LUNES Ť 26 Ť MARZO Ť 2001
Ť Resistir el infierno de la tortura consiste en no perderse a sí mismo, dice Ana Careaga
La dictadura, una historia que, sin justicia y verdad, no tendrá final
Ť Tres generaciones perseguidas en una Sudamérica cubierta de sangre por un genocidio
Ť El capitán Alfredo Astiz delató a familiares de desaparecidos al infiltrarse entre ellos
STELLA CALLONI CORRESPONSAL
Buenos Aires, 25 de marzo. El 8 de diciembre de 1977 el capitán de marina Alfredo Astiz delata a madres y familiares de desaparecidos, tras infiltrarse en sus reuniones haciéndose pasar como familiar de una víctima. Entre las desaparecidas estaba Esther Ballestrino de Careaga, refugiada en Argentina junto con su esposo, Raymundo Careaga, ambos paraguayos perseguidos por la dictadura de Alfredo Stroessner.
Esther se unió a las Madres Fundadoras de Plaza de Mayo a partir del secuestro de su hija Ana, quien tenía 16 años y estaba embarazada de tres meses cuando se la llevaron un 3 de junio de 1977.
A pesar de su corta edad -en las fotografías de entonces se ve como una niña- Ana militaba junto a su ex esposo. Ahora, 24 años después, esta sicóloga, a cargo de la secretaría de Derechos Humanos de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires, tiene el mismo rostro adolescente.
"Fue tan repentino lo que sucedió aquel día (de su secuestro), que pensé que esos hombres que se atravesaron delante de mí (en una calle de un barrio residencial) estaban intentando entrar a un negocio que había allí. No tuve tiempo de reaccionar. Me llevaron a empujones y golpes entre varios y me introdujeron en un automóvil".
Ana fue llevada a uno de los más temibles centros clandestinos de detención: El Atlético, un lugar de talleres automotrices de la policía ubicado en el porteño barrio San Telmo. Al llegar allí, con los ojos vendados, para Ana comenzó el infierno de la tortura, los golpes, los choques electricos. "Nunca pude entender por qué no gritaba. Creo que mi garganta se había cerrado y esto les hacía pensar quizá que yo era dura, o que resistía y no decía tantas cosas que me preguntaban que yo en realidad no sabía", dice.
Desde aquel 3 de junio, Ana fue torturada casi a diario. "Si el primer día de la tortura no grité, después cada vez que me llevaban sí iba llorando, porque aquello era saber que el infierno se iba a repetir y volver con la sensación de que sólo la muerte podía salvarlo a uno de ese suplicio". Como un día se agravó su estado, la llevaron a la enfermería y descubrieron que estaba embarazada. "Yo creí que no debía decirlo porque así protegía a mi bebé, ya que eran tan salvajes que podían hacerme abortar premeditadamente", explica.
No cejaron de torturarla e incluso la amenazaban cada día con arrancarle al niño, pero su caso había tomado una enorme repercusión en el exterior, gracias a la lucha de sus padres y sus relaciones internacionales surgidas de los movimientos en defensa del pueblo paraguayo. Así lograron que gobiernos europeos intercedieran ante Argentina.
"Yo ahí adentro no sabía nada sobre lo que ellos estaban haciendo, ni sobre lo que les había sucedido. Movieron cielo y tierra. Quiero referir especialmente la vida cotidiana en esos lugares que era como transitar a diario por la muerte. Después de aquellos días sin mirar, sin hablar, sin poder expresar nada, siento que aún no puedo decirlo todo. Desde que salí en septiembre de 1977 sentí que cada vez se me queda algo. Quiero explicar lo que significaba la despersonalización absoluta, la degradación constante en aquel infierno. Yo era la K-04 y todos tenían su número. Ya estábamos desaparecidos. Recuerdo a una chica joven también que estaba llorando en su celda y cuando lloraba venía un represor y directamente le anunciaba 'te voy a torturar porque estás llorando', y se la llevaban, así una y otra vez hasta que dejó de llorar, de sentir, estaba ausente y ellos perversamente pasaban y le decían 'Ƒverdad que no vas a llorar más, que ya aprendiste?
"Una vez por mes, como un rito, sucedían movimientos extraños, los prisioneros que durante el día permanecían fueran de sus celdas eran encerrados, todo cambiaba y sabíamos que se trataba de los 'traslados', es decir, el viaje hacia la muerte. Para muchos rondaba la idea, no expresada, de que al fin era el final, sea el que fuera, porque la muerte era el fin de la tortura, del infierno".
"La resistencia consistía en tratar de no perderse a sí mismo. Pasaba algo invisible, la resistencia era eso. Pienso que cuando se juzga a mucha gente que estuvo allí, que fue doblada (se prestó a colaborar) no puede juzgarse así como así. En todo caso lo más terrible que les pasó fue que se perdieron a sí mismos. Quiero contar todo esto porque hablamos de la tortura muchas veces, pero no de estos elementos de lo que pasa un ser humano en circunstancias semejantes. Todos los terrores posibles, el hambre también. Yo cumplí los 17 años estando allí y un día que hablamos con una sicóloga, también secuestrada, ella me preguntó qué haría si saliera en ese momento y le dije : 'me acostaría en una cama y le pediría un té a mi mamá'.
"Pienso que estar embarazada fue para mí una salvación. Sentía que no estaba sola y que tenía que resistir y no perderme a mí misma porque estaba mi hija o hijo. Por momentos pensaba que podía haber muerto, pero un día se movió y ese día fue tan increíble para mí, tan inmenso. Tenía por qué pelear, aún ahí adentro, en ese infierno. Entonces comencé a hacer poesías para mi bebé, mentalmente, y las decía bajito, en secreto, y recuerdo una en que le decía: 'Mi sangre fue tu vida, tu vida fue mi fuerza'".
Un día, vinieron a buscar a Ana. Pensó que era el final y su dolor era el bebé que se movía en su vientre. Vendada, golpeada, fue subida a un automóvil. Cuando la hicieron bajar, se encontró frente a la casa de sus padres. Pero ellos no estaban. Golpeó desesperada la puerta pensando que si no entraba iban a volver a llevarla. Alguien abrió, y sí, funcionó la solidaridad. Finalmente se encontró con los padres. La llevaron a Brasil, donde Ana denunció lo que sucedía. Se decidió entonces trasladarla a Suecia para preservar su vida.
Ahí la esperaba la felicidad del nacimiento de su hija, y "el otro golpe del horror". El 11 de diciembre nació Anita, pero entonces ya se sabía -y no se lo habían dicho aún- que su madre había sido secuestrada a la salida de la iglesia de Santa Cruz, con otras madres y familiares, en el grupo que entregó Astiz. Esther de Careaga, pese a que había logrado poner a salvo a su hija, había decidido permanecer junto con las otras madres para ayudarlas en su búsqueda.
"Viajé, denuncié, llegué hasta Washington... Fui adonde se podía golpear una puerta. En ese grupo (de secuestradas) estaban también las dos monjas francesas (que asistían a las madres) y la querida Azucena Villaflor, fundadora de las Madres".
"La nuestra -dice Ana- fue parte de la tragedia de nuestros pueblos. Fuimos tres generaciones; mis padres luchando en Paraguay, perseguidos, yo con mi hija, que es parte de la historia de todos ya que aun ahí debió sufrir los horrores. Es una historia en un país cuyas costas están bañadas en sangre, en un continente donde ha sucedido un genocidio. Como el mar, es una historia que siempre vuelve y debe volver y no hay punto final, ni final sin justicia y verdad. Día por día buscando las huellas de mi madre busco las huellas de todos".