LUNES Ť 12 Ť MARZO Ť 2001
Leon Bendesky
Cuentas claras
La sociedad requiere de cuentas más claras de los recursos que hay y del uso que se hace de ellos. Este gobierno tiene una responsabilidad grande de ir más allá en este terreno de lo que hicieron sus antecesores durante muchas décadas. Su legitimidad en las urnas no podrá sostenerse sin una verdadera transformación de la manera en que se conducen los asuntos relacionados con los recursos públicos. Pero Ƒno es esto precisamente lo que debe estar detrás de la tan anunciada reforma fiscal?
La propuesta de reforma, que pronto habrá de recibir el Congreso, tiene que marcar claramente que va en esa dirección de rendir cuentas claras. Y ello involucra rehacer tres áreas de la administración pública que de manera continua se han desgastado hasta llevar a una situación no sólo de vulnerabilidad fiscal, sino de hondo deterioro en las estructuras económica y social del país. La primera corresponde al presupuesto, la segunda al sector financiero, y la tercera a los impuestos.
En cuanto al presupuesto hay una expresión notoria de lo que suele llamarse la política neoliberal y es la reducción del déficit fiscal hasta un nivel del orden de menos de 1 por ciento del producto. Esto se ha sustentado principalmente en su efecto estabilizador, es decir, en que contribuye a reducir las presiones sobre la inflación. Pero se sigue haciendo la política económica con la base de un bajo déficit e incluso buscando reducirlo aún más, a pesar de que las obligaciones financieras del gobierno han crecido mucho en los últimos años. Si se toman en cuenta todos esos recursos (IPAB, pensiones, deudas estatales, etcétera) el déficit es mucho más abultado, tal vez cercano a 5 por ciento del producto, y cambian las condiciones de su financiamiento. Piénsese solamente que el valor presente de los pagos que hay que hacer durante largo tiempo no se ha hecho explícito y la deuda puede demandar más recursos de los que hoy se estima. El presupuesto público se ha ido achicando a medida que se reduce el déficit y se han contraído una serie de compromisos que provienen de la mala gestión gubernamental y equivalen en muchos casos a la socialización de las pérdidas del sector privado. Los ingresos que recibe el gobierno son muy bajos y el gasto presupuestal es reducido e insuficiente para cubrir las necesidades sociales y de infraestructura.
Durante veinte años el sistema financiero ha operado de modo ineficiente en cuanto a su función básica de intermediar los recursos para financiar la inversión. Por mucho tiempo los bancos han aprovechado los abultados márgenes que existen entre el costo de recoger dinero e invertirlo en la deuda del gobierno, o bien prestarlo a muy altas tasas de interés para fines de consumo por la vía de las tarjetas de crédito. Esta ineficiencia ha sido muy costosa en términos económicos y sociales. Las medidas aplicadas, primero con la nacionalización, luego con la privatización, y finalmente con el rescate después de las crisis de 1995, no han restaurado las funciones de la banca comercial y han llevado al debilitamiento de la banca de desarrollo. Una reforma fiscal no puede dejar de lado la reestructuración del sistema bancario, pero no sólo teniendo en cuenta su eficiencia en la asignación de los recursos, sino su capacidad de funcionar como instrumento de control de las transacciones personales y empresariales que tienen que pasar por el régimen tributario.
Por lo que hace a los impuestos hay varias cuestiones que deben plantearse de modo más abierto para su consideración en el terreno de la reforma que se va a presentar. La tentación de las autoridades en el escenario fiscal prevaleciente es incrementar la recaudación lo más rápido posible. Pero esto puede hacerse de maneras diversas pues, como es evidente, los impuestos afectan de modo distinto a los sujetos sobre quienes recae. En una sociedad todos deben pagar impuestos. Y ello debe aplicarse a los ingresos que se reciben y a las transacciones que se realizan. Hoy el sistema fiscal en México es, en este sentido, muy ineficiente por su muy baja capacidad recaudatoria y es, también, injusto por la posibilidad de quienes tienen mayores ingresos de no pagar impuestos. El enfoque recaudatorio que está promoviendo el gobierno para la reforma fiscal en el terreno de los impuestos se centra en las tasas que se van a cobrar, pero debiera plantear de modo explícito que no seguirá habiendo transacciones exentas de impuestos, como es el caso, entre otros, de las ganancias de capital. Así, la parte tributaria de la reforma no afecta sólo al IVA, sino a cuestiones como son las grandes operaciones que realizan las personas físicas y que no causan impuesto o se eluden. Tan importante como es la discusión de las tasas lo es el replanteamiento de las operaciones que causan impuesto y sus formas de fiscalización. Otra cuestión atañe a lo que ocurre con las cuentas pendientes con el fisco; la reforma no puede tener amnistías implícitas o explícitas, pues ello es otra forma de falta de justicia en el ámbito fiscal.
La reforma está ubicada hoy en la redefinición de una nueva administración de las cuentas públicas y, por lo tanto, el escenario se desplaza desde las consideraciones meramente técnicas hacia aquéllas de naturaleza política. El Congreso haría bien en asentar esas premisas técnicas sobre una sólida plataforma política para redefinir las participaciones de los distintos grupos sociales, las funciones del Estado y las formas de rendición de cuentas. Estas tienen que ser cada vez más claras, los impuestos cada vez más legítimos y la reforma fiscal debe servir de base para una renovada articulación de lo que corresponde al terreno de lo público y de lo privado.