jueves Ť Ť marzo Ť 2001

Soledad Loaeza

La política de la presencia

La marcha zapatista a la ciudad de México puede alterar de manera definitiva el curso del cambio político que hemos estado viviendo durante más de una década. No se trata nada más de un concurso de popularidad en el que se enfrentan las seductoras metáforas del subcomandante Marcos a los desplantes coloquiales del presidente Fox. Este tema es secundario. En lo inmediato lo que realmente está en juego son dos maneras de hacer política: una, la que representa el EZLN, de movilizaciones multitudinarias que pretenden imponer sus exigencias ejerciendo presión a través de la presencia física; la segunda es la política a través de instituciones, la que encabeza el gobierno, la que encarnan el Congreso y los partidos políticos. Esta es la política de la democracia moderna; en aquélla, en cambio, reverdecen los laureles del pasado predemocrático, con los que amplios grupos populares coronaron una y otra vez las sienes de presidentes autoritarios. El subcomandante Marcos expresó claramente la tensión entre estas dos formas de hacer política cuando descalificó a Vicente Fox y al Partido Acción Nacional como "la ultraderecha que se posesionó del poder", como si su triunfo hubiera sido ilegítimo y no el resultado de una elección limpia y competida en la que participamos más de 40 millones de mexicanos. En ella votamos por el candidato de nuestra preferencia, y también por las formas de la política moderna.

La política de la presencia en México tiene raíces bien profundas, aunque envejecidas; es una de las herencias de la revolución de 1910, y fue uno de los pilares de la cultura autoritaria que muchos queremos superar. Los gobiernos sucesores la cultivaron con dedicación, sabiendo que los actos colectivos podían parecer más democráticos que el voto, por el simple hecho de ser colectivos; como si manifestaciones y marchas no entrañaran tanta o mayor manipulación y control que el sufragio. Para regar las raíces de la política de la presencia basta una oratoria inflamada o romántica que remueva sentimientos y actitudes que van de la solidaridad al miedo, de la credulidad a la cobardía, de la culpa a la venganza. Es una forma de acción directa que, sin recurrir abiertamente a la violencia, la sugiere. Consiste en reunir a grupos de personas que para lograr sus objetivos no se detienen en razonamientos, sino que protestan, demandan y en más de un caso ofenden. Intimidan con el número, que siempre es más de uno, bloquean calles, la entrada a la escuela, a una oficina pública; aunque sean sólo diez o veinte, su acción logra cancelar a millones de votantes. Al formar parte de un actor colectivo están protegidos por el anonimato y tienen garantizada la impunidad. En esta forma de hacer política no se requieren ideas ni reflexión, simplemente hacer sentir y sentir, es una política de videntes y de ciegos. Por esa misma razón, la política de la presencia está en el origen de los peores excesos antidemocráticos que registra la historia del mundo y de nuestro país, incluso en tiempos recientes. Pensemos únicamente en el paro universitario de 1999. Tratemos de recordar un solo argumento bien articulado del CGH. Lo único que viene a la memoria son slogans y arrebatos, connatos de golpes, salidas ingeniosas, rumba en lugar de cultura.

La participación del presidente Fox en la 124 Asamblea General de la Confederación de Trabajadores de México es un ejemplo revelador del costo de la política de la presencia. Hasta ese día nadie hubiera imaginado que un Presidente de origen panista pronunciaría un homenaje a Fidel Velázquez. Pero Fox lo hizo. No sabemos si sus frases fueron improvisadas o si estaba preparado el reconocimiento a la "inspiración de quienes..." como Velázquez --dijo-- lucharon cada día de su vida por los trabajadores, teniendo como "guía y bandera" "la patria y México". En todo caso, cabe preguntarse qué pudo haber llevado al Presidente a incluir en su muy personal lista de demócratas mexicanos al sempiterno líder sindical de la más autoritaria de las organizaciones del PRI, quien todavía en los años ochenta declaró que su partido sólo dejaría el poder por las armas, como lo había logrado. Fueron los cetemistas quienes en 1946 se negaron a entregar al PAN una sola de las curules que este partido reclamaba --entre ellas las que habían obtenido Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna--. También fueron los principales adversarios del reformismo electoral de Jesús Reyes Heroles, y de los cambios que Carlos Madrazo intentó en el PRI para ampliar la representatividad de ese partido. Durante décadas la CTM fue reconocida como el símbolo más acabado de la antidemocracia mexicana, y así fue denunciada una y otra vez por los panistas. Con estos antecedentes, la única explicación posible del homenaje de Fox a Velázquez está en el amago de la matraca que blandieron los cetemistas reunidos en el auditorio Fernando Amilpa.

Si la sinceridad del discurso del presidente Fox en la CTM es cuestionable en las condiciones en que se pronunció, más lo será la legitimidad de cualquier decisión que se tome a resultas de las estrategias de la política de la presencia del EZLN. Muy superior, en cambio, es la legitimidad de las decisiones --producto de la deliberación razonada-- que toma libremente un Congreso, elegido por el voto razonado y secreto de ciudadanos libres.