Ť Libro sobre el dictador devela un rostro de crueldad y fanatismo religioso
Jorge Rafael Videla, hombre lobo de todos los hombres y autor del genocidio en Argentina
Ť Bajo sus órdenes fueron eliminadas miles de personas; aún hoy hay 30 mil desaparecidos
Ť La dictadura que encabezó llegó para golpear a quienes se oponían al modelo neoliberal
STELLA CALLONI CORRESPONSAL/I
Buenos Aires, 6 de marzo. Veinticinco años
después del golpe militar del 24 de marzo de 1976, la aparición
del libro El dictador: la historia secreta y pública de Jorge
Rafael Videla, de los periodistas y escritores María Seoane
y Vicente Muleiro, revela ante este país y el mundo el verdadero
rostro, lo que realmente hervía detrás de la máscara
del ge-neral que encabezó la junta militar.
Detrás de esa máscara se escondía
el "hombre lobo de los hombres", bajo cuyas órdenes precisas se
ejecutó un genocidio en el país, con 30 mil desaparecidos,
miles de muertos, y con una historia agregada como fue el experimento temible
de la apropiación de niños nacidos en cautiverio.
Seoane y Muleiro se propusieron "romper la máscara" y develar el rostro de un dictador real y, a través de seguir esta vida, el contexto nacional en que se produjo el gol-pe, la historia nacional, cargada de frustraciones y escasas resurrecciones, datos nun-ca registrados sobre aquellos hechos.
Pero también, como señalan, "queríamos demostrar que esa dictadura vino para golpear y acabar con la resistencia al modelo económico que se quería imponer. Ese modelo sólo pudo imponerse vulnerando el derecho, con una diplomacia silenciosa, a través de un Estado terrorista que fue muy funcional para seguir haciendo negocios".
En ocho capítulos extensos, salvo el primero, "Inquisiciones", y el último, "El reo", Seoane trascurre la biografía de este hombre que muchos llegaron a considerar "el rostro civilizado de una dictadura criminal". Y por esa misma razón la mayoría de los argentinos seguía sin saber quién era ese personaje de figura delgada, de rostro impasible, que concurría (ahora van sacerdotes a confortarlo a su casa prisión) a misa todos los días.
Sin embargo, él concentra dos historias o más, en los desdoblamientos múltiples que el libro pemite: la personal, la institucional, la de un país y su destino, la de "un ejército al servicio del poder económico interno y externo, y la de un sector social que siempre vio en la libertad y el desarrollo plurales la amenaza de su propia existencia".
Detrás de ese rostro aparecen miles de otros rostros de cómplices cercanos y lejanos, de aparatos de poder y de todas las mi-serias humanas al servicio de ese poder.
Dominación dictatorial
Seoane lamenta que aún exista tanta do-cumentación sin procesar, la que fue apareciendo durante los juicios a las juntas (1985) en los procesos iniciados por los familiares de las víctimas, en los desgarradores testimonios de los sobrevivientes.
"Hubo silencio y oscuridad. Hubo terror. La ignorancia tejida sobre quién fue y aún --en los albores del siglo XXI-- es Videla tanto para los argentinos como para el resto del mundo significaba para nosotros una prolongación inequívoca de aquella dominación dictatorial", señalan los autores del libro.
Desde noviembre de 1996 comenzó el arduo trabajo de investigación y de búsqueda de testimonios con la colaboración de un joven periodista, Guido Braslavsky Núñez, especialmente en las entrevistas, y Annnabella Quiroga en el trabajo inicial de archivos, así como otros colaboradores.
Documentos, testimonios y libros publicados fueron además fuentes inestimables para el trabajo. Señalan los autores que generalmente se recordaba a Videla como "un hombre débil, un pusilánime pulcro y aplicado, un probo temeroso de Dios que llegó a ser el más feroz dictador del siglo XX y que más tiempo permaneció en el poder" en Argentina, y que esa visión servía para re-forzar el silencio que se había construido cuidadosamente.
Indagaron a fondo para saber quién era este personaje de las tinieblas, que lideró el golpe militar y fue el presidente de la junta militar que cometió los crímenes más atroces que recuerde la historia del país.
Videla recibió finalmente a Braslavsky y hubo tres entrevistas en distintos momentos. Lo hizo durante su prisión domiciliaria, cuando algo de su vida había saltado a los medios y se conocía cómo incluso había escondido a su propio hijo enfermo. El, que está ahora procesado por el robo de niños nacidos en cautiverio. Las palabras de Videla están incluidas en cursivas en el libro.
"Videla trascendió por una matanza y a medida que avanzábamos en la investigación descubrimos algo que decimos en el libro,
Seoane y Muleiro no sólo se refieren a los hombres "perdidos" o desaparecidos en ese infierno sino al país que intentó ser avanzado, soberano y equitativo "y tambien perdido". A lo largo de 639 páginas este libro editado por el Grupo Editorial Sudamericana es, sin duda, uno de los recorridos más temibles y profundos de lo que fue el infierno, sus causas y sus consecuencias, que para Seoane y Muleiro hoy se refleja en el rostro de otro país con máscara.
"Inquisiciones", capítulo primeroŤ
Detrás del visillo, en pijamas, con la nariz contra el vidrio, envuelto en un silencio do-méstico, Videla espió el paso de una formación de granaderos a caballo que desfilaban por la calle Cabildo una tarde de agosto de 1998. En su departamento de Buenos Aires, espió el paso de la formación y tal vez por un segundo o una fracción no mesurable, el ex general, el ex presidente, el ex jefe del ejército, el reo, el encartado, el preso domiciliario, el dictador, desafió su condición, evocó glorias pasadas que marchaban con el desfile, esa fanfarria prolija, erecta, del cuerpo de granaderos.
Se sabe que el ex general se sintió hostigado por los fotógrafos apostados desde hacia tiempo en la puerta de su casa. Que corrió más y más las cortinas y bajó las persianas para que no lo vieran, dirá, un espión que después venda la foto. ¿Fue eso? El secreto apareció como un gesto recurrente, la marca de la guerra de inteligencia que comandó desde 1975, primero en la jefatura del ejército y, luego, todas y cada una de las mañanas que siguieron al 24 de marzo de 1976, en los despachos de la Casa Rosada.
Quizás ese gesto preventivo de ocultación sólo provino de la incomodidad que siente el cazador cuando, sin cartuchos, se transforma en presa. Anochecía en su departamento del quinto piso A de la calle Cabildo 639: empezaba la cuenta regresiva del 23 aniversario de aquella madrugada en la que asaltó el poder. Se anticipaba inevitable, el último otoño del siglo. El ex general no le teme a un atentado a contraluz, pero baja las persianas. ¿No hay temor porque no hay culpa?
El episodio de los granaderos es apenas un detalle revelado en entrevistas sucesivas, en las que se debatiría entre el silencio y la negación, entre la mendacidad y la búsqueda racional de escenarios que explicaran por qué mandó matar. Detalles revelados no sin la incomodidad gestual que había manifestado el 9 de junio de 1998 a las 7 de la tarde, cuando el juez Roberto Marquevich del juzgado número uno de San Isidro lo arrestó por "facilitar y promover la supresión de identidad de bebés, por el robo de bebés y falsificación de sus documentos".
El testimonio de un ex jefe de Ginecología del Hospital Militar lo involucró sin pudor: "Recibíamos órdenes verbales y escritas pa-ra atender el parto de prisioneras y luego se llevaban sus bebés por órdenes superiores".
Furia macerada
Un
fotógrafo logró captar el momento de la detención
de Videla, en el que aparece la imagen de un viejo flaco con orejas sobresalientes,
rasgos cadavéricos y anteojos modelo 70, marco grueso, que filtraban
una mirada perpleja, elusiva; las manos (esposadas) venosas, crispadas
sobre las rodillas, y que unos segundos después llevarían
una frazada arratonada a la cara para taparla. Lo alojaron en una habitación
contigua a la del juez antes de tomarle declaración. Afuera, hijos
y familiares de desaparecidos, trepados a una reja, como si quisieran alcanzar
el cuerpo el ex general, gritaban con una furia macerada durante años:
"Asesino, hijo de puta".
Gritos, brazos impotentes que no logran alcanzarlo pero sí recordarle que en la calle anida la paradoja esencial de su libertad. "Videla estaba en posición de firme a dos metros de la ventana. Ni siquiera pestañeaba. Cuando se le anunció que debía esperar para ver al juez, se le ocurrió sentarse".
Entonces, el ex general esperó una hora, o tal vez más, sentado en un cuarto semivacío atravesado por las furias que se filtraban por las rejas, y golpeaban o quizá rebotaban contra su silencio, tan parecido al temor o al sa-crificio al que somete un Dios iracundo, tan parecido a un violento grito de guerra. Cuando estuvo frente al juez, escuchó de qué se le acusaba: "Sustracción y apropiación de cinco niños, nacidos en el cautiverio de sus madres desaparecidas en el hospital militar de Campo de Mayo".
(¿Es posible recrear el momento del robo, el momento de una impiedad esencial, del mal en estado puro, en el llanto de una madre que sabe --sabe-- que jamás volverá a ver a su hijo y que no volverá a verlo porque será asesinada, y que su hijo no podrá verla nunca porque nunca sabrá que na-ció de sus entrañas y no sólo no lo sabrá sino que será condenado, tal vez, a amar a los asesinos de su madre?)
Videla respondió con una arenga altisonante, como si esa fuera la respuesta a un ataque masivo contra la gesta de las armas de la patria que él comandó entre 1976 y 1981. ¿Acaso en 1985 no se lo había juzgado y condenado a reclusión perpetua, inhabilitado a perpetuidad y destituido del ge-neralato por 66 asesinatos, 306 secuestros, 93 casos de tortura, cuatro de ellos seguidos de muerte, y 26 robos? ¿Acaso entonces no lo habían absuelto los jueces en el caso de secuestro de seis niños hijos de subversivos como para que ahora se volviera a insistir en condenarlo por el mismo delito, un delito que nunca prescribiría según una ley hu-mana que no reconocería como su ley? ¿Acaso no había sido indultado por Carlos Menem en 1990?
El reo se enardeció, alzó la voz como quien modula en el orden cerrado del cuartel frente a tropas obedientes y habló de la cosa juzgada y de que, en todo caso, él sólo debía responder ante la justicia militar. ¿Acaso quiso decir que su juez era un general o era Dios, nunca un civil, esa estirpe híbrida, antojadiza, porque la patria era él? ¿Quiso decir que era el Dios del bien, fundamento de la moralidad, que reinstaurar el orden alterado por la violencia con otra violencia contraria y superior y se hace, así, deudor del crimen?
A las 9:50 del 11 de junio un policía abrió la puerta de la celda de la delegación San Isidro de la Policía Federal y esposó a Videla. Lo subió al celular (camión) 8163 y lo trasladó al juzgado de Marquevich, quien, luego de que el reo se negara a declarar ordenó trasladarlo a la cárcel de Caseros.
El 16 de junio, el juez rechazó el pedido del hijo mayor de Videla, Jorge Horacio, para que se le permitiera tener prisión domiciliaria. El 14 de julio, el magistrado dictó la prisión preventiva del ex general y lo acusó de ser el autor mediato del secuestro de be-bés, además de dictarle un embargo por 5 millones de pesos. El secretario del juzgado le comunicó la preventiva en Caseros: "Vi-dela parecía no conectar, no entender lo que pasaba". comentó.
El 15 de julio, los abogados de Videla apelaron. Treinta y siete días después de ser detenido se le permitió el arresto domiciliario porque el ex general tenía más de 70 años; en la medianoche de ese largo día fue trasladado desde la cárcel a su casa. El 12 de agosto volvió a negarse a declarar sobre el destino del cadáver del ex jefe guerrillero Mario Roberto Santucho. Argumentó una bronquitis infecciosa. ¿Para qué declarar si antes ya lo había negado todo, cuando todavía era un general retirado pero orgulloso, tenía 59 años y la gastritis no lo doblaba?
Lo hizo cuando compareció ante el tribunal militar del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, integrado por generales, almirantes y brigadieres, a las 15 horas y 10 minutos del primero de agosto de 1984, para prestar declaración indagatoria en la causa caratulada "homicidio, privación ilegal de la libertad y aplicación de tormentos a los de-tenidos" contenida en el decreto 158/83 del presidente Raúl Alfonsín.
Negativas, sólo negativas
Cuando negó --según consta en fojas 924 y sucesivas-- que la junta militar que derrocó a María Estela Martínez de Perón y él presidió hubiera coordinado o conducido centralizadamente la lucha contra la subversión. Negó en lo que acompaña a mi memoria que existieran archivos sobre la represión que había comandado; negó en lo que acompaña a mi memoria que hubieran existido centros de detención clandestinos; negó en lo que acompaña a mi memoria que el aniquilamiento de los opositores armados y de-sarmados, absolutamente no, señor presidente, hubiera incluido las torturas, los se-cuestros, los homicidios; negó en lo que acompaña a mi memoria que se hubiera detenido ilegalmente a un ciudadano porque esa guerra --porque era una guerra--, se-ñor presidente, se detenía a una persona y luego se la ponía a disposición de sus jueces naturales; negó en lo que acompaña a mi memoria que la directiva de operaciones represivas 504/77 --que establecía textualmente que la detención de los obreros sospechosos "se efectuara con el método que más convenga, fuera de las fábricas y de manera velada"-- pudieran haber dado lu-gar, señor presidente, a la comisión de he-chos irregulares; negó haciendo gala de mi memoria haber recibido informes que ha-blaran de algún exceso de la represión contra los ciudadanos, armados o desarmados; negó que la orden de aniquilar y exterminar a los opositores fuera una incitación a ma-tar; negó que, un año antes de su ascenso al poder, las fuerzas armadas conocieran, más que por versiones, la existencia de la Triple A; negó que los comandantes de zona o subzona hubieran condenado a muerte y luego fusilado a un prisionero, porque es un tema tan delicado que no quisiera dejarlo librado así al recuerdo; negó recordar (aunque describió locuazmente la situación) el nombre de los civiles que reconocieron y apoyaron la lucha de las fuerzas armadas contra la subversión; negó, porque desconozco, que hubiera quedado alguna cinta grabada de reuniones con los civiles; negó conocer, porque no me consta, donde se podía encontrar la documentación que revelara en detalle los informes elevados al todavía gobierno constitucional de Isabel Perón sobre la lucha contra la subversión, y negó que hubieran sido dejados sin contestar los habeas corpus presentados durante mi gestión.
Hubo sólo un momento, apenas un mo-mento, en que Videla se volvió afirmativo, locuaz: cuando reconoció con emoción de soldado la batalla que había comandado y arengó a los generales, almirantes y brigadieres que lo interrogaban en el Consejo Su-premo de las Fuerzas Armadas: señor presidente, señores miembros del Consejo Supremo, resulta a mi juicio imprescindible en la consideración de los hechos que se están in-vestigando tener en cuenta las circunstancias que vivía el país al momento de su ocurrencia, porque estas circunstancias, lamentablemente, en el transcurso del tiempo, por causas que no es del caso analizar, han sufrido todo un proceso de desinformación. La realidad de la década del 70 nos muestra a la nación argentina como objeto del accionar subversivo, que agrede a la nación ar-gentina, y también nos muestra a la nación argentina que ya como sujeto dispone, a través del gobierno constitucional, la intervención del brazo armado de la nación para que en su totalidad y en la integridad de su territorio concurra en su defensa. Por eso, señor presidente, señores del Consejo Su-premo, es que con la responsabilidad propia del comandante, que asumo en plenitud, re-chazo los términos del decreto 158/83 y los delitos que allí se me imputan y, por el contrario, reclamo para el pueblo argentino en general y para las fuerzas armadas en particular, el honor de la victoria en una guerra que, como expresara en otras oportunidades, no fue deseada ni buscada, que fue or-denada por el poder político en ejercicio del legítimo derecho de la nación agredida, que fue ejecutada con un alto espíritu de sacrificio por parte de las fuerzas armadas, de las fuerzas de seguridad y policiales, que fue reclamada, consentida y aplaudida en su triunfo por grandes sectores de la comunidad argentina. Una guerra, en fin, cuyo resultado final permitió al Proceso de Reorganización Nacional, iniciado el 24 de marzo de 1976, más allá de sus aciertos y sus errores, cumplir con la finalidad última expresada en su propósito cual era instaurar, en su debido tiempo, una democracia auténticamente republicana, representativa y federal, conforme al sentir y a la realidad del pueblo argentino.
Y, entonces, esa arenga lo había mantenido de pie, le había hecho olvidar por un mo-mento su condición de reo y expresar el orgullo de haber sido un buen padre de familia, un patriota que había sabido defender a la nación agredida, un soldado que no sentía culpa por haber cumplido las órdenes del poder político (aunque después ese poder no le fuera ajeno porque él mismo era el poder político y recibía órdenes superiores de al-guien superior, un objetivo superior).
Tampoco sentía culpa por haber tenido que manchar sus manos con sangre, porque nunca maté a nadie, o haber tenido que atormentar a un prisionero en un sótano o haber robado bebés porque, por su rango, no le había tocado hacerlo. (No siento odio personal contra ningún subversivo.) Esa arenga la pronunciaba porque había sido el jefe inevitable, el elegido, del golpe militar (porque si no quién), asunto del que se sentía orgulloso.
La arenga parecía dibujar el estremecedor narcisismo de misión acariciado en los partes de inteligencia matinales en los que desfilaban las cifras del exterminio. Videla, en ella, volvió a negar lo innegable, la pendiente por la que, como jefe, había empujado a la nación que ahora lo juzgaba. Su repetición argumental como razón de sus actos semejaba, a la manera de en lo que acompaña mi memoria, una muletilla reveladora de la capacidad para resistir la inevitable existencia de los otros. O quizá revelaba la banalidad maldita que anidaba en los criminales, que nunca creyeron haber actuado mal simplemente porque su realidad, donde no ca-bían la culpa ni el arrepentimiento, era la única. Una realidad que acaso funcionaba en perfecta armonía con una sociedad criminal que consentía y aplaudía porque estaba so-metida al terror del crimen establecido como ley, es decir a una mendacidad sistemática, porque el crimen era oficial y estatal, y la práctica de autoengaño ("por algo será"), funcional para sobrevivir o para lucrar. Una realidad en la que el eufemismo de trasladar a un prisionero integraba un código compartido por las fuerzas armadas para encubrir, falsear, el asesinato.
Nación agredida y defendida
¿Por qué usar su capacidad humana para juzgar los hechos por los que soy imputado cuando esa razón no le asistió al poder político que me ordenó defender a la nación agredida ni le asistió a la nación agredida que aplaudía la guerra no deseada ni buscada, y en la que él y el resto, señor presidente, sintieron la tentación de no matar pero debieron matar con premeditación y dureza? ¿No era acaso ilógico tratarlo como un criminal de guerra cuando sus manos nunca se habían manchado con sangre a pesar de lo ordenado no por mí, señor presidente, sino por el poder político? ¿Acaso no había cumplido una orden suprema, obediente y consciente del mal que iba a inflingir? ¿Por qué, entonces, admitir culpa ante estos brigadieres y almirantes del Consejo Supremo por algo por lo cual ellos también deberían ser juzgados? ¿Por qué admitirla ante nadie?
Aún tenía 59 años y la gastritis no lo do-blaba cuando se negó a declarar en la ciudad de Buenos Aires a los 18 días del mes de octubre de 1984 ante los jueces civiles de la Cámara Federal, "para ampliar su declaración indagatoria porque se encuentra procesado con motivo a las responsabilidades que puedan caberle respecto de los homicidios, privaciones ilegales de la libertad, violaciones, tormentos, robos, supresión de estado civil y de más delitos que se atribuyen como cometidos por las fuerzas armadas y de se-guridad, bajo su comando operativo en la lucha contra el terrorismo subversivo".
Y cuando, por los mismos delitos, se negó a declarar, haciendo uso de mi derechos, en la causa 13/84 en la ciudad de Buenos Aires, ante el mismo tribunal federal, ante los mismos jueces civiles León Carlos Arslanian, Andrés D'Alessio, Jorge Valera Aráoz, Guillermo Ledesma, Ricardo Gil Lavedera, y Jorge Edward Torlasco a los 21 días del mes de febrero de 1985, apenas tres meses antes de la vergüenza de sentarse en la sala au-diencias de los tribunales y de que se le obligara a permanecer de pie como un delincuente cualquiera --durante la acusación-- mientras desde los palcos del tribunal que presidieron esos jueces civiles se le obligaba también a escuchar tantas infamias, y entonces debía, susurrando apenas, encomendarse a Dios (porque no saben lo que hace).
En ningún momento sintió que Dios pu-diera abandonarlo, Dios me puso a prueba tantas veces... porque su Dios era también un dios curtido, cuartelero, de fajina, siempre justo con sus servidores. Porque esta, se-ñor, fue una guerra justa y el cristianismo cree en las guerras justas, confesaría en la penumbra de su departamento de Cabildo en el último otoño del siglo.