jueves Ť 22 Ť marzo Ť 2001

Octavio Rodríguez Araujo

Flexibilidad e inteligencia

Aceptemos que no es obligación del Congreso de la Unión invitar a la tribuna de su pleno a los zapatistas, y menos por presiones. La soberanía de las Cámaras que lo forman les permite decidir, reglamentos internos aparte, a quién invitan y a quién no. Pero éste no es el punto importante.

La cuestión está en la pertinencia histórica de escuchar el punto de vista del EZLN sobre un asunto que interesa no sólo a 10 millones de indígenas, sino también a quienes pensamos que los indios deben tener los mismos derechos de los demás mexicanos y al mismo tiempo respetarles su cultura y formas de vida, sin discriminaciones, que nunca debieron existir. Si se va a legislar sobre derechos y cultura indígenas, lo propio, lo conducente, es que se escuchen los argumentos de quienes defienden la que se conoce como iniciativa de la Cocopa; en este caso el EZLN y el Consejo Nacional Indígena, por un lado, y el Presidente de la República por el otro (o un representante de su gobierno), si hemos de creerle a Fox que de verdad defiende dicha iniciativa y porque fue quien la envió al Senado.

En diferentes representaciones parlamentarias del mundo y de México se le ha dado la palabra a quienes se juzga que tienen que ver con el tema que se está tratando. En el mismo Consejo Universitario de la UNAM, para poner un ejemplo que conozco bien, un consejero puede solicitar que hable un miembro de la comunidad universitaria, y ni en tiempos de Barnés durante el delicado conflicto estudiantil se negó este derecho, aunque a veces se quiso regatear, como bien nos consta. Sería, por lo tanto, un desatino de los diputados y de los senadores negar ese derecho a quienes han recibido, públicamente, representación explícita de varios pueblos indios del país, incluso con la entrega de bastones de mando que en la cultura indígena significan más que confianza hacia el destinatario.

Por otro lado, el tema que está a debate, los derechos y la cultura indígenas, es un asunto de responsabilidad histórica no sólo para los legisladores actuales, sino para el país en su conjunto. Es un tema que el gobierno de Zedillo no quiso entender y se pasó todo su sexenio regateándolo, cuando no tratando de ocultarlo bajo un tapete tejido con hostigamientos, asesinatos, intentos de humillación y compra de conciencias, cercos militares, etcétera. Si los diputados y los senadores toman conciencia de que el presidencialismo autoritario, que dominaba por igual a los poderes Legislativo y Judicial, ya se terminó, que se abrió la puerta a un avance democrático que todos deseamos que no se interrumpa, y que los tiempos exigen, aquí y en todo el mundo, la expresión y la discusión de las ideas y de los proyectos que nos atañen, bien podrían allanar el camino para que quienes tienen autoridad para defender una propuesta, en este caso la iniciativa de la Cocopa, lo hagan ante el pleno de la máxima representación supuestamente popular del país.

Dejar hablar a un zapatista y a un representante del Poder Ejecutivo de la nación, según propuesta de un diputado del PRD, no es sinónimo de aprobación. Es la posibilidad de escuchar fundamentos y razones. No más. Oír no implica compromiso. Ningún diputado ni senador compromete su conciencia y su voto, llegado el caso, porque escuchó a un representante de los indios de México. Pero nadie podrá decir que éstos no fueron oídos. Y lo que se está pidiendo es precisamente que sean escuchados, que se ponderen sus argumentos, que las instituciones, en este caso el Congreso de la Unión, dejen de obligar, por sordera, a las acciones sociales al margen de ellas.

Todos los movimientos sociales en México y en otros países se han debido precisamente a la lentitud o a la incapacidad de las instituciones públicas para atender y resolver, en su caso, las demandas populares, incluso los derechos que frecuentemente son inhibidos, aunque formalmente se hayan reconocido.

No puedo dejar de recordar el conflicto que el rector de la UNAM provocó al excluir a varios consejeros de la reunión del Consejo Universitario del 15 de marzo de 1999. Quiso hacer trampa con una reunión de afines y aprobar en fast track un reglamento impopular, y se armó un conflicto que paralizó la máxima casa de estudios por diez meses, innecesariamente. Con esa acción el rector de la UNAM puso en serio peligro el prestigio del Consejo Universitario, que en la escala de la universidad es equivalente al Congreso de la Unión. Si los diputados y senadores desprestigian su propia institución, Ƒpodrán exigir después que las muy diversas fuerzas sociales confíen en las instituciones en lugar de buscar vías propias, no siempre pacíficas? Es la hora de la democracia, y ésta, para el caso en cuestión, significa flexibilidad y, desde luego, inteligencia.