DOMINGO Ť 4 Ť MARZO Ť 2001
Carlos Bonfil
Pícaros ladrones
Existe el riesgo de que la cinta más reciente de Woody Allen pase un tanto desapercibida entre los estrenos llamativos que llegan a nuestra cartelera luego de tres meses de penuria. Sería una lástima, pues se trata de una de las obras más interesantes del director de Los enredos de Harry. Estrenada hace nueve meses en Estados Unidos, Pícaros ladrones (Small time crooks) llega con retraso a México, con escasa publicidad, y con un título en español muy poco inspirado. Los seguidores de Woody reconocerán en su nueva cinta recursos humorísticos de su primera etapa, del slapstick de Robó, huyó y lo pescaron con algo de su tono semidocumental, y también la sátira social presente en Annie Hall e Interiores.
Ray Winkler (interpretado por Woody Allen) es un ex presidiario renuente a abandonar su carrera de ladrón, a pesar de su pésimo desempeño en el oficio. A lado de tres camaradas torpes e ingenuos, intenta robar un banco construyendo un túnel desde una tienda en la acera opuesta. Su esposa, la estupenda Tracey Ullman, se opone inicialmente al proyecto, luego se asocia a él con reticencia, para brillar de inmediato en una empresa alterna (la industrialización de galletas caseras), y sumir a todo mundo en la prosperidad instantánea. Esto último pone de cabeza a cada ladronzuelo improvisado, al propio matrimonio Winkler, y a la cinta misma, dividida ya en dos partes casi antagónicas en tono y propósito, pero de una vitalidad tal que el espectador la disfruta como un díptico de talento paródico.
El ladrón fallido, el seductor frustrado, el amante incompetente, la variedad de vocaciones devastadas y anhelos incumplidos es algo familiar en el cine de Woody Allen, y por lo general algo muy reiterativo. El propio director es quien mejor encarna a ese prototipo del esfuerzo suspendido. A través de esos personajes, sin embargo, se despliega un retrato más ambicioso, el de la sociedad neoyorkina y la feria de vanidades que alberga en sus círculos selectos. La vanidad intelectual desmontada y vuelta objeto de sorna en Annie Hall, o la aspiración a un status social privilegiado, retratada con impiedad en Pícaros ladrones. En la descripción de ese nuevo rico que encarna deliciosamente Tracey Ullman, hay vetas inconmensurables de afectación y mal gusto. Y Allen se divierte exagerando una nota, de sí ya grotesca. A ese kitsch le opone la vanidad de un curador de arte, el esteta David (Hugh Grant), cuyo savoir-faire y buen gusto resultan no menos satirizables por la mezquindad moral que apenas disimulan. Nuevamente propone Allen historias afectivas entrecruzadas: la mejor amiga de un marido desdeñado es confidente suyo y posible sustituto amoroso, en tanto la esposa vive engañosos entusiasmos pasajeros. A estas alturas el esquema sólo admite variaciones mínimas, y a decir verdad, poco atractivas. Sin embargo, una vez más se impone la brillantez de los diálogos sobre la banalidad de la trama, y la forma magistral en que el director construye personajes a la vez divertidos y dramáticamente complejos. La directora y guionista Elaine May está notable en su papel de confidente de Winkler. Una secuencia como el recorrido por la casa de los Winkler, con sus muros que son extensas envolturas de regalos, un arpa decorativa en medio de la sala, y terciopelos y mesas rococó y espejos por doquier, tiene como complemento ideal el desasosiego de la propia señora Winkler al percatarse de la inclemencia en la mirada ajena. Este es el cálido juego humorístico que Woody Allen maneja hoy con el mismo acierto y delicadeza de hace dos décadas en Manhattan. El propio director manifiesta en su personaje de Ray Winkler una serenidad casi festiva, la del hombre maduro que con distancia e ironía contempla las vanidades de su entorno, un poco a la manera de Clint Eastwood en Jinetes del espacio, acompañado, él también, de tres veteranos del acto fallido, deseoso de conquistar a su vez un territorio de tranquilidad doméstica. Pícaros ladrones es una delicia satírica y no tan paradójicamente, el elogio de la sencillez afectiva y del desapego material. Una propuesta felizmente obsoleta.