DOMINGO 25 DE FEBRERO DE
2001
El asesinato de Kabila, la punta de un enorme iceberg
ƑQué está pasando en Africa ?
El pasado mes de enero Laurent-Desiré Kabila
-presidente de la República Democrática del Congo- fue
asesinado por uno de sus guardaespaldas. ƑQuién dio la
orden? Enemigos, desde luego, no le faltaban: su país se
encuentra enfrascado en una guerra en la que están implicados
no menos de ocho países africanos.
El conflicto está
alcanzando unas proporciones tales que hace algunos meses la ex
secretaria de Estado estadunidense, Madeleine Albright, habló
*de la existencia de una -según sus propias palabras-
Primera Guerra Mundial Africana. Los acontecimientos
trascienden pues, en mucho, los habituales conflictos que sacuden a
Africa y han de ser inscritos en la encarnizada lucha que potencias
extranjeras como Francia y Estados Unidos libran por la tutela de las
ingentes riquezas naturales que se esconden en el corazón de un
continente que, según datos de la ONU, ha visto morir a no
menos de un millón 700 mil personas
Juan AGULLO
Pese a a lo que hubiera cabido deducir tras la intervención occidental en Ruanda (1990-1994), el viejo Zaire (hoy RDC) constituyó desde un primer momento el verdadero objetivo de aquellos que, tras el desmembramiento de la URSS, apostaron por una superación del statu quo en Africa. Su posición geográfica resulta, de hecho, altamente estratégica: se trata de un enorme territorio ecuatorial -de 2 millones 345 mil kilómetros cuadrados- que abarca prácticamente todo el curso del río Congo y es extremadamente rico en recursos naturales. El hecho de que además limite con nada menos que nueve países convierte su control en la clave para dominar Africa central.
Durante algo más de 100 años el Congo fue una colonia belga; tras la descolonización cayó en el área de influencia francesa. Durante prácticamente toda la Guerra Fría su estabilidad estuvo asegurada por la mano de hierro con la que el excéntrico y visceral Mobutu Sese Seko condujo al país con el consentimiento de París. Francia y sus aliados occidentales, de hecho, no podían consentir que Zaire cayera en la órbita de la URSS. Por eso en el viejo Congo Belga, desde la llegada de Mobutu al poder, cualquier atisbo de guerrilla fue, si no borrado del mapa, al menos trasladado a países vecinos.
El caso del ahora asesinado Laurent-Desiré Kabila resulta el más elocuente en ese sentido. Dirigente de una guerrilla autoproclamada marxista, el personaje en cuestión vivió en el exilio durante prácticamente tres décadas. El Che Guevara -que anduvo por esas tierras tratando de extender la Revolución a Africa- dio cuenta en sus escritos de la facilidad con la que Kabila y los dirigentes de su grupo se daban a placeres de la vida ajenos a las virtudes que debían de adornar al hombre nuevo. Y es que, independientemente de la catadura moral de los opositores a Mobutu, lo cierto es que el objetivo de las grandes potencias radicaba, más en cauterizar a los enemigos de Mobutu, que en aniquilarlos por completo. Al igual que en otros países del área, y si tenemos en cuenta la inestabilidad que caracteriza a la región, su instrumentalización podía tornarse fundamental en cualquier momento.
Durante muchos años y como consecuencia del contexto internacional las potencias extranjeras se vieron obligadas a hacerse de la vista gorda, no sólo en relación con el autoritarismo del régimen zaireño, sino con la impresionante corrupción que lo caracterizó en todo momento. Dicha corrupción -como en no pocos países de la periferia- se organizó a partir de diversos canales: desde las regalías monetarias por prácticamente cualquier servicio hasta la desviación hacia el mercado negro de unos recursos naturales cuya explotación -desde la década de los sesenta- se encontraba en manos del Estado. Aquí es donde los caminos de Zaire y Ruanda convergen: durante mucho tiempo el segundo de los países citados -que apenas cuenta con recursos naturales en su territorio- se convirtió en el filtro privilegiado a partir del cual se drenaron hacia el exterior materias primas y recursos financieros ilegalmente libres de impuestos provenientes del viejo Congo Belga. Países cercanos como Burundi, e incluso Uganda, también jugaron ese papel durante muchos años.
Por eso el control político de la zona resultó tan importante: no sólo significaba apoderarse del control de una economía sumergida bastante dinámica, y desde luego sumamente lucrativa, sino que además suponía dominar la retaguardia de Zaire, en suma, uno de sus puntos políticos, geográficos y militares más débiles. La región donde, para más señas, se encontraban confinados desde hacía décadas aquellos que, como Kabila, se reclamaban oposición al todopoderoso Mobutu. Controlar los Grandes Lagos por consiguiente equivalía a controlar los mecanismos que podían desencadenar la reorganización del orden establecido en el Africa central.
*La guerra civil zaireña: primer acto
En 1997 -tres años después del genocidio ruandés- saltó la chispa que los buenos conocedores de la política africana habían previsto: Kabila, apoyado por Uganda, Ruanda, Burundi y en última instancia por toda una serie de conglomerados mineros e industriales occidentales, lanzó una ofensiva militar contra el gobierno de Mobutu: la guerra civil zaireña había comenzado o, dicho de otro modo, la primera batalla por la reorganización del orden establecido en Africa central se acababa de desencadenar.
Los intereses en juego eran enormes. Aquellos que trataban de derribar a Mobutu aspiraban a lograr un acceso de nueva planta a los ingentes recursos naturales con los que cuenta Zaire. En realidad, por consiguiente, no se trataba tanto de acabar con el mobutismo -encumbrando a una marioneta como Kabila- como de dinamitar el poder centralizado de Kinshasa (capital de la RDC) para así, al precio que fuera, poder desbancar a los conglom erados industriales europeos y surafricanos que, bajo Mobutu, habían comenzado a convertirse en los principales beneficiarios de la privatización de las viejas empresas mineras estatales (muchas de ellas de origen colonial).
Por supuesto las maniobras de Washington en Africa tuvieron y tienen que ver más con el novedoso y desmesurado interés de unos cuantos inversionistas estadunidenses por las materias primas congoleñas que con una directriz geoestratégica del Pentágono. Dicho interés -aparentemente sorprendente- se relaciona con diversos factores coyunturales, pero fundamentalmente con uno de fondo: muchos de los minerales que se encuentran en el subsuelo de la RDC comienzan a escasear en otras zonas del planeta o bien resultan de difícil acceso y por consiguiente extremadamente costosos de extraer. Por si eso fuera poco en la RDC también hay toda una serie de minerales no tanto en vías de agotamiento como verdaderamente difíciles de encontrar (por ejemplo el coltan, muy utilizado en la construcción de ojivas balísticas). Los reseñados minerales, a lo largo de los últimos años, se han valorizado terriblemente como consecuencia, por una parte, de la construcción de armas de última generación y, por otro lado, de una carrera espacial cuyo proyecto más ambicioso radica en la construcción de una estación orbital internacional que habrá de sustituir a la mítica Mir rusa.
Como se podrá suponer, los contratos que ya se están firmando y que se van a poder firmar próximamente en Estados Unidos con las industrias militar y espacial resultan algo más que suculentos: ese es el verdadero motivo del repentino interés por redefinir el orden establecido en Africa central. Desde esta perspectiva la rebelión de Kabila contra Mobutu en 1997 no representó ni mucho menos el deseo de todo un pueblo, sino la intervención más o menos descarada en los asuntos internos del país de intereses extranjeros que pretendían pescar en el rico río revuelto que es la RDC.
*La guerra civil congoleña: segundo acto
Que Kabila fue utilizado contra Mobutu resulta pues harto evidente. Kabila, sin embargo, también utilizó el repentino interés extranjero por su país en su propio beneficio. Por eso, una vez que tomó la capital Kinshasa y se hizo con el control de la RDC se olvidó de los compromisos que había asumido: tanto de los nominales (democratizar el país), como de los reales (favorecer los intereses de la heterogénea coalición extranjera y multinacional que lo había aupado al poder). Lógicamente ello equivalió a desenterrar el hacha de guerra: de nuevo las armas volvieron a ser veladas en un país que, prácticamente de la noche a la mañana, se había convertido en una de las zonas más candentes del planeta.
Las alianzas, entonces, hubieron de redefinirse: sus antiguos colaboradores se convirtieron en sus nuevos enemigos, a la par que sus viejos contrincantes se transformaron en amigos de nueva cuenta. Por ejemplo Kabila -que había denostado a la francofonía- vio cómo ésta terminó convirtiéndose en uno de sus apoyos más firmes y seguros. París, de hecho -que había combatido a Kabila antes de 1997- comenzó a necesitarlo para contener el empuje de las multinacionales estadunidenses y de los ambiciosos gobiernos de los países de los Grandes Lagos. Otras naciones cercanas -como Angola, Namibia y Zimbabwe, o en menor medida Chad, Libia y Sudán-, debido a intereses locales o a cuestiones geoestratégicas de mayor calado, también han acudido en los últimos tiempos en ayuda del gobierno de Kinshasa.
Enfrente se ubican los viejos amigos (Ruanda, Burundi y Uganda), y a menor escala Kenia y Tanzania. Detrás de la acción de los reseñados gobiernos se encuentran, por supuesto, las multinacionales estadunidenses, y sobre todas ellas, una muy peculiar, la American Minerals Field Inc., un conglomerado minero -con sede en Arkansas- nacido hace unos años (1996) con el objetivo declarado de hacer sombra a gigantes establecidos del sector como la surafricana Anglo American Corp. Su secreto: una enloquecida carrera hacia la reducción de costos a cualquier precio y un entramado de apoyos políticos, logísticos y diplomáticos que la ayudan a establecer ilustres accionistas de la casa como George Bush padre, Brian Mulroney (ex primer ministro canadiense) o Karl Otto Pol (ex presidente del Bundesbank).
Los mercaderes de la muerte también están haciendo su agosto. Empresas de mercenarios como la Executive Outcomes (con sede en Suráfrica) o la International Defense & Security (con sede en Dinamarca) tienen destacados a sus siniestros empleados en uno y en otro bando. Su modus operandi ha cambiado con respecto al de hace algunos años: ya no cobran sus servicios tan sólo a cambio de dólares, sino de concesiones mineras que más tarde truecan por millonarias sumas o simple y llanamente por acciones en los gigantescos conglomerados que están tratando de hacerse un hueco en Africa central.
Los traficantes de armas, por su parte, tampoco se están quedando atrás: como se podrá imaginar las ganancias que se pueden obtener son demasiado suculentas como para respetar embargos internacionales o prescripciones morales. En este sentido el recientemente destapado escándalo Elf -en Francia- resulta harto elocuente: se trata de una gigantesca operación de venta de armas a un país internacionalmente embargado como Angola del que, muy probablemente, se terminaron desviando armas hacia la RDC.
*Anatomía de la tragedia
Actualmente los poderes feudales se multiplican. Pensar la guerra civil congoleña como un conflicto entre dos bandos perfectamente definidos resulta algo más que ingenuo: todos juegan con varias barajas, incluidos los occidentales. Hoy en día en Africa el que tiene un kalachnikov (AK-47, fusil de asalto de fabricación rusa) es el que manda: los liderazgos son carismáticos y locales. No hay posibilidad de una ofensiva nacional sin unas alianzas que, casi siempre, van más allá de las artificiales fronteras trazadas durante la descolonización. La ideología no cuenta: el que más ofrece es el que más tiene. Pero para poder ofrecer hay que conquistar la "parte útil" del país, el resto no sirve: Ƒa quién le interesa? Los principados de carácter medieval proliferan alrededor de cada yacimiento, de cada mina: Ƒpara qué ir a tomar posiciones geoestratégicas o políticas clave cuando ya se ha logrado con qué subsistir en medio del caos? Basta con defender lo que ya se tiene: la mayor parte de las veces resulta infinitamente más sensato quedarse en esas condiciones en el propio país que marchar hacia una Europa que repele, que persigue, que deporta.
La tragedia para las poblaciones locales se acrecienta cada día que pasa. La economía se desmonetariza. En las zonas a las que no llega la guerra la única posibilidad de empleo radica en enrolarse en uno de los muchos grupos armados que proliferan por el país. La alimentación escasea y las enfermedades se multiplican. En los lugares más alejados las masacres se encuentran a la orden del día y por consiguiente, los éxodos masivos, también. Las ONG occidentales son las únicas que se ocupan de administrar la catástrofe en los campos de refugiados. Es ahí donde se toman las fotos: esas instantáneas que, desde las portadas de los periódicos, estremecen de vez en cuando al mundo. Los ciudadanos occidentales suelen ceder entonces al poso de humanidad que todavía les queda dentro e ingenuamente -en lugar de enfilar su protesta política contra los verdaderos responsables de la catástrofe- ingresan parte de sus ahorros en cuentas corrientes que, antes o después, terminarán sirviendo para fines contrapuestos a los primigenios.
En un contexto tal nadie dice nada, nadie hace nada. La ONU calla y contempla cómo una guerra internacional de un calibre inusitado se está desarrollando en Africa central sin que la humanidad esté siendo verdaderamente consciente de lo que allí está ocurriendo. Los intereses en juego son demasiado grandes como para andar con milongas: aquellos que financian y teledirigen el proceder de Naciones Unidas son los primeros implicados en esta edición moderna del infierno dantesco.
En la RDC los ciudadanos han dejado de ser tales -si es que algún día lo fueron- porque el futuro ha dejado de tener sentido. La vida vale menos que los metales que proliferan bajo el subsuelo. La situación resulta trágica: mucho más trágica que en continentes hermanos como Asia o América Latina. Ante un estado de cosas tal la cuestión que verdaderamente se plantea no es quién dio la orden de asesinar a Kabila, sino si su hijo y sucesor Joseph logrará administrar el caos. La duda, en este caso, resulta algo más que razonable: el problema de fondo no entiende de nombres propios ni morales. Tan sólo las voluntades exógenas parecen ser ya capaces de frenar procesos de degradación y de descomposición como los que -más allá de la RDC- están afectando a la olvidada y maltratada Africa.