DOMINGO Ť 25 Ť FEBRERO Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

La otra frontera

Ť Cristina Pacheco Ť

 

El hombre lleva el mismo traje café, la camisa amarilla a cuadros y la corbata guinda con que se presentó en el Auditorio Raz-Ha para hablar de la emigración y la pérdida constante que significa para el país.

Al reconocerlo Adelaida recuerda la manera en que el hombre concluyó: "Por desgracia, nuestros connacionales, si logran insertarse en la economía estadunidense, no regresan a México. ƑY saben quiénes presentan más resistencia al retorno? Las mujeres. Las que salen del campo se acostumbran a la vida urbana y sus comodidades".

Entre el público se escucharon protestas aisladas. Adelaida esperó que alguna de sus compañeras protestara contra lo que parecía una acusación. Nadie lo hizo y ella no se sintió capaz de contar su experiencia.

El sábado anterior había tenido una conversación telefónica con su madre: ƑSi me oye, mamá? Le decía que cómo ve que me regrese para allá. Hace rato lo estoy pensando, pero necesito saber qué dicen ustedes. No quiero contrariarlos. La respuesta fue apenas un balbuceo: Pos déjame preguntarle a tu papá, ya sabes cómo es. Tiene sus pensamientos. Adelaida no insistió, sólo quiso saber si ya habían recibido los dólares. Su madre le respondió con un escueto y le hizo una serie de recomendaciones, pero no le preguntó cuándo volvería a llamar.

Adelaida se pasó la noche recordando las tardes en que ella y su madre caminaban hasta la caseta de Ocotal para esperar el llamado de Margarito. "Hijo de mi vida, qué gusto oírte", gritaba su madre sin importarle que los desconocidos la escucharan. Aunque le hacía prometer que la conversación iba a ser corta, era ella quien la alargaba para ponerlo al tanto tanto de las novedades del pueblo y suplicarle que regresara.

Raras veces su madre aceptaba cederle a Adelaida el teléfono para que también pudiera conversar con su hermano. La comunicación se hacía más breve por las interrupciones de su madre: Ya cuelga. ƑNo ves que Margarito está gastando en dólares. Al final los hermanos se decían lo mismo. Avísanos cuándo piensas venir para que te hagamos una barbacoa... Mejor ven a visitarme y me la tráis.

De esas conversaciones le nació a Adelaida la idea de alcanzar a su hermano en San Ysidro. Su padre la reprendió cuando le comunicó su proyecto: Tuve sólo un hijo varón y ocho hembras. Todas se me murieron, menos tú. Dios lo quiso así para que tu madre y yo tuviéramos quien nos cierre los ojos cuando muramos.

A solas con su madre, Adelaida le hacía ver las ventajas de irse también al norte. En vez de contagiarle su entusiasmo, recrudecía su angustia por la ausencia de Margarito: No duermo de pensarlo allá solo, con miedo de los policías y trabajando quién sabe cuántas horas para mandarnos dinero.

La familia sufrió con cada crisis del país, los envíos de Margarito se hicieron cada vez más raquíticos e irregulares, sus llamadas esporádicas. Imposible comunicarle que su padre no lograba reponerse de una caída y había abandonado su trabajo de jornalero en un campo vecino. Los cuarenta pesos diarios que recibía faltaron en la casa. Adelaida y su madre se apostaron en la orilla de la carretera a fin de ofrecerle tunas y aguamiel a los escasos viajeros. Las ganancias eran mínimas.

A los dieciocho años Adelaida se sintió asfixiada entre la vigilancia de su padre y la pasión de su madre por Margarito. La mujer se pasaba las horas mirando hacia el camino por donde esperaba que apareciera Nicolás para avisarle que en un hora tendría comunicación con su hijo. La tarde en que al fin recibió la buena noticia y le pidió a Adelaida que la acompañara hasta la caseta, la muchacha llevaba en mente una decisión. Me voy para allá contigo.

Adelaida venció la resistencia de su padre. Le expuso la condición de miseria a que habían llegado y prometió que volvería junto a ellos en el momento en que la necesitaran. Para convencer a su madre le bastó con decir: Margarito está solo. Déjeme irme para hacerle casa, para que al menos tenga quien le cocine un arroz.

Una vecina que tenía a toda su familia en el norte conectó a Adelaida con un pollero. La muchacha pagó el arreglo con la venta de los pocos animales que les quedaban. Un domingo inició el viaje. Fue la prueba más difícil de su vida: miedo, sed, hambre, fatiga, angustia, malos tratos, desvelo. Adelaida cruzó el desierto y aguantó porque iba a cumplir su sueño: reunirse con su hermano.

Margarito ya era otro. Le costó trabajo distinguirlo entre el grupo de indocumentados que ocupaban un galerón. Por todas partes se veían atados de ropa, cajas, latas de cerveza, niños, hombres y mujeres durmiendo sobre cobijas que traslucían su miseria.

Adelaida se esforzó para que el hacinamiento y el caos no la desmoralizaran. Se mantuvo optimista: Ya verás que juntos sí la hacemos, se repitió mientras le describía los horrores que la llevaron a emigrar. Margarito respondió con sonrisas, pero cuando las cervezas le hicieron efecto acabó sincerándose: Estoy cansado. Aquí la cosa es muy difícil. Andas todo el tiempo en chinga para ganarte diez dólares. Ya verás lo que es vivir perseguido. Adelaida le reprochó que, la última vez que hablaron, no le hubiera dicho cuál era la situación. El fingió tomarlo a broma: Porque necesitaba quien me lavara mi ropa. Esas cosas se extrañan. Allá...

Adelaida no le permitió seguir. Tuvo miedo de que su hermano se declarara vencido y dispuesto a volver al pueblo ahora que ella estaba decidida a vencer todos los obstáculos. Le pidió informes, lo urgió a que la presentara con quienes pudieran darle trabajo.

Adelaida se empleó como sirvienta. Por la noche calculaba lo ganado durante el día a cambio de hacer el aseo, cocinar y atender a los beibis de la familia Morris. Al principio rechazó los días libres por miedo de que alguien la descubriera. Cuando al fin aceptó una tarde de descanso, su hermano la llevó a conocer el centro comercial. Allí no pudo resistir la tentación y pidió a Margarito que llamaran a Ocotal. El aceptó indiferente.

Pensaron en el tiempo que su madre tardaría en llegar a la caseta telefónica. Durante la espera Adelaida recordó las tardes en que iban juntas, caminando entre nubes de polvo, para hablar con Margarito. Imaginarla haciendo el mismo recorrido sólo le partió el alma y se puso a llorar. Cuando al fin logró la comunicación habló de su nostalgia. Su madre le respondió: Tú quisiste irte. Ahora, Ƒqué te quejas? Adelaida le pidió perdón, le reiteró su amor y prometió enviarle la primera remesa de dólares. Cuando llegó el turno de Margarito, Adelaida lo oyó confesarle a su madre su desmoralización y su fatiga. Inútilmente se lo reprochó con la mirada. Su desconcierto fue mayor cuando lo escuchó decir: Estoy pensando regresar con ustedes. ƑQué dice? Ahora que mi hermana los dejó, considero que me necesitan mucho. Dos semanas después, con el segundo sueldo de Adelaida, los hermanos compraron un boleto en la terminal de autobuses y se despidieron.

Han pasado cuatro años. Ella cada mes envía sus dólares y llama a Ocotal. Los informes acerca de la familia son preocupantes: Tu padre no se repone, al contrario. Margarito, como no halla trabajo, ya está pensando en regresarse a los Estados Unidos. Le digo que no me salga con esas cosas porque su padre y yo lo necesitamos aquí.

El día que Adelaida, llevada por los celos, se atrevió a preguntar si ella no les hacía falta, escuchó una respuesta demoledora: "Pues sí. Por mí qué bueno que te regresaras; pero tu papá dice que ya no será lo mismo, que tú ya anduviste sola por allá y que quién sabe... Quédate en San Ysidro un tiempo, mientras a tu padre se le pasa el disgusto; además, la verdad, nos urgen mucho los dólares".

Por eso, aquella tarde en el Auditorio Raz-Ha, Adelaida tuvo el impulso de relatarle su historia al conferencista. Es idéntica a la de muchas mujeres que no logran pasar la otra frontera.