban llamar de la Rama Mayor. En ese entonces todos en el desierto andaban metidos en la Rama. Nadina y yo eramos de los pocos que no, pero les ayudábamos en lo que necesitaran. Y el viejo Bolaños era algo así como el jefe de la Rama local.

Los cactus nos hacían sudar estando inmóviles. Reanudamos la carrera, despues de darle un pegue al mezcalito para el aguante. Yo pensaba sólo en Nadina, en el gusto que los cabuches le iban a dar.

Dejé el acelere a Recado, interesado en hacer méritos con la Rama, y me sumergí en el enjuegue primaveral que implicaba ir de El Salitre a casa de Bolaños, no lejos del tinacal de pulque. Los cactus calientes de allá hasta la ciencia se los ha intentado explicar. Yo tenía quien me esperara; la Rama, el fenómeno de los cactus, las ansias de Recado, todo me daba igual.

Sí, me gustaba quedarme enredado entre Nadina y las sábanas. Y qué. En aquella época de mi curación ella, con ser Nadina, era todo, mucho más de lo que podía esperar o merecer un prófugo como yo.