DOMINGO Ť 11 Ť MARZO Ť 2001
Adolfo Gilly
Mustafa tenía un bar
(Carta desde Madrid)
No sé quién la envió, pero ayer recibí por e-mail una carta fechada en Madrid. Traía un relato: "Mustafa tenía un bar". Como en aquél aparecen personas (José Saramago, Joaquín Sabina, Manuel Vázquez Montalbán) que en estos días llegaron a esta ciudad de México a recibir la marcha zapatista, va para todos ellos, bienvenidos, y para los "Monos Blancos", y para Michel Chanteau que ya regresa, y también para todos nosotros los de aquí, esta historia de personas, simplemente personas, que allá demandan la universalidad de los derechos para todos, tanto como los ricos exigen la universalidad de su poder, su dinero y sus mercancías.
Mustafa tenía un bar. No tenía mucho más que eso, pero nunca se quejaba. Mustafa nunca se queja de nada y siempre está sonriente. La única vez que lo vi un poco triste fue durante unos segundos, en el sótano del escenario de la parroquia. Oscar estaba contando su historia y a mí las lágrimas se me atragantaban, la luz de la vela pintando los rostros, y Mustafa no pudo con ese pasado y se paró y se fue, murmurando un "hostias" con acento de Marruecos.
El bar de Mustafa fue destruido por los vecinos de El Ejido, un pueblo en algún lugar del sur de España donde un grupo de trabajadores que no había nacido en este país decidieron que estaban siendo explotados salvajemente y realizaron, por primera vez en la historia, una huelga de ilegales. Sinceramente no sé si consiguieron lo que querían, pero lo que sí sé es que el pueblo, estimulado por el alcalde, de pronto desbordó en xenofobia y los comentarios de las viejas en las puertas de sus casas y de los taxistas mirando de reojo y de los jóvenes repitiendo frases escuchadas a sus padres desembocaron en un ataque a todo aquello que no fuera español, a todo aquel que no mirara como español, y el bar de Mustafa estaba en el medio de la avalancha y ahí se quedó solo con menos de nada y una sonrisa que no había forma de sacar.
Oscar todo lo que quiere es trabajar. Pero no puede. No puede porque su mamá estaba en territorio ecuatoriano en el momento en que se le ocurrió dar a luz, y ni en Ecuador consigue trabajo, ni en España piensan darle la oportunidad de buscarlo.
La Ley de Extranjería exige una residencia para conseguir trabajo y exige un trabajo para obtener residencia. Dice que los inmigrantes tienen derecho a sindicarse, a reunirse y a hacer huelga, siempre que tengan papeles. Mayor evidencia de la conciencia de su propia barbarie no puede haber más que el que debieran ocultar el verdadero sentido de su artículo (la prohibición de esos derechos) buscándole esa vuelta ridículamente rocambolesca. La Ley de Extranjería elimina la posibilidad de una persona de defenderse en caso de que la detengan, descubran que no tiene papeles, y decidan echarla en 48 horas. Nadie se entera. Esa persona, para los demás, ha desaparecido. La Ley de Extranjería multa a los taxistas, a las empresas de ferrocarril y de buses y a las líneas aéreas si transportan a un ilegal (persona ilegal como un hecho ilegal, como matar a alguien, como secuestrar a un empresario). Esto quiere decir que toda esta gente se transforma en policía de la inmigración y tiene derecho a pedir papeles y denunciar.
El 27 de enero en Barcelona 700 inmigrantes ya vivían amontonados en iglesias y la huelga de hambre carcomía las hojas de los periódicos. Treinta personas decidieron, en Madrid, que también de-bían hacer algo. Se encerraron en la iglesia de San Ambrosio, en el barrio de Vallekas, un barrio con una historia obrera y de lucha. Se sentaron alrededor de varias mesas en el salón de actos de la parroquia y se decidió que nadie dirigiría a nadie, que las decisiones se tomarían siempre entre todos, que no habría siglas, que el encierro no sería un encierro de extranjeros, ni de extranjeros con españoles, el encierro sería un encierro de personas.
Ha pasado un mes desde entonces y a los que comenzaron con la movida nos hemos sumado un centenar más de personas. Algunos nos quedamos a dormir, otros pasan casi todo el día y otros se hacen llegar a las asambleas nocturnas, pero todos por igual nos dejamos la piel y un poco de nuestra cordura. Apenas unos días después los vecinos del barrio ya estaban involucrados, traían comida, mantas, ideas. En menos tiempo del que pudieran darse cuenta, las asambleas diarias tenían hasta 200 personas, y la única opción fue dividirse en una serie de comisiones con trabajos bien definidos: creación y distribución de propaganda, contacto con otros encierros, relación con las universidades, nexo con los medios de comunicación. Una semana después parecía obvio que el siguiente paso a dar era convocar a una manifestación madrileña, sobre todo teniendo en cuenta que Barcelona había convocado a cerca de 30 mil personas a la suya.
Se creó la comisión y, a paso de hormiga, se fueron armando los escalones hacia el 11 de febrero. Cuarenta mil personas recorrieron desde Atocha las calles de Madrid y los más sorprendidos éramos nosotros mismos. La mani duró tres horas, el micrófono estuvo abierto para que quien quisiera abriese su voz a la Puerta del Sol, en su propio idioma, con su propia sangre. Escribimos un manifiesto y lo firmaron más de 100 personas, que nunca supimos cómo definirlos: famosos, notables, artistas. El caso es que entre todos ellos hay gente como José Saramago, Joaquín Sabina, Luis Eduardo Aute, Héctor Alterio y Manuel Vázquez Montalbán.
El salón de actos de la parroquia de San Ambrosio es un planeta pequeño y con ventanas. Las corrientes cálidas de Marruecos las enfriamos con un soplo fresco de la Patagonia chilena, si el Caribe colombiano nos adormece, la crudeza de Rumania nos trae de regreso a la tierra, si mi acento argentino satura, la parsimonia ecuatoriana nos tranquiliza. Las reuniones internas son acaloradas discusiones donde siempre se ha llegado a consenso, los nombres son lo que nos representa, la nacionalidad es sólo una anécdota y un pasado casi siempre turbio que no a todo el mundo le gusta recordar.
Los lazos de afecto que se forman tras una convivencia de 31 días son tan intensos que resulta difícil recordar cómo eran las cosas antes de que todo empezara. La ayuda se brinda de persona a persona y todos tenemos claro que nadie está pidiendo un favor aquí: si Mustafa perdió su bar, él no va a aceptar que le regalen un bar nuevo, si Oscar no ve a sus hijos hace tres años, tampoco va a querer un pasaje de ida y vuelta para abrazarlos: estamos aquí exigiendo los derechos que nos corresponden como seres humanos, y el hecho de tener que recalcar, tras tanta historia, tras tanta muerte y dolor y lecciones aprendidas, que todas las personas somos iguales, nos da, lo queramos o no, una insoportable sensación de vergüenza ajena.
Desde el encierro en Vallekas, Madrid, España, 4 marzo 2001