ű lunes Ť 19 Ť marzo Ť 2001
Elba Esther Gordillo
Los talibanes
Si algo ha sido constante en la historia del hombre y de la muchas civilizaciones que ha construido, y también destruido, es su incapacidad para entender al otro y que se convierte en la intolerancia con la que encubre su razón esencial: el miedo.
Porque toda intolerancia se engendra en la inseguridad, en la incapacidad para confrontar, en la negación a aceptar que las cosas no son como uno cree. Con reconocidas excepciones, la intolerancia está asociada a la ignorancia; en la medida que la mente esté abierta, que las ideas del mundo sean parte de la manera de procesar los fenómenos, las muestras de intolerancia serán menores o definitivamente inexistentes.
La intolerancia más extendida es la vinculada a dos situaciones que se pueden definir como básicas en la conformación de la pertenencia social del individuo; las de carácter racial y las religiosas. El defender la raza o la cosmovisión propuesta por alguna religión, han convertido la intolerancia en "razón buena", y en el mejor de los pretextos para desplegar toda una gama de actitudes que sólo así encuentran explicación.
En los últimos días, hemos sido testigos de cómo un grupo en extremo violento, que desde 1996 se hizo con el poder en Afganistán, ha desplegado acciones que carecen de sentido, a no ser que se remita a ese miedo existencial en donde se origina la intolerancia extrema. Los Budas más antiguos del mundo, y que por más de mil años identificaron a Bamiyán como el centenario cruce de caminos no sólo de razas sino de religiones, y que había logrado convertirse en un espacio en el que era posible que las diferencias convivieran, fueron destruidos.
La inexplicable destrucción motivó a mirar el fenómeno en toda su extensión y que tiene su primera explicación en el desarrollo de una suerte de civilización que, por su situación geopolítica, ha estado impactada por la influencia de muchas culturas, que no han encontrado una manera de síntesis. La influencia del budismo no ha logrado, como ha sucedido en otros lugares del mundo, incluso con niveles de desarrollo económico superiores, ser aceptado por el fundamentalismo islámico. La primera razón que se antoja aplicable es que los niveles de educación son muy limitados y porque el desarrollo social no ha logrado hacer de la equidad una alternativa pertinente frente a esos radicalismos.
Esta situación, llamémosla estructural, se vio potenciada por la invasión soviética de 1979, ya que los grupos más radicales eran los únicos que tenían el discurso apropiado: la necesaria destrucción de todo, como condición de supervivencia. El enemigo, radical e igualmente intolerante, hizo viable una oferta de futuro asociada al fatalismo. La segunda razón es que la existencia de un enemigo común, real o fingido, produce una cohesión social que difícilmente se logra desde una fuente de motivación positiva.
Pero la intolerancia talibán no se reduce a lo religioso o lo político. El papel que le han asignado a la mujer, haberla despojado de todo derecho y significado, es una muestra de lo que es capaz de lograr la perversa mancuerna integrada por la intolerancia y la claudicación social; sin ésta, aquélla no podría triunfar, y esa claudicación comienza por trivializar los hechos políticos, mirar las cosas desde una óptica carente de seriedad y de perspectiva, y en ello radica la tercera razón. El suponer que lo que sucede en otro contexto es inaplicable al propio, impide que podamos aprovechar las lecciones de la historia. Hay muchos talibanes a lo largo del tiempo y de la geografía; casi siempre se presentan con razones impecables. El reto está en evitar caer en la circunstancia de que sus razones terminen por imponerse.