MARTES Ť 20 Ť FEBRERO Ť 2001
Pedro Miguel
Relaciones públicas
La otrora reflexión, y hoy lugar común, afirma que la guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares; pero ceder a los civiles los controles de un submarino nuclear, así sea por un ratito, es una buena forma de hundir cualquier razonamiento lógico en profundidades abismales como las que hoy albergan los restos del barco japonés (y los de nueve personas) embestido por el sumergible USS Greeneville la semana pasada en los alrededores de Honolulú. El accidente se volvió escándalo cuando se hizo público que, en el momento de la colisión, dos o tres idiotas sin la menor idea del manejo de submarinos, aunque "debidamente supervisados" por personal militar, jugueteaban en el puente de mando del sumergible. La Marina de Estados Unidos inició una investigación, suspendió al capitán de la nave, Scott Waddle, y lo amenazó con llevarlo ante una corte marcial; al mismo tiempo admitió, con un descaro propio de sicópata, que es "usual" la presencia de empresarios y otros civiles en submarinos que realizan maniobras bélicas.
Hace unos años un avión de Aeroflot se estrelló y mató a todos sus pasajeros. La causa de la tragedia fue, según la investigación posterior, que el piloto subió a sus hijos pequeños a la cabina y les dio la oportunidad de probar los mandos. En una primera instancia, el reciente episodio del Pacífico evoca aquel desastre, pero es un paralelismo engañoso. La escandalosa falta de control en los procedimientos de la línea aérea rusa ocurre en el contexto de una superpotencia en vías de subdesarrollo. En cambio, la US Navy mete "pasajeros" en sus sumergibles atómicos porque tal medida "es una de las más efectivas herramientas de relaciones públicas"; lo hace, pues, de manera calculada y planificada, con el propósito de generar un impacto determinado en sectores de la opinión pública.
El uso de técnicas de marketing en el aparato bélico más poderoso del mundo recuerda la serie de Boogie el Aceitoso que publicó Fontanarrosa hace una década, en tiempos de la guerra contra Irak: los tanques llevaban adosados anuncios de lubricantes y las alas de los aviones de combate tenían pintada la leyenda "Bienvenido al mundo de Marlboro". Aquello era un retrato caso realista de la guerra transformada en espectáculo de juego digital y llevada a las pantallas de televisión gracias al patrocinio de las mejores marcas. En esas semanas de locura, Rayteon y sus productos -los misiles antibalísticos Patriot, utilizados para destruir en vuelo los viejos Scud lanzados por Sa-ddam contra Israel y Arabia Saudita- llegaron a ser tan conocidos como los cereales de Kellogg's.
Han pasado diez años de aquella convincente y mortífera exhibición de juguetes bélicos, cuyo organizador principal se apellidaba Bush. Una década más tarde, el hijo homónimo, sentado en la misma silla, procura quedar bien con papá lanzando un bombardeo absurdo sobre la chatarra bélica de Saddam Hussein.
Sería excesivo e injusto extrapolar el accidente provocado por el submarino nuclear en el Pacífico y sospechar que "invitados civiles" decidieron, en el situation room de la Fuerza Aérea, destruir una decena de radares iraquíes desde unas consolas de Nintendo. En cambio, no parece exagerado asumir que los ataques periódicos contra el país árabe, a falta de razones explícitas y serias, obedecen al propósito de probar y consumir los misiles y las bombas de alta tecnología que la industria estadunidense sigue produciendo a un ritmo de guerra fría y para los cuales no hay, en el planeta de hoy, suficiente mercado.
En este entorno recesivo para la producción bélica resulta difícil justificar la operación y el mantenimiento de bombarderos estratégicos y sumergibles cargados con fuego atómico suficiente para destruir a un enemigo geopolítico que falleció de muerte natural hace cosa de diez años. Ante esa dificultad, la marina estadunidense regala cruceros en sus submarinos a civiles notables -y hasta les deja poner las pezuñas sobre los timones de profundidad-, a los que considera capaces de promover, entre la opinión pública y los contribuyentes, una flota de submarinos moderna, poderosa e inservible.