DOMINGO Ť 25 Ť FEBRERO Ť 2001
Ť Desarmados, hacen una demostración de fuerza ante el descontento y el miedo
Retoman zapatistas las calles de San Cristóbal
Ť El gobierno estatal debió intervenir para salvar enconos con pobladores coletos
LUIS HERNANDEZ NAVARRO
Son días de temor y espera. Cada vez que los zapatistas toman las calles de San Cristóbal de las Casas los coletos sienten pena, no tristeza, sino pena chiapaneca, o sea, aprensión y miedo.
El motivo es evidente. No tiene que ver con la magia de los números, aunque ésta exista. Hoy, 24 de febrero, Día de la Bandera, cuando los 24 dirigentes del EZLN arribaron a la más importante ciudad de los Altos de Chiapas, no fue la excepción. El temor estaba ahí. Después de todo, aún está fresco el recuerdo de la madrugada del 1o. de enero de 1994, cuando los rebeldes armados ocuparon el municipio. Las vidas y las propiedades de los arriba mencionados estuvieron, durante días, a disposición de los alzados. No las tomaron. Sus pesadillas se hicieron realidad. La memoria de ese -para ellos- aciago momento está viva.
Fue la fuerza de lo simbólico. Si la destrucción de un orden comienza por la demolición de sus mitos, el 12 de octubre de 1992 marca el inicio del resquebrajamiento de uno de ellos. Ese día, sus beneficiarios recibieron una fuerte llamada de atención. El 12 de octubre de 1992, Día de la Raza, un grupo de indígenas pertenecientes a ANCIEZ, una de las organizaciones sociales que agrupaban a los zapatistas, se desprendió de una marcha de celebración de los 500 años de resistencia indígena y campesina para destruir, a golpes de cincel y martillo, la estatua del conquistador Diego de Mazariegos.
Ahora, a más de ocho años de esa historia, y a siete del inicio de la insurrección armada, una parte de la sociedad coleta respingó al enterarse de la caravana zapatista. Fue necesaria la intervención del gobierno estatal para contener los enconos y las amenazas en su contra. Los pequeños propietarios de la zona de conflicto, representados por Constantino Kanter, chantajearon con interrumpir la marcha indígena si algunos de sus integrantes no eran indemnizados. Como ganaderos han seguido, hasta ahora con éxito, la política de los chivos: maman, chillan y dan topes.
Entre la expectación y la apariencia de fría indiferencia, las clases privilegiadas de la sociedad alteña aguardaron durante horas la llegada de los rebeldes a la ciudad. Algunos hasta pusieron sillas en azoteas, balcones y ventanas para mirar el espectáculo. Otros, precavidos, guardaron coches y decidieron verlo por televisión. En comercios, los dependientes, sin esperar pregunta alguna, externaban su malestar hacia los zapatistas y sus acompañantes. En una de las calles aledañas al centro, una señora se quejaba: "Estos encapuchados hasta nuestras calles quieren quitarnos". Era evidente que no estaban a gusto, era obvia su preocupación.
Tienen, también, motivos para sentir miedo y desconfianza. Apenas hace unos pocos días, en un gesto tan torpe como autoritario, el presidente municipal desalojó con violencia a los vendedores indígenas de artesanía que desde hace años despachaban frente a la iglesia de Santo Domingo. Fue como echar gasolina al fuego y, además, un indicador de cómo andan los ánimos raciales en la ciudad. La respuesta no se hizo esperar: airados artesanos y comerciantes en pequeño tomaron el palacio municipal y quemaron el coche del alcalde.
Los coletos no pueden, ahora, culpar a su villano favorito de lo que sucede. Samuel Ruiz ya no está a cargo de la diócesis de San Cristóbal. Durante años él fue el chivo expiatorio al cual responsabilizar cuando los indios se ponían respondones. Pero ya se fue, hay un nuevo obispo, y las cosas siguen igual.
Para colmo de sus males, el nuevo gobierno del estado no es el que ellos quisieran que fuera. Siguen conservando la presidencia municipal, pero no es suficiente. Algo de desamparo sienten al mirar hacia el palacio de gobierno en Tuxtla Gutiérrez.
Pero, sus verdaderos temores se avivan cuando voltean hacia atrás. Desde enero del 94 las cosas ya no son como antes. Su ciudad se ha llenado de indios que viven en casi 100 colonias en las orillas de la zona norponiente; son ya 35 por ciento de la población local, y alrededor de 75 por ciento de la región de los Altos. A pesar de su pobreza, su fuerza económica ha crecido: poseen medios de transporte, pequeños negocios y casas de material.
Simpaticen o no con los zapatistas, la insurrección ha cambiado la conducta de los indígenas. De por sí, siempre ha habido resistencia, pero ahora ha crecido y madurado. La dignidad los ha hecho insumisos. Dan y exigen trato de iguales. Ven a los ojos de cualquiera sin bajar la mirada. Caminan por las aceras. Aunque su producción haya caído en manos de nuevos acaparadores, han hecho a un lado a los antiguos atajadores.
San Cristóbal es como el centro de un pequeño sistema solar en el que municipios y comunidades indígenas son los planetas y las lunas. Pero la rebelión ha tocado las órbitas de planetas y lunas y las ha sacado de su cauce tradicional. El intercambio desigual sigue, pero sus términos se han modificado. Más aún en las amplias franjas de la zona rebelde. Lejos de que el zapatismo se haya "vaciado" en la disputa por lo nacional, ha transformado vidas y pueblos abajo. La correlación de fuerzas se ha modificado. La plaza de San Cristóbal hoy, las fiestas con las que los pueblos despidieron a sus delegados que van a México, son el termómetro que mide el calor liberado por esta movilización. Para los de arriba el futuro ya no es lo que era. Y presienten que, con la caravana zapatista, lo será menos.
Desde San Cristóbal de las Casas la cercanía de la paz no es tan evidente como parecen asegurar los medios de comunicación electrónicos, ni como gusta decir el presidente Fox. Tantas expectativas se han creado, y tantas han fracasado, que lo menos que puede hacerse es ser prudentes. La paz pareció estar cerca en febrero de 1994 con los Diálogos de la Catedral. Se esfumó cuando Luis Donaldo Colosio fue asesinado. De nueva cuenta, con la firma de los primeros acuerdos de San Andrés, en febrero de 1996, comenzó a verse la luz al final del túnel. Fue un espejismo. En noviembre de ese mismo año el fin de la guerra parecía estar a la vuelta de la esquina. El incumplimiento de la palabra presidencial abortó el proceso. Por eso, cuando se habla aquí de la inminencia de la firma de la paz, la gente, estén a favor o en contra de los zapatistas, guarda cautela. La mula no era arisca.
Hay, sin embargo, esperanza. Una esperanza desconfiada, que aguarda señales reales para creer en la paz. Eso que se ha dado en llamar la sociedad civil, y que ha sobrevivido a un clima de acoso, persecución y hostigamiento en su contra, sigue creyendo que es posible alcanzarla. Muchos de los que en los primeros días de combates salieron a las calles y a las carreteras a exigir el cese del fuego, siguen aquí, contra viento y marea, buscando la paz. Son quienes han organizado en parte el trabajo de coordinación y enlace informativo. Es cierto que muchas de sus personalidades y organizaciones no lograron sobrevivir a la adversidad. Pero muchos siguen en la brega y cuentan con nuevos apoyos.
Amparados en la noche, miles de zapatistas desarmados tomaron las calles del centro de San Cristóbal. Fue una impresionante demostración de fuerza, suficiente para revivir viejos fantasmas. Una última llamada a quienes se niegan a reconocer los derechos de los pueblos indios.