DOMINGO Ť 4 Ť MARZO Ť 2001
Adolfo Gilly
Un Guerrero que no ceja y no se deja
En los próximos días, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional cruzará por las tierras de Guerrero. Si los 23 comandantes y el subcomandante Marcos requirieran una guía histórica y social de esos territorios, las Crónicas del sur compiladas por Armando Bartra podrían ser una de las más actualizadas y más densas en informaciones y razones.
Los seis estudios del volumen, enmarcados entre una introducción -Sur profundo- y una posdata del propio Armando Bartra, giran en torno a un personaje, el campesino o habitante rural guerrerense. Anda por esas tierras, dice Bartra, bajo plurales e imprevisibles personalidades: "travestido en banquero social, en artesano, en jornalero por temporada y en empresario colectivo; y también disfrazado de gomero y mariguanero de subsistencia, de irreductible ciudadano y de alzado guerrillero", en un territorio abrupto e incomunicado, en un tejido social bronco y desconfiado, cómplice y protector, escondedor y altivo.
Ese personaje insondable y elusivo, el rural mexicano (como también prefiere denominarlo John Womack), fue el protagonista de la Revolución, de las dos cristiadas, de esa guerra por la tierra que fue la reforma agraria cardenista, pues sólo en las ciudades se creen que nomás vino de arriba. Desde las viejas canciones de Oscar Chávez hasta los nuevos corridos de la frontera, terco insiste en no salirse de su lugar en esta historia mexicana aunque la población rural propiamente dicha se achique censo tras censo. La marcha de los zapatistas hacia el centro del país otra vez lo pone de relieve.
Los ensayos de Crónicas del sur convergen en describir una de las claves de esa persistencia contra viento y estadísticas. Los guerrerenses están organizados y heredan una larga historia de pelea. Los autores de Crónicas del sur nos dicen en qué trabajan, qué producen y cómo producen, pero nos dicen, sobre todo, cómo se organizan desde los años de la revolución: partidos locales, guerrillas (la primera posrevolucionaria en Atoyac, en 1924; la segunda en 1925, con un jefe que en el nombre llevaba su destino: Valente de la Cruz), sindicatos de alijadores y de textileros, pescadores, ejidos, uniones de crédito y muchas otras encarnaciones de la misma figura, una población rural terca en organizarse, no sólo por la tierra, sino también por sus necesidades productivas y vitales: crédito, comercialización, insumos, abasto, servicios públicos, derechos de las mujeres, derechos ciudadanos, elecciones.
Este personaje es primero, está en Guerrero desde antes que todos. Como también dice Crónicas del sur, se formó en la historia, en la política, en una socialidad en movimiento, amasada en una pluralidad étnica, social, cultural y política. Ese personaje estaba primero, insisto, porque sólo después vienen las instituciones estatales para tratar de absorberlo en el corporativismo consustancial a la forma del Estado mexicano: "en su histórica obsesión por organizar a la 'sociedad civil', el Estado mexicano nunca ha optado por el convencimiento, sino por el chantaje y la coerción", dice también Bartra.
Esa obsesión histórica por absorber y subordinar, respuesta reactiva ante aquella capacidad de organización, continúa hasta nuestros días encarnada en la Presidencia de la República y en sus apéndices televisivos: "nuestros indígenas", persiste en decir Vicente Fox con paternalismo de ranchero rico, mientras mantiene aún, con excepción de cuatro, varios cientos de puestos militares en Chiapas, en Guerrero, en Oaxaca, en todo el México indígena y rural.
Es, por otro lado, ese mismo Estado que en la persona de sus sangrientos caciques -como Ruiz Massieu o como los Figueroa- organiza también las matanzas, desde la de Iguala contra los cívicos guerrerenses en diciembre de 1961 (siete muertos, 27 heridos y 180 detenidos), las regulares con el pretexto de las guerrillas, o la de Aguas Blancas, que en 1995 ensangrentó una vez más la siniestra presidencia de Ernesto Zedillo.
Todo esto sucede, al mismo tiempo, en lo más profundo de la insoportable pobreza guerrerense, el tercer estado más pobre de México después de Chiapas y de Oaxaca. Un capítulo, "Las dimensiones de la pobreza", cuantifica esa condición. Guerrero tiene 64 mil kilómetros cuadrados y 3 millones de habitantes. De éstos, 11 por ciento son indígenas: nahuas, tlapanecos, amuzgos y mixtecos. ("Somos de clase amuzgo", me contestó un campesino cuando, al llegar una de las marchas guerrerenses a las entradas de esta ciudad, le pregunté quiénes eran).
Acapulco, Iguala, Chilpancingo, Taxco y Chilapa concentran 40 por ciento de la población del estado. En el otro extremo, de 6 mil localidades, 57 por ciento tiene menos de de cien habitantes y a muchas sólo a pie y por brecha puede llegarse. Dos tercios de las viviendas del estado no tienen drenaje ni excusados. Casi la mitad (44 por ciento) no tiene agua entubada. Un cuarto (23 por ciento) no tiene energía eléctrica. El 27 por ciento de los mayores de 15 años no sabe leer y escribir. Sólo 16 por ciento pudo terminar la primaria.
Los que así viven son quienes hacen producir el coco, los cafetales, los frutales, todas las cosechas cuyo mayor producto queda en manos de agiotistas, usureros y caciques, más después de que el Banrural endureció el crédito y el gasto público se redujo. Pero ante todo, dice Crónicas del sur, "Guerrero es un maizal: nueve de cada diez campesinos son maiceros, 67 de cada 100 hectáreas de cultivos de ciclo corto se cultivan con maíz". Y cuando todo lo demás falla, la milpa asegura la sobrevivencia: 75 por ciento de la cosecha de maíz es de autoconsumo, apenas una cuarta parte va al mercado.
Esa pobreza, empero, tiene historia y experiencia. Esos pobres están organizados. En otras palabras, vuelven a la carga una y otra vez. No cejan. No se dejan. Los gobiernos responden con una ocupación militar intermitente en los lugares y permanente en el tiempo:
"Nos acostamos solos y nos despertamos rodeados de guachos -dice un costeño-, y así como vienen al pueblo, se van luego a los pueblos vecinos. Las milpas y los cafetales quedan retirados, ya ni siquiera podemos ir -se queja un campesino de Coyuca-; estamos desesperados porque el Ejército empezó ya con sus agravios. Se acercan a los niños y les preguntan quiénes son los encapuchados. Salen de repente y espantan. Hay temor entre las gentes y muchos empiezan a dejar sus casas, porque esto se puede poner igual que cuando Lucio".
El Guerrero que describe Crónicas del sur está empeñado, como el vastísimo mundo rural de todos los rumbos del planeta, "en una confrontación histórica de larga duración entre quienes dominan a los integrados al mundo global y las mayorías arrinconadas y criminalizadas", escribe Bartra. Entender esa dimensión es decisivo para trasvasar la experiencia vivida de la organización en formas nuevas. En eso andamos.
Crónicas del sur. Utopías campesinas en Guerrero (junto con Bartra lo escribieron Rosario Cobo, Gisela Espinosa, Carlos García, Miguel Meza y Lorena Paz Paredes y lo publicó Ediciones Era) es una obra bienvenida en esta ardua tarea por delante.