Luis Linares Zapata
La hora del Congreso
La marcha de los zapatistas ha dejado una voluminosa carga de responsabilidades ante el Congreso de la Unión: el largo y accidentado proceso que la organicidad de los pueblos indígenas ha recorrido para lograr el reconocimiento de sus derechos y libertades. La maduración de sus intenciones y necesidades como pueblos que buscan un lugar, el suyo propio, en el presente y futuro de México, no ha sido fácil, pero, al parecer, han logrado superar los obstáculos que su dispersión y diferencias suponían. Siguen manifestándose, para muchos otros menesteres, de manera aislada, débil y hasta distinta, pero han podido unificar sus pretensiones en lo sustantivo: el modo en que quieren relacionarse y formar parte del Estado nacional.
A los legisladores toca ahora levantarse a la altura que las circunstancias les han puesto delante. De lograr incorporar los reclamos de los indios, preservando al mismo tiempo los derechos del resto de la población, el país transitará por una ruta cualitativamente diversa, bastante más realista y prometedora que la hasta ahora seguida. Cobrará así plena vigencia la frase de "nunca más un México sin nosotros" que el EZLN lanzó al espacio público hace apenas unos cuantos años.
Poco a poco fue surgiendo ante el imaginario colectivo la materia básica que informaba el propósito medular del trasiego zapatista, a pesar de haber sido anunciado desde su salida de San Cristóbal. No están aquí para firmar una paz estilo Televisa. Querían llegar hasta la ciudad donde se hacen las leyes de la República para ayudar a entender su causa que es, ahora se ve con transparente perspectiva y de conjunto, la de la mayoría de los pueblos indios, si no es que de su totalidad, por insertarse, con toda la dignidad requerida, en el desarrollo de la nación.
La representación que hoy tienen los zapatistas, y en particular el subcomandante Marcos, difícilmente puede ser discutida o achicada. Ya no se circunscribe a unos cuantos municipios chiapanecos o a unos grupos de indios tzeltales o tojolabales de ciertas regiones del norte de ese estado, como por años se empeñó en establecer el oficialismo priísta de tiempos aciagos. Su influencia, atracción o representatividad cubren el territorio completo y en ellos se unifica la esperanza de muchos, de millones, por que su lucha fructifique en un sólido y aceptado cuerpo de ley básica. Una que marque, por vez primera, su derecho a la existencia como pueblos indios y aprecie sus diferencias respecto de los demás grupos e individuos que integran la nación. Esto constituye, quizá, el gran logro de la marcha por esa ruta de la marginación y la rebeldía ante la injusticia que iniciaron los comandantes del EZLN para dejar de ser eso, un ejército.
Pero en el anverso de este proceso de negociación política intentado por el EZLN también se descubre un peligro inmenso para la convivencia organizada del país de no poder, al final de cuentas, concretar una ley que responda a las aspiraciones de los pueblos indios. La disolvente señal, lanzada desde la misma capital, de una imposibilidad de hacer valer por medios pacíficos y civilizados la fuerza de sus reclamos tiene implicaciones de grave consideración. De ser ésta la respuesta, el EZLN quedaría obligado a seguir su trayectoria insurrecta, y con él una buen parte de toda esa población que lo secunda.
La cerrazón del sistema político de los años cincuenta y sesenta dio origen a los movimientos guerrilleros que, a pesar de la cruenta represión que padecieron, aún subsisten hasta estos días. El arquitecto Fernando Yáñez (Germán) es, precisamente, un sobreviviente de esa lucha soterrada que se inició hace cuarenta años y donde los grupos que se conocen hoy en día (EPR, ERPI y otros), bien pueden ser descritos como ramificaciones de las nunca derrotadas Fuerzas de Liberación Nacional (FLN).
El peor escenario imaginable es, precisamente, uno donde los pueblos indios, a pesar de su conciencia, organicidad, número, justicia de sus reclamos, palpable miseria de sus condiciones de vida, desesperanza de futuro y el respaldo de tantos otros mexicanos, como el visto e intuido en el transcurso de la marcha, no pudieran concretar sus anhelos de reconocimiento constitucional. Los diputados y senadores tienen en sus manos la decisión que conduzca a la nación en una ruta de progreso como nunca se había tenido. Tendrán, también, parte sustantiva de la culpa por no entender a cabalidad lo que ante ellos se demanda con insoslayable vehemencia y claros pronunciamientos. No se les solicita una capitulación subordinada, pero sí el cuidado de no insistir en la ya conocida ceguera, hija de la soberbia y el racismo, que imposibilite lo que ya muchos han discutido y hasta aceptado con sus firmas, aunque el olvido las haya borrado un tanto.
México necesita, vitalmente, de sus pueblos indios. Sin ellos en el tren del desarrollo, la convivencia pacífica será una ilusión de corto plazo.