viernes Ť 9 Ť marzo Ť 2001
Horacio Labastida
Autonomía indígena
Luis Hernández Navarro y Ramón Vera Herrera, compiladores de los acuerdos de San Andrés para la editorial Era (1998), dejaron clara constancia de lo que las comunidades indígenas entienden por recuperación de sus derechos a la autodeterminación. Aparte de recordarnos que como habitantes originales del país han ejercido y ejercen dicha autodeterminación, con serenidad se muestran dueños de "una cultura propia y un proyecto común. A pesar de todos los despojos, mantenemos, dicen, una relación orgánica con nuestros territorios originales. Lo hacemos incluso cuando hemos tenido que abandonarlos y emigramos"; y a esta expresión de valores y proyectos vinculados a sus tierras llaman autonomía o libertad de decidir sobre las cosas públicas de la comunidad frente a las clases hegemónicas (estos conceptos constan en la página 137 y subsecuentes de la mencionada recopilación).
Nada tiene de extraño que el paradigma autonómico que abandera al movimiento zapatista de Chiapas, símbolo universal de la democracia justa inervada en los sentimientos de la nación desde que Hidalgo y Morelos la convocaron a señorear su destino, se identifique con las categorías liberadoras que han cristalizado en los momentos estelares de nuestra aún no bicentenaria historia independiente. La insurgencia fue una rebeldía epónima que abrió las puertas del mundo a un México abanderado con los altos ideales de fraternidad de quienes derribaron La Bastilla (1789) y defendieron hasta el sacrificio heroico a la inolvidable Comuna de París (28 de febrero-28 de mayo, 1871). Y fue esa insurgencia la que selló en definitiva el comportamiento de las generaciones que configuraron la autonomía de México ante la agresión hispánica de 1829, durante el gobierno de Vicente Guerrero, las sucias guerras texana (1835) y estadunidense (1846-48), a pesar de las traiciones de Santa Anna; y así mismo selló también el comportamiento de los liberales en su victoria sobre las huestes conservadoras (1860) y los invasores franceses e imperiales (1867), de igual modo que lo hizo en el ánimo patrio que hacia 1911 y 1914 defenestró las dictaduras de Díaz y Huerta, y al alentar, ya en la era posrevolucionaria, sus identidades culturales en medio de una extensa y profunda lógica opresiva de subsidiarias extranjeras y de la globalización neoliberal apuntalada hoy en cañones estadunidenses y finanzas de supeditación imperial.
A semejanza de la trascendencia que la idea autonómica ha desempeñado en el área internacional, su acción interna no es menos sobresaliente. Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante se asustaron cuando el federalismo de Miguel Ramos Arizpe, para mantener la unidad de la República, reconoció en las entidades estatales la autonomía que exigían al sancionarse el Acta Constitutiva de la Federación (enero de 1824), y después del decenio centralista que aniquiló tal autonomía, venturosamente volvió a florecer con el talento de Mariano Otero en 1847, año de la segunda república federal, y diez años adelante, 1857, en el momento en que fue promulgada nuestra tercera república federal. Es decir, la autonomía resultó un modelo conceptual clave en la sabiduría política que ha hecho posible el desarrollo del país, sobre todo al reconocerse por la Constitución de 1917, en el municipio. El enorme significado positivo de la autonomía es evidente. La revolución de independencia conquistó la autonomía nacional; la revolución antimonárquica nos entregó la autonomía federativa; la revolución reformista reafirmó la autonomía de la república y de los estados federados; y la revolución iniciada en 1910 sancionó la libertad municipal. Y en esta perspectiva de transformaciones que van del monopolio político en un poder central a la libertad de las autonomías políticas, en nuestro tiempo surge la demanda de una nueva libertad, la autonomía indígena, que al aprobarse integrará a los olvidados pueblos indios en la libertad nacional.
Ahora viene una interrogación con respuesta inmediata. ƑAcaso la autodeterminación de la República o las autodeterminaciones de estados y municipios han desintegrado o aniquilado nuestro ser cultural y político? O por el contrario, Ƒno son parte sustantiva esas autonomías de la consolidación del país? Y como la respuesta es notoria, vale otra pregunta, Ƒpor qué la autonomía indígena podría representar un peligro para la nación? La conclusión está a la vista. Los que la niegan y gritan que el Congreso la rechace al aprobar el proyecto de ley elaborado por la Cocopa, seguramente lo hacen acatando intereses faccionales y no la razón ni la voluntad de los mexicanos.