martes Ť 6 Ť marzo Ť 2001
Luis Hernández Navarro
La ruta de la dignidad
La larga marcha zapatista hacia la ciudad de México está emparentada con los levantamientos indígenas de Ecuador y con las marchas indias de Bolivia. Nacidas de los rincones más recónditos, estas protestas subieron y bajaron montañas para llevar su palabra y su presencia al corazón político de sus naciones.
Más allá de sus diferencias, las tres son testimonios de la irrupción de un nuevo sujeto en la vida política de las naciones de América Latina: el movimiento indígena; de un actor que se incorporó a la vida pública nacional a través de la experiencia de encontrarse en una situación límite.
Como sucede con los movimientos de base étnica, tienen tras de sí raíces y razones de largo aliento. Han sobrevivido a la espuma que sus protestas levantaron en las aguas de la política nacional. A diferencia de las luchas económicas de los sectores populares que tienen ciclos de vida corto, sus demandas de reconocimiento y dignidad superan la prueba del tiempo. Han esperado tantos años para expresarse que, cuando lo hacen, no están dispuestas a consumirse a la brevedad.
Carentes de representación política, las revueltas de los pueblos indios buscan superar su estado de exclusión con acciones masivas por afuera de las instituciones gubernamentales, los Congresos y los partidos políticos. No buscan derrocar al Estado ni formar uno nuevo, sino transformarlo a profundidad para encontrar un lugar en él.
Para ellos, la simple enunciación del principio de no discriminación es insuficiente para garantizarles el acceso, en condiciones de igualdad, a todos los derechos humanos. Su incorporación a los circuitos de la política institucional no asegura la satisfacción de sus demandas básicas.
Los indígenas mexicanos no reivindican la obtención de un registro como partido político ni ser considerados una organización corporativa más, sino su reconocimiento como pueblos y una recomposición profunda de las relaciones de poder que les permita remontar su situación de subordinación e integración asimétrica con el resto de la sociedad nacional. Sostienen que es necesario emprender un conjunto de reformas que modifiquen el marco institucional vigente.
Exigen derechos, tanto políticos como de jurisdicción, para fortalecer su representación en los poderes legislativos y para que se reconozcan sus instituciones y mecanismos tradicionales para elegir a sus autoridades comunitarias y municipales, al margen de partidos políticos.
A pesar de la pluralidad que existe en el nuevo Congreso, las etnias no están representadas en él. El número de diputados y senadores indígenas presentes en la actual Legislatura puede contarse con los dedos de las manos, y los que ocupan un escaño lo hacen a nombre de un partido político y no de sus pueblos. Los distritos electorales casi no coinciden con los asentamientos de población india. En nuestro país no existe, como en otros, una circunscripción especial para ellos. Precisamente por eso es que se tiene que crear un nuevo marco legal.
Suponer que la caravana del EZLN erosiona la naciente legitimidad democrática, porque se desarrolla por afuera de los canales de la política institucional, es una falacia. Si la movilización indígena camina por vías distintas a las de la democracia representativa es porque no tiene cabida en ellas. Y si se está construyendo un régimen político en el que no hay lugar para los pueblos indios no puede decirse que sea verdaderamente democrático.
El principio de soberanía popular se expresa dentro como fuera de los órganos institucionales de representación. La caravana es parte de esta soberanía y viene a suplir un déficit democrático de las instituciones realmente existentes.
De pilón, la lucha por el reconocimiento constitucional de los derechos indígenas conducida por el EZLN ha detenido, por lo pronto, el ciclo de reformas conservadoras. Ha puesto a miles de gentes en las calles y ganado la atención de los medios masivos de comunicación. En el camino, y para preocupación de los empresarios, ha logrado que los pobres urbanos y rurales se sumen a su causa. Ajeno a las disputas palaciegas, ha dado un vuelco a la correlación de fuerzas entre el campo popular y el bloque conservador. El 24 de febrero marcó el inicio de la recuperación popular del 2 de julio.
Una democracia en la que las etnias no están incluidas no es digna de llevar ese nombre. Puede ser una democracia de elites, o un gobierno de los propietarios o de los ilustrados, pero no una verdadera democracia. Lo que hoy está en juego en la caravana zapatista es si construimos un país para todos o una nación para unos cuantos.