Juan Arturo Brennan

El maleficio de los jacintos

Una fuerza artística multinacional encabezada por creadores de Cuba, Nigeria y Estados Unidos se encargó hace unos días de dar inicio en Bellas Artes a las actividades del decimoséptimo Festival del Centro Histórico de la Ciudad de México con la puesta en escena de la ópera El maleficio de los jacintos. La música de Tania León, el texto de Wole Soyinka y la puesta en escena de Robert Wilson (cada uno de ellos portador de impecables credenciales en su respectivo oficio) confluyen en una obra de teatro musical que puede ser aprehendida mediante lecturas diversas, y en la que a pesar de que numerosos resortes estéticos e ideológicos funcionan en los momentos adecuados, dejó una impresión general de cierta frialdad y distancia.

El libreto de Soyinka, lleno de símbolos, alegorías y metáforas, puede interpretarse en una de sus lecturas más evidentes como un (muy justificado) alegato contra el totalitarismo de cualquier signo. A lo largo de la narración, el poeta y dramaturgo nigeriano enfrenta a Miguel Domingo, su protagonista, a numerosas (y a veces yuxtapuestas) barreras: el mar, la infestación de jacintos, las rejas de una prisión, las tradiciones y costumbres de su tierra, las prohibiciones políticas e ideológicas, los atavismos familiares. Es precisamente en la visión de Miguel Domingo como prisionero múltiple que el texto de Soyinka adquiere su mayor poder y sus mejores cualidades universales. En un plano más particular, sin embargo, algunos de los elementos empleados por el autor para enfatizar los encierros de su trágico héroe parecen provenir directamente del mundo ideológico de George Orwell; la Brigada Contra la Indisciplina de Soyinka y el big brother orwelliano son dos caras de la misma opresión. Cuando el espectador comprende y asume este paralelismo, pronto comienzan a tomar forma otras analogías: ¿cuántos rasgos del perfil de este Miguel Domingo nos recuerdan a Steven Biko y a Ken Saro-Wiwa? Es posible que en estos referentes concretos y casi tangibles se encuentren, paradójicamente, los mejores aciertos y los puntos más débiles del libreto de El maleficio de los jacintos.

Por su parte, la compositora cubana Tania León, avecindada desde hace tiempo en Estados Unidos, ha creado una partitura compleja y ambiciosa en la que a una evidente aspiración de universalidad se unen rasgos sonoros de origen y destino bien específicos. Tanto el texto mismo como sus referentes culturales inequívocos le han permitido a Tania León la creación de una serie de elementos sonoros cuyo origen y destino son de una claridad meridiana: la negritud como cualidad general de su lienzo dramático, la africanía particular de muchos de los trazos literarios y escénicos, las invocaciones a Yemanjá, adquieren a lo largo de la obra perfiles de gran solidez, convirtiéndose en hitos y señales (no quiero ceder a la tentación de utilizar el término leitmotiv) que anclan con solidez la estructura musical general. En este sentido son especialmente relevantes las descargas del instrumental de percusión que Tania León desata periódicamente a lo largo de la partitura, y que son como la concreción palpable de algunas de las abstracciones planteadas en el ámbito teatral de esta interesante ópera.

La puesta en escena de Robert Wilson, figura indispensable en el quehacer del teatro contemporáneo (con o sin música, pero de preferencia con), es plenamente congruente con el estilo que ha depurado a lo largo de los años, y que ha marcado, por ejemplo, sus colaboraciones operísticas con Philip Glass. Geometría rigurosa, compleja distribución tridimensional de personajes, luces y elementos escénicos, teatro que parece danza, influencias actorales de culturas no-occidentales, se conjugan para una puesta en escena que por momentos confirma cabalmente una idea que flotaba esa noche por el Teatro de Bellas Artes: ''Qué grande es Wilson, pero más que director de actores es un impecable ajedrecista que mueve a sus protagonistas con una lógica quirúrgica".

Cuando todos estos elementos estuvieron al servicio de momentos teatrales de alcance universal, El maleficio... funcionó como una poderosa denuncia en contra de la intolerancia y la tiranía; la esporádica tentación de lo anecdótico, sin embargo, le restó algo de fuerza a la impresión general de la obra, a cuyo final pareció faltarle una definición más categórica de sus componentes dramáticas y musicales.