JUEVES Ť 22 Ť FEBRERO Ť 2001
Ť Olga Harmony
Contraste
Pienso que divertir al público no es trivializar todo lo que se monte en un escenario. De un tiempo a esta parte, la risa fácil a partir de los más burdos chistes sexuales o de limar las ''asperezas'' ideológicas de cualquier texto, parece ser la vertiente qe utilizan muchos teatristas que no pertenecen al grupo de ese subteatro que sólo piensa en la taquilla. Así ocurre con No hay ladrón que por bien no venga , de Dario Fo, texto que se ha despojado de la ironía antiburguesa del comediógrafo italiano para convertirlo en una medianeja comedia de enredos, casi vaudevillesca -en un mal vaudeville, cabe afirmar, porque algunos no sólo son muy buenos, sino delicados y excelentes- en esta adaptación que hace Marco Antonio Silva, quien también la dirige. La doble moral de la clase adinerada, que contrasta con la fidelidad del ladrón y su consorte, no aparecen por ninguna parte, en gran medida, también porque el ambiente -la peor escenografía que se le conozca a Arturo Nava y el pésimo vestuario de Claudia Magún- nunca nos ubicarán en la suntuosa casa de un juez italiano en que la acción se desarrolla.
A la precariedad de la producción se suma una muy mala dirección de actores. Estos, todos profesionales o en vías de serlo, actúan -bueno, es un decir- como si fueran aficionados. Una cosa es que se trate de una de las desbocadas farsas de Fo y otra que todos estén en el grito constante y en los más forzados modos actorales. Sin duda la reputación de Silva como coreógrafo pesó para que se le diera cabida en el encantador espacio en que está convertida la sala Villaurrutia, pero lo que presenta no debería estar en uno de los codiciados teatros de la Unidad del Bosque, que sólo deberían ofrecer escenificaciones de gran dignidad artística. El anzuelo es Dario Fo, pero la pesca no es fructífera.
En contraste, en otra salita propicia para el teatro de cámara, la que se ubica en la Casa del Teatro, podemos disfrutar de una de las obras cortas de Tennessee Williams, Háblame como la lluvia y déjame escuchar... dirigida por Rogelio Luévano con el mismo espíritu de ruptura de todo canon con la que Williams la escribió 50 años antes. El dramaturgo estadunidense logra lo que los clásicos, es decir, dotar de lirismo una situación morbosa y decadente en sí misma, que muestra el desgaste pero también la fuerza de la relación entre dos seres marginados en el corazón de un Manhattan que los ignora. Los largos parlamentos de él y de ella, que muestran una ansiedad de fuga de diferentes maneras, son difíciles actoralmente para el que habla y para el que escucha.
Luévano, que regresa a la dirección tras años de ausencia, encara el texto desatendiendo deliberadamente las acotaciones del autor. Durante el relato de El, dado de manera realista por el actor Rodrigo Oviedo, Ella, encarnada por Tony Marcin escucha con el aire ausente que tendrá todo el tiempo, mientras realiza una serie de movimientos casi balletísticos, sentada en su mecedora y jugando con el vaso. Los dos polos que marca el director son mucho más que dos polos espaciales, se convierten de esta manera en una gran distancia anímica entrambos, porque los estilos de actuación, tan diferentes, marcan el desajuste que existe en la pareja.
También, cuando El se levanta de la cama y camina hacia el vaso de agua que le es tendido de modo indiferente, advertimos que apenas puede caminar, ya sea a resultas de la paliza del día anterior, ya sea porque es un inválido. La ambigüedad de esta situación (en la despoblada habitación no existe instrumento que lo ayudara en caso de invalidez), aunque inserta un elemento patético muy lejos de la intención de Williams, permite que el espectador mexicano piense que los dos jóvenes viven de un cheque del IMSS, ya que entre nosotros no hay seguro de desempleo. Es una escenificación muy interesante con la que celebramos el regreso a la dirección de Rogelio Luévano, y el reconocimiento de dos muy buenos actores jóvenes.