DOMINGO Ť 25 Ť FEBRERO Ť 2001
Ť En La Realidad, el subcomandante Marcos entregó sus armas y balas al mayor Moisés
Como en 94, San Cristóbal se estremeció; 20 mil zapatistas recorrieron sus calles
Ť Las familias coletas subieron a sus azoteas Ť Miles de personas se reunieron frente a la Catedral
Ť Que quede constancia de que cumplimos la Ley para el Diálogo, expresó el sup a periodistas
HERMANN BELLINGHAUSEN ENVIADO
La Realidad, Chis., 24 de febrero. Los comandantes tojolabales y tzeltales que salieron hoy de La Realidad aguardaban unos pasos más atrás a que el subcomandante Marcos se despojara de su panoplia ante los ojos de la prensa. Muchas mujeres de los pueblos lloraban tímidamente por encima de los paliacates que velaban sus rostros. Las embargaba la preocupación por los que se van, como en aquella noche del 31 de diciembre de 1993.
El arco de este día puede tenderse entre el momento de las 10:44 de la mañana, en que el subcomandante Marcos entregó aquí sus armas y balas al mayor Moisés, en presencia de centenares de campesinos tojolabales, hasta la noche de hoy, cuando a las 21 horas, Jovel, la Ciudad Real de la Colonia, fue tomada pacífica pero rotundamente por 20 mil indígenas zapatistas, encapuchados y duros como granito, gritando ''Marcos, Marcos, Marcos'' y demandando con voces y mantas el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés.
De corazón a corazón
Un círculo de recomienzo para dar un paso más en su reclamo de cara a la nación. Este fue un día especial, histórico, por así decir. De manera clamorosa, se inició la marcha indígena por la paz. Van al corazón de México, pero vienen también del corazón de México. Siete años después.
Como en el ya un poco lejano primero de enero de 1994, entraron a Jovel marchando desde el otro lado de la sombra los indígenas rebeldes. Sólo que esta vez no lo hicieron los zapatistas armados del EZLN, sino sus bases de apoyo, civiles, de comunidades de toda la región indígena de Chiapas. La avenida Insurgentes y la calle Real de Guadalupe trajeron a los que vienen a decir ''Ya basta'', como si fuera la primera vez. Una inundación que ocupó la ciudad, la paralizó y fascinó. Las familias coletas subieron a las azoteas con sillas para ver el espectáculo que rendía sus prejuicios. Los indios, otra vez.
Sólo que ahora los recibía una plaza central iluminada y llena de gente esperándolos sin imaginar que llegarían tantos. Los miles de personas reunidas frente a la catedral esperaban solamente 24 zapatistas y no la movilización de masas más grande que ha visto San Cristóbal de la Casas en toda su historia.
El guitarrón, la guitarrita y el violín, que por la mañana acompañaron a los indígenas de La Realidad y muchas otras comunidades aledañas a cantar su himno, tenían el nervio del corrido y la melancolía del son indígena: ''Hombres, niños y mujeres, el esfuerzo siempre haremos, porque la patria grita y necesita de todo el esfuerzo de los zapatistas''. Ese mismo himno encendería la noche de San Cristóbal en la garganta de miles que antes cantaron el Himno Nacional.
En La Realidad, las mujeres veían irse a sus enviados con aprensión y esperanza. Van con el encargo de convencer al Congreso de la Unión para que reconozca los derechos de todos los indígenas mexicanos. Los comandantes Tacho, Abraham, Fidelia, Míster, mochila a la espalda, fueron testigos: el mayor Moisés sacó las balas, una por una, de las carrilleras del subcomandante Marcos, y las metió en un morral negro. Luego, recibió el rifle y la pistola del jefe rebelde, y le dio un abrazo muy efusivo que le duplicaba la estatura.
Marcos había caminado unos pasos hacia los periodistas, detrás de la valla, mostrando las armas que dejaba, diciendo: ''Para que quede constancia de que cumplimos la Ley para el Diálogo, vamos a ir desarmados''.
Los siete delegados subieron a la Suburban que los condujo a San Cristóbal, acompañados por Concepción Villafuerte, periodista y conciencia crítica de Chiapas. Allí iba Marcos -acosado por un enjambre de fotógrafos- con las carrilleras vacías. Aquí quedaba la gente a esperar el regreso de sus representantes.
En otro vehículo, los diputados italianos Ugo Boghetta y Franco Bonatto hicieron de escolta de los comandantes.
La segunda toma de la Ciudad Real de la Colonia
Con dignidad sobrecogedora, vestidos de blanco y rojo a la manera tradicional, un grupo de tzotziles de San Andrés marchaba al frente de una larguísima procesión de encapuchados que llenaba la avenida Insurgentes, de San Cristóbal. Una mujer enarbolaba una Bandera Nacional enmedio de una escolta de príncipes mayas de piernas desnudas y rostro cubierto.
Primero caminaron en profundo silencio, conscientes del factor sorpresa. Tojolabales, tzeltales, choles, zoques, tzotziles, alcanzaron el centro de la ciudad minutos antes del autobús que trasportaba a los comandantes por una calle paralela. Y a falta de Cruz Roja Internacional, un fortísimo cordón de los Monos Blancos italianos rodeó el vehículo para que descendiera la delegación zapatista. De Seattle y Praga a San Cristóbal, la sociedad civil ya aprendió a cuidarse sola. Aunque a ratos parezca demasiado frágil y primeriza, los Monos Blancos, con sus overoles pasados por clarasol, demostraron que siempre hay modo.
Después, los indígenas alzaron la voz para que no sólo hablaran las banderas y mantas. El acto central, que debía empezar a las 17 horas, lo hizo hasta las 22, pero ya no fue sólo un mitin, fue la mayor demostración de fuerza civil que ha hecho el zapatismo.
Los manifestantes llevaban cargadas sus arpas y sus guitarras, listas para disparar las notas de una fiesta. Sobre ellos, el cielo oscuro de la luna nueva era grande como siempre. Lección agrícola de que la vida no hace sino recomenzar; lo único que no existe es una última vez.
Eso mismo gritaban por la mañana las flores amarillas de las altas primaveras de la selva Lacandona, al paso del veloz convoy que dejaba atrás La Realidad. Los altos árboles llamados primavera reciben su nombre de la estación que anuncian. ƑSerá, este año, por fin, la primavera de la paz?
Los días que hoy empiezan lo dirán.
Ť Desarmados, hacen una demostración de fuerza ante el descontento y el miedo
Retoman zapatistas las calles de San Cristóbal
Ť El gobierno estatal debió intervenir para salvar enconos con pobladores coletos
LUIS HERNANDEZ NAVARRO
Son días de temor y espera. Cada vez que los zapatistas toman las calles de San Cristóbal de las Casas los coletos sienten pena, no tristeza, sino pena chiapaneca, o sea, aprensión y miedo.
El motivo es evidente. No tiene que ver con la magia de los números, aunque ésta exista. Hoy, 24 de febrero, Día de la Bandera, cuando los 24 dirigentes del EZLN arribaron a la más importante ciudad de los Altos de Chiapas, no fue la excepción. El temor estaba ahí. Después de todo, aún está fresco el recuerdo de la madrugada del 1o. de enero de 1994, cuando los rebeldes armados ocuparon el municipio. Las vidas y las propiedades de los arriba mencionados estuvieron, durante días, a disposición de los alzados. No las tomaron. Sus pesadillas se hicieron realidad. La memoria de ese -para ellos- aciago momento está viva.
Fue la fuerza de lo simbólico. Si la destrucción de un orden comienza por la demolición de sus mitos, el 12 de octubre de 1992 marca el inicio del resquebrajamiento de uno de ellos. Ese día, sus beneficiarios recibieron una fuerte llamada de atención. El 12 de octubre de 1992, Día de la Raza, un grupo de indígenas pertenecientes a ANCIEZ, una de las organizaciones sociales que agrupaban a los zapatistas, se desprendió de una marcha de celebración de los 500 años de resistencia indígena y campesina para destruir, a golpes de cincel y martillo, la estatua del conquistador Diego de Mazariegos.
Ahora, a más de ocho años de esa historia, y a siete del inicio de la insurrección armada, una parte de la sociedad coleta respingó al enterarse de la caravana zapatista. Fue necesaria la intervención del gobierno estatal para contener los enconos y las amenazas en su contra. Los pequeños propietarios de la zona de conflicto, representados por Constantino Kanter, chantajearon con interrumpir la marcha indígena si algunos de sus integrantes no eran indemnizados. Como ganaderos han seguido, hasta ahora con éxito, la política de los chivos: maman, chillan y dan topes.
Entre la expectación y la apariencia de fría indiferencia, las clases privilegiadas de la sociedad alteña aguardaron durante horas la llegada de los rebeldes a la ciudad. Algunos hasta pusieron sillas en azoteas, balcones y ventanas para mirar el espectáculo. Otros, precavidos, guardaron coches y decidieron verlo por televisión. En comercios, los dependientes, sin esperar pregunta alguna, externaban su malestar hacia los zapatistas y sus acompañantes. En una de las calles aledañas al centro, una señora se quejaba: "Estos encapuchados hasta nuestras calles quieren quitarnos". Era evidente que no estaban a gusto, era obvia su preocupación.
Tienen, también, motivos para sentir miedo y desconfianza. Apenas hace unos pocos días, en un gesto tan torpe como autoritario, el presidente municipal desalojó con violencia a los vendedores indígenas de artesanía que desde hace años despachaban frente a la iglesia de Santo Domingo. Fue como echar gasolina al fuego y, además, un indicador de cómo andan los ánimos raciales en la ciudad. La respuesta no se hizo esperar: airados artesanos y comerciantes en pequeño tomaron el palacio municipal y quemaron el coche del alcalde.
Los coletos no pueden, ahora, culpar a su villano favorito de lo que sucede. Samuel Ruiz ya no está a cargo de la diócesis de San Cristóbal. Durante años él fue el chivo expiatorio al cual responsabilizar cuando los indios se ponían respondones. Pero ya se fue, hay un nuevo obispo, y las cosas siguen igual.
Para colmo de sus males, el nuevo gobierno del estado no es el que ellos quisieran que fuera. Siguen conservando la presidencia municipal, pero no es suficiente. Algo de desamparo sienten al mirar hacia el palacio de gobierno en Tuxtla Gutiérrez.
Pero, sus verdaderos temores se avivan cuando voltean hacia atrás. Desde enero del 94 las cosas ya no son como antes. Su ciudad se ha llenado de indios que viven en casi 100 colonias en las orillas de la zona norponiente; son ya 35 por ciento de la población local, y alrededor de 75 por ciento de la región de los Altos. A pesar de su pobreza, su fuerza económica ha crecido: poseen medios de transporte, pequeños negocios y casas de material.
Simpaticen o no con los zapatistas, la insurrección ha cambiado la conducta de los indígenas. De por sí, siempre ha habido resistencia, pero ahora ha crecido y madurado. La dignidad los ha hecho insumisos. Dan y exigen trato de iguales. Ven a los ojos de cualquiera sin bajar la mirada. Caminan por las aceras. Aunque su producción haya caído en manos de nuevos acaparadores, han hecho a un lado a los antiguos atajadores.
San Cristóbal es como el centro de un pequeño sistema solar en el que municipios y comunidades indígenas son los planetas y las lunas. Pero la rebelión ha tocado las órbitas de planetas y lunas y las ha sacado de su cauce tradicional. El intercambio desigual sigue, pero sus términos se han modificado. Más aún en las amplias franjas de la zona rebelde. Lejos de que el zapatismo se haya "vaciado" en la disputa por lo nacional, ha transformado vidas y pueblos abajo. La correlación de fuerzas se ha modificado. La plaza de San Cristóbal hoy, las fiestas con las que los pueblos despidieron a sus delegados que van a México, son el termómetro que mide el calor liberado por esta movilización. Para los de arriba el futuro ya no es lo que era. Y presienten que, con la caravana zapatista, lo será menos.
Desde San Cristóbal de las Casas la cercanía de la paz no es tan evidente como parecen asegurar los medios de comunicación electrónicos, ni como gusta decir el presidente Fox. Tantas expectativas se han creado, y tantas han fracasado, que lo menos que puede hacerse es ser prudentes. La paz pareció estar cerca en febrero de 1994 con los Diálogos de la Catedral. Se esfumó cuando Luis Donaldo Colosio fue asesinado. De nueva cuenta, con la firma de los primeros acuerdos de San Andrés, en febrero de 1996, comenzó a verse la luz al final del túnel. Fue un espejismo. En noviembre de ese mismo año el fin de la guerra parecía estar a la vuelta de la esquina. El incumplimiento de la palabra presidencial abortó el proceso. Por eso, cuando se habla aquí de la inminencia de la firma de la paz, la gente, estén a favor o en contra de los zapatistas, guarda cautela. La mula no era arisca.
Hay, sin embargo, esperanza. Una esperanza desconfiada, que aguarda señales reales para creer en la paz. Eso que se ha dado en llamar la sociedad civil, y que ha sobrevivido a un clima de acoso, persecución y hostigamiento en su contra, sigue creyendo que es posible alcanzarla. Muchos de los que en los primeros días de combates salieron a las calles y a las carreteras a exigir el cese del fuego, siguen aquí, contra viento y marea, buscando la paz. Son quienes han organizado en parte el trabajo de coordinación y enlace informativo. Es cierto que muchas de sus personalidades y organizaciones no lograron sobrevivir a la adversidad. Pero muchos siguen en la brega y cuentan con nuevos apoyos.
Amparados en la noche, miles de zapatistas desarmados tomaron las calles del centro de San Cristóbal. Fue una impresionante demostración de fuerza, suficiente para revivir viejos fantasmas. Una última llamada a quienes se niegan a reconocer los derechos de los pueblos indios.