Breves historias
de adicción
Seis noches. Yacía bocarriba, completamente
extendido y con una tremenda erección, en el último lugar
donde hubiera pensado estar unos días antes. Precisamente seis días
antes, H. abordó el Metro en la estación Tacuba y se bajó
en la estación Hidalgo para transbordar. Ya iba sudando y pensó
en todo lo que le faltaba de ciudad por recorrer hasta llegar a su departamento,
ubicado casi en la salida a Cuernavaca. Sintió que el dinero de
la quincena más un préstamo se agitaba en su bolsa y la saliva
se le espesaba más. Salió de la estación y caminó
dos cuadras sobre San Cosme hasta la Cantina El Golfo de México.
Luego fue a otra cantina donde le gustaba ver a los jugadores de dominó.
Después quiso conocer un bar que había visto sobre San Cosme,
cerca de Insurgentes. De camino, pasó junto al Museo de San Carlos.
Buscando una vinatería, se dio cuenta de que atrás del museo
había un parque pequeño y una vinatería. Mientras
compraba dos cuartos de brandy admiró la calma de ese parquecillo,
apenas a una cuadra del barullo de las calles atestadas que lo rodeaban.
Se encendieron los farolitos de luz amarilla que adornaban el lugar y casi
al mismo tiempo se prendió el letrero luminoso que anunciaba Hotel
San Fernando. Repentinamente, se dio cuenta de lo que había estado
deseando desde hacía tiempo. Encerrarse en un cuarto. Beber hasta
terminar con esa larga sed que lo acosaba. Beber solo, sin testigos, lleno
de culpas y de remordimientos. Luchar contra ellos, no dormir de la preocupación,
saber que hacía mal, que su mujer y sus amigos lo buscarían
en los hospitales y en las comisarías. Pondrían una pésima
foto suya en la televisión con sus datos generales. // No podría
llamarlos porque tendría que explicarles por qué lo hacía
y la explicación lo avergonzaba (por esos tiempos H. no sabía
que era alcohólico; pensaba que todo lo que hacía era fruto
de un azar guiado por su destino; que a nadie sino a él le
sucedían esas cosas). Además le harían volver o, peor
aún, irían por él, tocarían a la puerta y lo
sacarían por la fuerza, quizás esposado por un par de policías,
quizás enredado en una camisa de fuerza. Y esos temores, esas compulsiones,
al tiempo que le repugnaban lo atraían misteriosamente. // Así
pasaron seis noches en las que dormitaba, veía televisión
o leía el libro de cuentos que llevaba con él. Durante el
día, salía a comprar bebida y algo de comer, se sentaba en
el parque a leer el periódico del día mientras le arreglaban
el cuarto. Su paranoia y su debilidad iban en aumento. // Cuando regresó
al hotel, le tocó subir en el elevador con una pareja de recién
llegados. Eran franceses practicando ese turismo centavero que los hippies
europeos
pusieron de moda. Traían grandes mochilas, lucían bronceados
disparejos; ella llevaba un pequeño short que en realidad era un
pantalón vaquero recortado y una camiseta sin sostén, él
usaba unos pantalones de tela basta, blancos y arrugados; ambos calzaban
huaraches. Habían sido alojados en el mismo piso que H. Su ventana
daba al cubo interior del edificio, y por único paisaje H. tenía
grandes ventanas de vidrio esmerilado, pertenecientes a los baños
de los cuartos de enfrente cuyas vistas sí daban al parque. Abarcaban
el ancho del baño para evitar que los clientes prendieran la luz
durante el día. Nunca se hubiera dado cuenta de esto si quince minutos
más tarde no hubiera escuchado unas risas y jadeos apagados. H.
se asomó al cubo y de pronto se dio cuenta de que la pareja había
entrado a la ducha y empezaba un jugueteo sexual. Primero sólo los
oyó, pero de pronto los cuerpos aparecieron difuminados por el vidrio.
Como decidieron hacerlo dentro de la regadera, la mujer recargó
el cuerpo contra el cristal difuso. Se podía ver su pelo, sus hombros
dorados, sus sonrosadas nalgas, las pantorrillas y, a veces, las manos
del hombre subiendo y bajando. Se adivinaba cómo su cuerpo se retorcía
mientras el hombre, hincado frente a ella, buscaba afanosamente llegar
con la lengua al botón del clítoris. Luego la hizo dar vuelta
y el rostro de ella se volvió un Francis Bacon aplastándose
contra los pequeñas rugosidades del vidrio. Los senos también
explotaron, dejando ver el pequeño pezón rosado que los coronaba.
El pubis también se vino a estrellar contra el cristal apenas un
minuto. Las embestidas se percibían con claridad. La mujer aullaba
sordamente, como una gata con una bola de estambre metida en la garganta.
Después, H. vio aparecer la espalda del joven y las piernas de la
mujer atenazándolo a mitad de la cintura. Mientras, H. arrastró
una silla frente a la ventana, trajo la botella y el vaso, y se dedicó
a masturbarse legalmente, dando de vez en cuando largos tragos a su vaso
lleno de brandy y agua mineral. Ellos lo hicieron dos veces, él
bebió dos litros. // Durante toda esa noche, la mente de H. estuvo
sumergida en humedades y fluidos. Mientras leía o miraba televisión,
no pudo dejar de pensar un solo instante en las escenas que había
visto. Salió apresuradamente a comprar otra botella. // En la madrugada
empezó a vomitar. No podía retener ningún líquido,
ya no digamos licor, ni siquiera agua. Vomitó hasta que casi se
le salían los ojos de las órbitas, pero la veía a
ella; y cuando empezó la hemorragia siguió viéndola,
casi tocándola. Empezó a gritar. Alguien avisó a la
administración. Abrieron con la llave maestra y lo encontraron desnudo,
tirado sobre el mosaico del baño, jadeando como si se ahogara. Tenía
una erección que no cedió nunca: ni cuando llegaron los paramédicos
y se lo llevaron al Xoco, ni cuando le hicieron lavados de estómago;
diagnosticaron estallamiento de úlcera, le pusieron suero y calmantes
y lo llevaron a la sala de operación, donde murió por negligencia,
o por un ataque cardiaco masivo, según dijeron las autoridades al
entregar el cadáver a su mujer y comentarle que la erección,
por alguna inexplicable causa, no había amainado nunca.
CarlosGarcía-Tort
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QUERÉTARO REVISITADO CONSTANTEMENTE El maestro Felipe Ramírez, quien ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la música para órgano del Virreinato, nos ofreció, en la mañana del 25 de diciembre, un recital en el órgano barroco del templo de Santa Rosa de Viterbo de Querétaro. Interpretó música de Cabezón, Bach y, para que luciera toda la trompetería, una obra de César Franck. El precioso instrumento, Mariano de las Casas Fecit, fue bien restaurado hace unos años, pero, a últimas fechas, lo han descuidado y el mecanismo, especialmente las jaladeras de los registros, se encuentra deteriorado. Por eso no fue posible escuchar los dulces tonos del flautado violón y los niños no pudieron asombrarse con los pajaritos y el tamboril. Felipe hizo verdaderos malabarismos para interpretar las variaciones sobre el Adeste fidelis, con su humorístico homenaje al jazz, y mucho padeció en su improvisación. Ojalá que el patronato entre en funciones y sujete al milagro barroco a una reparación a fondo. Por otra parte, nos dio gusto constatar que la iluminación del templo ha mejorado. Ya es posible admirar el retrato de Sor María Francisca Neve (buena noticia para Elisa Vargas Lugo) y las monjas draculescas han sido ligeramente restauradas. Para nuestra fortuna, ahora un angelote decimonónico bastante desaforado nos cubre la estatua de San Francisco de Sales señalando el techo a un Santo Domingo Sabio más cursi que un personaje de novela edificante de Televisa o de Azteca, que para el caso son iguales, y la iluminación del horrendo altar mayor (neoclásico en madera que suplantó al original barroco abominado por el notable arquitecto, y notorio irrespetuoso con el pasado artístico, don Eduardo Tresguerras) es tan tenue que nos oculta en parte los desfiguros carpinteriles. El púlpito orientalista y el peinetón del coro nos obligaron a reconocer que el exceso decorativo es una de las gracias principales de Santa Rosa. Nada está fuera de sitio y todo es desenfrenado, retorcido, hasta un poco delirante. En fin... uno de los grandes triunfos del barroco mexicano. En esto pensábamos mientras Felipe dejaba fluir la serena música de Cabezón y nos rodeaban los aspectos más brillantes de la cultura católica. La llegada de una fuga a la italiana de Bach nos hizo recordar que, junto a ese maravilloso patrimonio de cultura humanística, latieron la intolerancia y la violencia viva en las hogueras inquisitoriales. Nada es perfecto, nada. Por eso las utopías son conmovedoras en su búsqueda de la armonía social. Conmovedoras y atroces cuando llegan al poder, como afirma el pavorosamente lúcido Emile Cioran. De regreso a casa busqué el primer volumen de las crónicas escritas por Novo durante el periodo presidencial de Díaz Ordaz. Ahí está su recuerdo de un viaje a Querétaro hecho, en buena medida, para apoyar a una pequeña, joven, reformadora y asediada universidad. Junto con García Ponce, Juan Vicente Melo, Pellicer y Monsiváis, participó en un ciclo de conferencias de actualización literaria. La noche de la clausura, Felipe Ramírez lo deslumbró con un programa magnífico: Hindemith, Bach, una improvisación, Messiaen y Holler. El órgano de San Agustín jadeó y pujó para cumplir sus funciones y Felipe logró atenuar las deficiencias técnicas del ahora reparado instrumento. Unos meses después, la derecha cerril consumó su defensa de la santa tradición y salimos con paso ligero de la ciudad barroca. Felipe se vino a la devoradora capital y anduvo por rumbos poblanos. Fue organista titular de la Catedral Metropolitana de México y tuvo que dejar su cargo empujado por las envidias del gremio que no toleraba su doctorado en Ratisbona y su talento improvisador, y por la pequeñez de algunos canónigos refectoleros y adormilados a la hora del oficio parvo. Incursionó, por amor a Bach y a la cultura alemana, por los coros de las iglesias luteranas, dio clases en Puebla y ahora trabaja en el Cenidim (lucha desde hace tiempo para que le publiquen sus investigaciones sobre la música de órgano del Barroco) y en el Conservatorio Nacional. Sus proyectos de restauración de los enormes instrumentos se han realizado en Querétaro y Puebla y le quedan todavía otras empresas por cumplir, además de su constante lucha porque se les dé atención y mantenimiento a los ya restaurados. El último trompetazo genial de Franck conmovió el pequeño teclado (para manos de monja) del prodigio Fecit por Mariano de las Casas, aprendiz y maestro en todas las artes de la construcción. Salimos a la mañana soleada y fría cuando el primer reloj de repetición de América, colocado en la torre entre mudéjar y bohemia de Santa Rosa, decretaba las dos de la tarde. Caminamos por las casi solitarias calles y pasamos frente a la vieja Escuela de Música Sacra en la cual Felipe hizo sus primeros estudios. Recordamos a los padres Velázquez, Conejo, y a don Agustín González, y reconocimos la importancia de una Escuela que mantuvo un constante intercambio con la de Regensburg (la antigua Ratisbona), así como con Roma y con los notables músicos Perosi y Respighi. La noche del 24 asistimos al desfile de los carros bíblicos que, asediados por la vulgaridad de la televisión comercial, cada vez tienen menos público. Bruno, Rita y Gabriel gozaron en grande y abrieron los ojos del asombro frente a los candorosos cantos y evoluciones teatrales y dancísticas de los muchachos y muchachas de las clases populares que participan en ese hermoso rito nacido en el siglo antepasado. La cena de Baltazar, La torre de David, Moisés en la montaña, La escala de Jacob, El portal de Belén son algunos de los argumentos de los carros alegóricos. Recuerdo uno de los temas musicales (sirva esto de homenaje al difunto don José Corona, principal mantenedor de esta tradición que ahora defiende Aurelio Olvera): Duerme Jacob, descansa sobre la dura peña, mientras tu mente sueña con celestial visión... Terminados los carros regresamos a la casa de
doña Lucinda. En una esquina, un guitarrista ciego cantaba un viejo
son alteño: Comadre, vamos al agua, al pozo del otro día,
onde le rompieron lolla a la probe de mi tía. ¡Ay, ay, ay,
ay! Ella la culpa tenía; pos la muy santa siñora onde quera
la ponía... La gente se iba a sus casas, se preparaba la misa de
gallo y, al día siguiente, Bach estaría vivo en el órgano
barroco de Santa Rosa de Viterbo. Esa misma tarde, Borges gozó las
luces del atardecer queretano.
Hugo
Gutiérrez Vega
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