domingo Ť 18 Ť marzo Ť 2001
Rolando Cordera Campos
Estado empresario no, ƑRepública empresarial sí?
"mí no me gusta el Estado empresario" declaró don Juan Sánchez Navarro al reportero David Zúñiga (La Jornada, 05/03/01). Los políticos a la política y los empresarios a su empresa, "pero con buenas relaciones", consignó el conocido ideólogo y abogado empresarial, dando por terminado el viejo contubernio burocrático-empresarial que tantos frutos dio a quienes vivieron en su seno a lo largo de más de cinco décadas en el siglo pasado.
Las declaraciones de don Juan, sin embargo, advierten sobre un tema crucial de la economía, pero no lo resuelven. Más que de gustos, habría que referirnos a dificultades, así como a unas etapas en la evolución de nuestra economía política. Para el pensador patronal, parece que esta historia no tiene mayor significado.
Las intervenciones del Estado en la economía mexicana más que responder a un plan preconcebido de políticos en busca de empresas, han sido el fruto de circunstancias específicas, así como de decisiones tomadas al calor de aquellas. Así fue en la industria eléctrica, en la del azúcar o los fertilizantes y, desde luego, en la del petróleo, cuya nacionalización definió por un largo trecho las relaciones con la inversión extranjera y el rumbo que habría de tomar, también por muchos años, el vínculo entre la Presidencia y los empresarios nacionales.
Fue a lo largo de estas décadas, y en especial en las que tuvo lugar el llamado "desarrollo estabilizador", que surgió una combinación más o menos sostenida entre el gobierno y la empresa privada. Más que de un Estado "expropiador", se trató de uno compensador e impulsor de la empresa y el lucro, hasta llegar a configurar lo que Roger Hansen llamó una "alianza para los beneficios". Por mucho tiempo, además, esta alianza incluyó en su seno generoso al grueso de los mexicanos y extranjeros dedicados a la obtención de ganancias. No se expulsó a nadie y se hizo todo lo que posible para salvar de la quiebra a los empresarios malogrados.
La historia cambió, porque entre otras cosas la dichosa alianza no podía mantenerse por más tiempo, salvo a costa de enormes peligros. En los años finales del siglo XX, las formas habituales de protección y promoción de la empresa por el Estado fueron puestas a un lado y sin consulta, y muchos hombres de empresa tuvieron que cambiar de giro. Pero la relación fundadora del esquema mixto sólo empezó a mudar cuando la política tuvo que abrirse y se volvió cada día más plural y democrática. Con esta vuelta del tiempo, los empresarios en activo también giraron y hoy se encuentran ya no tanto en busca de unas nuevas relaciones con el poder sino en el poder mismo.
El Estado "empresario" dejó hace un buen tiempo de hacer empresas, y ahora busca deshacerse de las que le quedan. La moda y la penuria, primero, y después los cambios mundiales y los políticos domésticos, han hecho surgir nuevas matrices y formas de comunicación entre la política y la economía, de las cuales surgen también nuevos roles para el Estado en la sociedad, la producción y la gestión del poder público. En esas estamos y estaremos, más aún si nos adentramos en la tan pospuesta y esquiva reforma del Estado, que para algunos debe llevar a una nueva Constitución política.
Admitir los cambios internos y globales, sin embargo, no debería significar la renuncia a la experiencia, ni la negación dogmática de una realidad compleja y hostil. El Estado empresario puede haber dado de sí, pero sus frutos son innegables a pesar de sus muchos defectos y perversidades públicas, que básicamente hincharon las ganancias privadas.
Por otro lado, todavía queda mucho por ver, antes de decretar la inutilidad de empresas públicas en todo el vasto y en mucho desconocido universo productivo que se abre con la globalización y el cambio tecnológico. Es más que probable que en el futuro veamos surgir combinaciones público-privadas en los campos de la innovación y el cuidado de los recursos naturales, en la energía, la infraestructura, la salud o la educación, y más vale no cerrarnos más puertas por adelantado.
Lo que sí se ha vuelto urgente es contar con normas que den cuenta de los cambios ocurridos en el poder, y que den cauce a nuevos modos legítimos de entender y hacer la cosa pública. El Estado "empresario" puede incomodar al pensamiento patronal, a pesar de que fueron los patrones los principales beneficiarios de esa actividad estatal, pero lo que debería proecuparnos a todos, empresarios y no, es la emergencia del "Estado empresarial", controlado y usufructuado por los hombres del dinero, tan indispuesto a la consulta y la participación como lo fue el autoritario que la Revolución nos legó.
Una República de y para los empresarios sería, sin más, la negación del compromiso de democracia, ley y bienestar que hoy congrega a los más variados intereses. Habría, para empezar, que preguntar a los hombres de la empresa si una República adjetivada con su giro les conviene. Podríamos apostar a que la mayoría diría que no, porque sus beneficios estarían en peligro.