LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Tren de vida
HACE POCO MAS de dos años se exhibió la cinta Tren de vida (Train de vie, 1998), del rumano Radu Mihaileanu, durante el III Festival de Cine Francés en Acapulco. Su inclusión tardía en esta Muestra permite al fin valorar la originalidad de su propuesta humorística, aunque una exhibición oportuna habría suscitado en su momento una interesante comparación con La vida es bella, de Roberto Begnini, filmada un año antes. Las dos películas abordan, en tono de comedia, el tema de la deportación judía y el holocausto, la "solución final" que cobró la vida de más de seis millones de personas. Ambas cintas se filmaron en un clima social europeo donde la intolerancia racial ganaba terreno, y donde un líder derechista francés, Jean Marie Le Pen, podía sostener desdeñosamente que el Holocausto era sólo un "detalle" de la Historia. Más allá de sus limitaciones expresivas, la importancia de estas cintas consistió en dar mayor visibilidad y resonancia a un tema que la derecha insiste en trivializar.
RADU MIHAILEANU (La traición, 1993), conserva vivencias personales del totalitarismo. Sus padres conocieron la deportación y él huyó a los 22 años de la dictadura de Ceaucescu para buscar asilo en Francia. En El tren de la vida propone una historia descabellada: en 1941, en un pequeño poblado de Europa del Este, la población judía se entera de la inminente llegada de los nazis y planea huir a Rusia, para alcanzar después la Tierra Prometida, a bordo de un tren destartalado. Ante la amenaza de ser deportados, eligen tomar la delantera y autodeportarse, disfrazar a algunos compañeros suyos de oficiales nazis, y burlar así la vigilancia alemana.
LA CINTA ELIGE un tono permanentemente festivo, como si se tratara de una escenificación en Broadway de alguna comedia musical tipo El violinista en el tejado. Los preparativos de la salida son un compendio de folclor yiddish, con personajes emblemáticos, Schlomo, el idiota del pueblo, organizador de la huída (finalmente el más cuerdo de todos), el rabino atribulado, y un judío germanófilo, Mordechai (Rufus, estupendo cómico francés). La galería de personajes es digna de un relato de Bashevis Singer. La música de Goran Brejovic (Underground, La reina Margot) confiere un brío todavía mayor a la escenificación fársica. Hay momentos de comedia bastante forzados (el encuentro de un grupo de gitanos con similares estrategias de supervivencia), pero pronto los supera el tino humorístico con que se oficia una ceremonia religiosa en campo abierto, con uniformados nazis elevando plegarias en yiddish a lado de los judíos. Mihaileanu no resiste la tentación de enderezar también su sátira hacia el campo soviético, con personajes que improvisan células del partido comunista en el convoy de los deportados, que practican la exclusión de sus miembros por motivos ideológicos, y que huyen de la dictadura nazi para precipitarse gozosos en la dictadura del proletariado. La ironía es permanente. No tan fina como en Ser o no ser, de Lubitsch, aunque sí muy lejos de la tontería irredimible de La niña de tus ojos, de Fernando Trueba. Una buena sorpresa.