ű lunes Ť 19 Ť marzo Ť 2001
León Bendesky
Un plan Tijuana-Tapachula
No hay duda que la decisión del gobierno de Fox de promover el Plan Puebla-Panamá (PP) involucra una visión particular de lo que es México como una nación, del aprovechamiento y conservación de sus recursos humanos y naturales, del papel que desempeñan las comunidades, especialmente los pueblos indígenas, y del modo en que esa región del país debe integrarse al funcionamiento de los mercados e, incluso, fija una postura con respecto a la política exterior. No es, por lo tanto, un asunto menor que deba dejarse en el ámbito de la gestión del conjunto de los programas económicos que intenta impulsar esta administración.
La iniciativa contenida en el PP abre de par en par una puerta que había permanecido cerrada con la manera de hacer política económica (que finalmente es hacer política) durante el último cuarto de siglo; me refiero explícitamente al asunto de la administración del territorio.
Los desplazamientos de la población y de la localización y la dinámica de la actividad económica hacia el norte de México es un fenómeno que puede apreciarse desde la década de 1980. Entonces se inicia un periodo de cambios relevantes en el funcionamiento de la economía que incluyen: I) la tendencia a un menor crecimiento de largo plazo del producto y con crisis recurrentes; II) los fallidos intentos de estabilización que contrastan con el hecho que desde 1980 hasta ahora la inflación acumulada sea del orden de 90 mil por ciento y que el valor del peso frente al dólar haya pasado de un rango de 27 hasta el actual de 9 mil 500 (no se olvide que se han quitado tres ceros al valor nominal de la moneda); III) la rápida apertura de las corrientes comerciales y de inversiones que llevó al TLC de América del Norte; IV) la gran concentración sectorial de la producción asociada con las inversiones extranjeras y el comercio que se realiza primordialmente entre las mismas empresas; y V) la creciente concentración territorial de dicha producción, que ha ido expresando las formas que adquiere el proceso de globalización de modo más claro en una dimensión local, y que involucra apenas unos pocos municipios de los más de 2 mil 500 que tiene el país y preferentemente en los estados de la frontera norte.
Tan sólo como un indicador agregado del peso económico que tienen los seis estados fronterizos del norte con respecto a los siete que comprende el proyecto PP, puede citarse que entre 1993 y 1999 los primeros representaron 22.4 por ciento del producto nacional y los segundos 13.6 por ciento, y que esa situación tiende a reforzarse, pues las estimaciones actuales para el periodo 2000 a 2004 (que provienen del Sirem) señalan que dichas proporciones serán 23.9 y 12.9, respectivamente. Si se elimina el estado de Puebla, que tiene un mayor nivel de desarrollo relativo del resto las entidades del PP, las cifras para cada uno de los periodos son de 10.3 por ciento y 9.4 por ciento. Las evidencias son muy claras con respecto a las desventajas de las condiciones productivas en la región del sureste y, también, de sus repercusiones adversas en las condiciones de vida de la población.
La opción tomada por el gobierno de Fox para impulsar el desarrollo regional en la parte sur del país no es trivial y llama la atención que no se haya puesto sobre la mesa el debate de una alternativa de promover un Plan Tijuana Tapachula (TT), que podría tener mayores virtudes económicas y políticas para el conjunto del país. No puede evitarse la sensación de que la vía PP acepta de manera explícita que el país se ha dividido de manera gruesa en dos partes. Una, la del norte, que está articulada de manera más efectiva, aunque muy ineficiente en términos productivos y sociales internos con la economía de Estados Unidos; y otra, la del sur, que debido a su propio atraso y a sus características sociales y políticas se ve como una carga pesada sobre las nuevas formas que se han creado para generar ganancias. El sur es, en este sentido, disfuncional para el proyecto económico que se promueve desde principios de la década de 1980.
Las diferencias históricas y aquéllas que en las dos últimas décadas se han ido creando y reproduciendo entre ambas partes del país son reales, e involucran más que una serie de decisiones de realizar proyectos de infraestructura que creen un entorno más favorable para las inversiones privadas y el desarrollo de los negocios. El desarrollo económico no puede plantearse al margen de la existencia de la vida de las comunidades y no sólo de aquellas identificadas con la población indígena. Las evidencias al respecto se reproducen en todas partes del mundo. Una opción como la TT podría, primero, tener un poder de convocatoria política más útil para reconstruir el espacio territorial del país. Sería, en segundo término, un elemento constructivo para redefinir un nuevo acuerdo nacional para favorecer un aspecto de la política económica que requiere, sin duda, de mayor atención y es la necesidad de integrar la economía, el uso de los recursos y los mercados en lo que hoy, todavía, se puede definir como México.
La integración nacional en el espacio comprendido entre Tijuana y Tapachula como eje de un nuevo ejercicio de la política podría ser una manifestación concreta y muy rentable del cambio de gobierno decidido en las urnas en julio pasado. Dicha integración no se riñe con las formas de la internacionalización económica que hoy existen y es, al contrario, una manera de fortalecer las capacidades de una participación menos desigual en ese proceso y, por cierto, con beneficios más generales.
La opción PP sobre un proyecto TT corresponde al "clima mental" que hoy predomina en el país y del cual el gobierno de Fox es un exponente muy claro. Es un clima en el sentido literal de favorecer preferentemente una visión de la sociedad y de sus posibilidades de desarrollo que se impone sobre los demás y que, a la vez, previene el crecimiento y, sobre todo, la posibilidad de manifestar de modo efectivo otras formas de concebir el país. En eso no hay diferencia con los gobiernos anteriores.