jueves Ť Ť marzo Ť 2001

Adolfo Sánchez Rebolledo

Globalización y comunidad

Un iluminador artículo de Ugo Pipitone nos ha recordado que reconocer la objetividad de un fenómeno social no significa convalidar desde el punto de vista político o moral sus consecuencias negativas. Sin embargo, no se necesita ser un apologista de la globalización, un globalifílico, para comprender que se trata de un fenómeno universal, cuya expansión no depende únicamente de la voluntad buena o mala de los poderosos dueños del mundo. Por eso, sus resultados tampoco pueden rechazarse en bloque, ya que se trata de una realidad contradictoria, en movimiento, y en cierto modo inacabada y, por tanto, modificable.

La globalización nos acerca a nuevas formas de relación entre los individuos, la sociedad y el Estado, que no necesariamente tienen que ser injustas o deleznables. Sin hablar de la actual riqueza de las naciones y su terrible e inequitativa distribución, el increíble desarrollo de las comunicaciones, por ejemplo, nos puede llevar, es cierto, al límite de la utopía negativa orwelliana o a un horizonte de libertades jamás imaginado. Puede cancelar la importancia de los Estados nacionales y deslavar la idea de soberanía, como ya ocurre, y ofrecernos al mismo tiempo la perspectiva nada ilusoria de un nuevo orden internacional sustentado en un entramado de asociaciones autónomas directamente relacionadas entre sí, sin pasar por las mediaciones institucionales conocidas. Los nuevos "sujetos" surgidos de la experiencia de la globalización podrían asumir de manera directa y democrática nuevas responsabilidades en la conducción de ese "Estado", asumir decisiones y dirigir su vida en forma cada vez más autónoma y solidaria. La idea del mundo como comunidad podría convertirse, finalmente, en una posibilidad plausible. Dicho de otro modo, la globalización también nos permite soñar.

Es evidente también que los peores estragos producidos por la corriente modernizadora se concentran, como siempre, en las sociedades previamente marcadas por la desigualdad y la polarización, que son las mismas desde hace siglos. Si en sus orígenes el capitalismo creció destruyendo las comunidades rurales y forjó Estados nacionales, la globalización actual derriba fronteras y excluye del progreso a regiones enteras pobladas por la mayoría de la sociedad. Las pruebas empíricas sobran. El mercado mundial liquida a las empresas más débiles y conduce a la extinción a la economía campesina tradicional poniendo al borde de la catástrofe a millones de personas en aras de la integración mundial. Rota la cohesión social de sus pueblos, éstos quedan a la deriva, sin más recurso que emigrar desde las regiones azotadas por la pobreza extrema hasta las urbes modernas y sus oasis agrícolas, que así aprovechan la mano de obra barata. La pobreza se convierte en el principal factor de inseguridad e incertidumbre contra la convivencia democrática. Toda la vida en el planeta sufre directamente los embates de este impulso y sus efectos comienzan a sentirse en todos los órdenes, sin que se reduzcan sensiblemente las formas irracionales de consumo en las sociedades más desarrolladas. Esa es, en efecto, la realidad en este mundo globalizado.

En esas condiciones, las reivindicaciones comunitarias adquieren un nuevo sentido, definitivamente alejado de las quimeras restauradoras del pasado. Ya no se trata, como pedían los narodniki en la Rusia zarista, de saltarse el capitalismo para fundar una utopía rural y libertaria sobre la base de comunidad, sino de reconocer que, dejado a su propio impulso, el progreso avanza a expensas de los más débiles sin garantizarles siquiera los más elementales frutos de su desarrollo. Ahora se trata de eludir el objetivismo que se cruza de brazos para intervenir creativamente con una posición definida en el curso de los acontecimientos sociales, sin fatalismo de ninguna especie. Con sus efectos erosionadores sobre las costumbres, la globalización puede convertirse paradójicamente en el punto de partida para una transformación de los Estados liberales, justo en la dirección de proteger y darle expresión y presencia, justamente, a esos millones de modernos parias que cada vez menos "tienen que perder". La globalización permite, entre otras cosas, darle visibilidad, presencia y resonancia a grupos humanos excluidos y silenciados durante siglos, cuya voz se escucha como una exigencia de vida ante la fatalidad destructiva del progreso.

Y si eso implica reconocer derechos "nuevos" que no están consagrados en las Constituciones, que son buenas, pero responden al ritmo de otras épocas, hay que poner manos a la obra. El Estado liberal, con su idea evolucionista del progreso, se propuso otorgar la igualdad jurídica a todos los ciudadanos, sin excepción, pero es obvio que tal Estado, muy a pesar de leyes y Constituciones prometedoras, no garantizó las libertades individuales de los mexicanos indios, el bienestar social de sus pueblos o la protección legal de sus culturas que hoy vienen reconstruyéndose. Y de eso se trata, entre otras cosas. No se pueden proteger los derechos de las comunidades y de sus integrantes si, al mismo tiempo, se les condena a la disolución gradual y espontánea o, peor, al exterminio sin contravenir el orden legal. ƑAlguien puede oponerse a establecer, como se dice en los acuerdos de San Andrés, los principios y fundamentos necesarios para la construcción de un pacto social integrador de una nueva relación entre los pueblos indígenas, la sociedad y el Estado?