(h)ojeadas
La casa y la carne del poema
Vicente Quirarte
José Emilio Pacheco,
Tarde o temprano (Poemas 1958-2000),
Fondo de Cultura Económica,
México, 2000.
El
encuentro con Tarde o temprano de José Emilio Pacheco puede
tener lugar de distintas maneras: una navegación al azar, donde
el lector conozca o reconozca poemas que, escritos sin pausa a lo largo
de la segunda mitad del siglo XX, han ido afinando una poética creyente
en la pureza que corta pero que ha apostado también por el verso
como instrumento de todo aquello/ (relato, carta, drama, historia, manual
agrícola)/ que hoy decimos en prosa. La segunda posibilidad consiste
en hacer una lectura cronológica de los doce libros que, agrupados
en 606 páginas, demuestran la transformación orgánica
y exigente de un estilo que, por ser tan natural, se ha convertido en clásico.
La familiaridad de los lectores con la escritura de Pacheco ha llegado
a ser tan próxima que ha logrado, en nuestro imaginario, perder
su apellido para ganar el más próximo y cálido de
José Emilio. Una tercera manera es leer su poesía a partir
de El silencio de la luna, libro que marca un instante de cimentación
y madurez de un estilo donde confluye la amplia variedad de registros que
el poeta ha explorado en todos sus libros: la meditación sobre la
fugacidad del planeta, la relatividad del lenguaje, la concreción
de las metáforas, el apretado estilo de cada verso, el epigrama
que se emparienta con el epitafio alcanzan en este libro sus mejores virtudes
y evaden los escollos que la propia búsqueda del poeta pudo haberse
puesto en el camino. El silencio de la luna hace las veces de afinador
de la música de José Emilio, antes y después de ese
libro. A partir de él, el poeta para sus armas para alcanzar con
su lector las postrimerías del siglo XX, del cual su poesía
es el más completo, desolador y esplendoroso inventario.
José Emilio cree en la reescritura y en la corrección sin fin. Más que corrección, relectura, segunda mirada, examen de la vista. El silencio de la luna recoge poemas escritos entre 1985 y 1996. El otorgamiento del Premio José Asunción Silva al mejor libro escrito en español a lo largo de un lustro no hizo sino subrayar lo que la miopía crítica a veces escatima a un escritor que como José Emilio, no obstante su poligrafía, es nuclearmente un poeta que renunció al formalismo impecable de sus primeros dos libros para emprender una aventura no menos difícil: dar testimonio del momento que pasa con una red lo suficientemente fuerte y fina para que dentro permaneciera la esencia del hallazgo. No hay lenguaje unívoco en la poesía, pero José Emilio ha logrado, a fuerza de perfeccionar su estilo, una claridad semántica que no excluye la emoción, una emoción desapasionada donde el yo se vuelve un nosotros, una conciencia crítica que, tras convencerse y convencernos de la brutalidad del mundo, nos obliga a apreciar mejor sus fugaces bellezas. Las correspondencias entre sus temas y las repeticiones deliberadas son frecuentes, y en el cuerpo de la poesía reunida se complementan y amplifican, borran sus costuras para dejarnos frente a la integridad y la congruencia de su discurso. Baste citar tres de sus temas mayores: el mar, la niñez, la ciudad, reaparecen con distinto ropaje en cada libro y son compañeros de la obra narrativa de José Emilio, tan breve como intensa, tan necesaria como su poesía. La primera sección de La arena errante metáfora de la infancia y el futuro desastre acompaña la aventura del niño que narra su iniciación vital en El principio de placer.
José Emilio es un poeta de poemas, pero también de series que por su unidad integran momentos inolvidables de nuestra tradición: si la Elegía del retorno es el mejor poema extenso escrito sobre el terremoto de 1985, es porque en él la historia y la poesía se funden para construir un poema épico. Sus poemas dedicados a los animales alcanzan la categoría de grabados verbales por el vigor y la objetividad con que el poeta los burila. Una serie como Circo de noche es memorable porque en cada poema José Emilio combina, sin que se noten, la rabia y la ternura, la compasión y la objetividad.
Cualquiera que sea el arte combinatorio practicado
por el lector, sus consecuencias revelarán la riqueza de la poesía
de José Emilio, que en su integridad ha adquirido el cuerpo, al
mismo tiempo total y renovado, de su poema Mar eterno:
Digamos que no tiene comienzo el mar:
Empieza donde lo hallas por vez primera
Y te sale al encuentro por todas partes.
El poema anterior pertenece a Examen de la
vista, expresión que puede aplicarse al oficio del artista, pero
particularmente al poeta que ha querido y logrado ser José Emilio:
un escriba que se impone una po-ética (George Perros), un observador
apasionado y lúcido, pesimista y gozoso exclusivamente en los contados
instantes en que la plenitud de mundo parece concentrada en todos sus habitantes.
Víctor Hugo, uno de los escritores más citados y admirados
por José Emilio Pacheco, cubrió con su genio la segunda mitad
del siglo xix. Toda proporción guardada, también lo hizo
Guillermo Prieto, quien creyó en el dogma romántico y liberal
de que la educación es el arma para conquistar el presente y construir
el incierto futuro. Polígrafo como ambos, José Emilio Pacheco
ha construido un monumento verbal que es entre nosotros el más completo
testimonio del siglo XX con sus héroes y canallas, sus oasis y desiertos.
Un libro clásico se equipara a este trabajo ejemplar: De rerum
natura de Lucrecio. Como él, José Emilio Pacheco ha elegido
la humilde y difícil labor de recordar a sus hermanos de planeta
la naturaleza de las cosas, la conciencia de navegar menos solos en esta
molécula de esplendor y miseria que llamamos la Tierra.
N o v e l a
Dante: un
héroe de la guerra fría
Cristo Jesús Pérez Sosa
Morris West,
La salamandra,
Ediciones B
Argentina, 2000.
Las grandes historias que leemos en una novela
y que se instauran en nuestra vida, están encarnadas por personajes
de enorme singularidad. Personajes entrañables, constituidos por
vicios, cualidades y caprichosos estados de ánimo, que son los mismos
de nuestra naturaleza humana. Don Quijote, Constance Chatterley, Raskolnikov,
Ana Karenina, Juan Preciado, todos ellos nos invitan a transitar por la
novela, que es el universo propuesto o descubierto por el narrador. Podemos
sobrecogernos frente a los sufrimientos que viven, desconcertarnos con
sus decisiones, podemos odiarlos o identificarnos profundamente con su
historia, porque conocemos lo suficiente de su vida, los deseos que proyectan
y sus cometidos. Estamos siempre de su lado, sin importar que se trate
de prostitutas enjoyadas, asesinos o aventureros chiflados. De tal manera
que le entregamos cinco, diez o treinta horas de lectura a una novela gracias
a la seducción de sus personajes. Pero no sucede siempre de esta
manera.
Hay novelas como ésta de Morris West, donde el peso de la historia ensombrece el rostro del personaje protagonista, le quita voluntad propia. Dante Alighieri Matucci, coronel del ejército italiano, jefe de carabinieri, se encuentra frente a la pista de un magnicidio, un cartón con una salamandra dibujada que tiene escrito en bella caligrafía: un bel domani fratello.
Desde ese momento, Dante viajará por el infierno de la traición y la intriga, en un contexto de guerra fría donde el triunfador es su majestad el dinero.
La salamandra está escrita con evidentes artificios, propios del cine comercial. West conoce bien a sus lectores que son muchos, y para ellos construye un sólido andamiaje para la novela: el hecho de que el protagonista se llame Dante sugiere aventura y peligros; es él quien debe meter las manos en la escoria para salvar a su patria de los neofascistas, y además es un hombre maduro, audaz, inteligente, en suma, un tipazo; Lili Anders, la amante peligrosa, hermosa hasta el cansancio, querida de Pantaleone, el malo, y después, fiel enamorada de Matucci, quien pasa en un instante de perseguidor a protector; Stefanelli, el aliado, viejo zorro judío, superviviente del Holocausto; el cavaliere Bruno Manzini, excéntrico millonario que encarna los rostros del dinero y del poder, es bueno, protector de Dante, tal como Virgilio en el hermoso poema del siglo xiv; Leporello, el vende-patrias, militar neofascista que pretende poner en orden a una Italia fragmentada y en caos.
La salamandra es el animal que vive en el fuego, lo mismo que Matucci vive entre militares deshonestos y editoriales con la boca comprada, entre sicarios y homosexuales de alto rango social. La novela navega en aguas inmensas, y el personaje no tiene más que aferrarse a su pequeño trozo de mástil. Y el lector navega del mismo modo en la novela, atando y desatando enigmas, sin tiempo para conjeturar una acción cuando otro suceso inesperado viene a escena. Y cuando las aguas se apaciguan, los personajes se ponen a desentrañar las causas por las cuales el mundo se encuentra dividido entre marxistas y conservadores, toscanos y sicilianos, subdesarrollo y primer mundo. Aquí es donde podemos verle la cara a West, pues no son los personajes los que se expresan, sino él. El autor hace hablar a Matucci en un tono de malestar y autocrítica por el carácter de los italianos: impulsivos, apasionados, pero al mismo tiempo vulnerables frente a los cantos de un líder fascista, incapaces de organizarse sin la mano fuerte de un nuevo Duce.
El autor de Las sandalias del pescador está bien consciente de su oficio, pero también del mercado; conoce bien lo que un consumidor de libros busca en una novela. Podemos recordar La salamandra gracias a sus grandes paseos por Italia y por el Mediterráneo (de hecho, no hay más que pararse frente a un viejo edificio romano y la historias brotan como de un chopo). Quizá la recordemos como una de esas novelas que miran directo a los ojos del poder, sin pestañear, que señala las manos ávidas de la Iglesia romana. O por el nombre del protagonista.
La historia y sólo la historia importa
en La salamandra, nada más la aventura y el encadenamiento
de sucesos. El lenguaje y los personajes están supeditados a ella.
Al final se han desenredado las intrigas y queda la sensación de
que a la novela hace falta quien la habite
E n s a y o
Palabra y pensamiento
Jorge Bustamante García
Roberto Sánchez Benítez,
La palabra auroral.
Ensayo sobre María Zambrano,
Instituto Michoacano de Cultura,
Morelia, Michoacán, 1999.
La
palabra auroral. Ensayo sobre María Zambrano, del filósofo,
ensayista y escritor michoacano Roberto Sánchez Benítez,
fue publicado en una cuidada edición de la colección de ensayos
Deslinde. Se trata de un ensayo que aborda varios temas en el pensamiento
de Zambrano, temas que se reducen a mi parecer a uno solo: el de la poesía.
Aunque el autor nos invite a realizar un viaje por las principales ideas
filosóficas de la pensadora española, siempre se regresará
a un asunto que fue centro de sus búsquedas incesantes: la importancia
de desenredar el inmenso equívoco que Platón instaló
en su República al condenar a la poesía, pues según
él ésta va en contra de la justicia, porque afecta la verdad.
Ahí se generó todo ese pleito que ya dura milenios
y que María Zambrano quiere poner en su justa magnitud, tras una
intensa reflexión que la llevó a desentrañar los pilares
profundos de la razón poética, la lógica del sentir
como un saber del alma (esa alma que es una tierra extensa, como lo pensó
Arthur Schnitzler), en claro contrapunto al método filosófico,
esa otra ficción, esa otra fábula inventada por los hombres
para adentrarse en el conocimiento del ser.
La inconsistencia de las creencias, el surgimiento del nihilismo, la fragilidad de las convicciones, la vaporización de las certezas, llevan a Zambrano a pensar que el mundo se ha distanciado de lo divino y el hombre camina a tientas, víctima de una crisis metafísica, de una pérdida de valores en el mundo contemporáneo, donde todo parece estar permitido. Son los rasgos nos dice Sánchez Benítez del nihilismo, cuya hora es desolada, de la media noche, de la amargura y el rencor; el mundo ha sido arrancado a Dios para ser convertido en un vacío espacio desolado. Y nosotros, lectores de La crisis metafísica de Occidente, el primer capítulo del libro, podríamos intuir que ese vacío espacio desolado es el lugar exacto en donde, en nuestro tiempo, se deprecian y desprecian las más íntimas convicciones. El sustrato del hombre han sido siempre las creencias, pero en un mundo en crisis permanente esas creencias parecen diluirse sin dejar asidero para las certezas.
En el segundo capítulo, La nada y la piedad, Sánchez Benítez nos señala otras aristas del pensamiento de Zambrano, asuntos que tienen que ver con el concepto de lo sagrado y el delirio y, en consecuencia y en última instancia, con el significado de la poesía y sus diferencias con la filosofía. El autor nos encamina por los vericuetos de lo divino y los esfuerzos del hombre para comprender ese estado que lo humaniza. Son los dioses los que nos han hecho posibles afirma Roberto Sánchez: lo sagrado es el fundamento de la existencia humana, y agrega algo que por definición es la esencia de la actividad poética: El hombre vive de lo que crea y, en esta medida, es.
Estos tópicos se tocan y entrelazan en los otros tres capítulos, Pensamiento y vida, La razón poética y La historia en modo ético, de tal manera que el libro resulta de una unidad densa y ágil, sugerente incluso para los que somos ajenos a los avatares de las argumentaciones filosóficas. Y esta circunstancia no impide que la unidad de La palabra auroral sea tan alada como los temas que toca, temas siempre dispuestos a alzar el vuelo por lo más diverso del pensamiento de la Zambrano, un lugar donde todavía se espera, donde todavía se pueden abrir puertas y ventanas porque ahí mora lo no-revelado, lo que aún puede asombrarnos, ese enigma que es embriaguez, desesperación, rebeldía ante la esperanza y consuelo de la razón.
Un aspecto que recorre todo el libro es el del lenguaje como vehículo de la razón poética e instrumento del método filosófico. No se puede entender nada del mundo sino a través del vínculo entre las palabras y el pensamiento, lo que determina nuestra percepción de la realidad. Lazo entre el hombre y sus realidades, vínculo que hace legible lo distante, hilo entre lo sagrado y lo prosaico, el lenguaje es la cristalina esperanza del filósofo, la auténtica aspiración del poeta, nuestra única patria verdadera: Son las palabras las que hacen ser a las cosas, incluido nuestro ser. [...] Palabra creadora o auroral. Zambrano ve en la palabra el horizonte del pensamiento, el nacimiento de lo posible.
Me ha pasado algo extraño con las lecturas
de María Zambrano. Siempre he tenido la sensación de que,
al leerla, no leo filosofía, sino obras donde predomina la imaginación.
La leo como si fuera escritora de novelas. Novelas que emanan una lógica
del sentir, un saber del alma, pero novelas al fin. La lectura de ese curioso
e inexistente tipo de novelas, así como de libros como el de Roberto
Sánchez Benítez, que al fin y al cabo no es más que
una novela sobre las novelas de Zambrano, me hace pensar por instantes
que tal vez el sabio Borges tenía razón cuando declaró
que la filosofía no era más que una rama de la ficción
p o e s í a
El desasimiento poético
José Ramón Enríquez
María Guerra,
Vocación de viento,
Ediciones del Ermitaño,
México, 2000.
Tal
vez algo tenga que ver con la tesitura de su poesía la contundencia
de ese nombre tan eufónico como el de María Guerra. El símbolo
judeocristiano María parecería contradecir al vocablo godo
Guerra y, sin embargo, se complementan o, valdría decir, se exorcizan
uno al otro de los respectivos demonios del dulce empalago y de la brutal
conquista, hasta situarnos en el equilibrio de aquel desasimiento que buscaban
los ascetas del desierto.
Como sea, hay un ejemplar ascetismo en la poesía de María Guerra. En realidad, y humildemente lo confieso, hay para este barroco impenitente un envidiable ascetismo surgido de una serenidad que no se obtiene del abandono del mundanal ruido de aquellos padres, ni de la obtención de la descansada vida que hiciera suspirar a Fray Luis, sino que se obtiene tras meter las manos intensamente en la locura cotidiana del siglo que nos toca, pero, eso sí, sin perder la cabeza, sin integrarse a las trepidantes percusiones que nulifican cualquier ritmo y provocan una poesía infartada, excesiva, superficial a fuerza de pretenderse totalizadora.
Por el contrario, la sabiduría
poética de María Guerra toca todos los temas para extraerles
el tuétano en poemas redondos
y pequeños, como esas
gotas de lluvia que quedan en los vidrios cuando se ve a través
de ellos. Como Pessoa, que veía llover la vida con un vidrio interpuesto.
Y no cito a Pessoa por capricho, sino porque de él es uno de los epígrafes de este libro y un epígrafe es siempre una clave de lectura. El verso de Pessoa que sirve de fértil estímulo para esta Vocación de viento dice: ¡Comer el pasado como pan de hambre! Lo dice el poeta confeso de nostalgia del presente.
Así, los poemas de María Guerra se vuelven dolorosos de tan elaboradamente simples y sencillos, pero no elaborados por los caminos de la retórica sino por los del hambre, de las búsquedas del pan, de las lluvias empapando los huesos, de la certeza de una luz afuera del sepulcro que Lázara habitara: Miro las bugambilias/ sus colores se ensartan en los ojos,/ lentamente/ Lázara/ me levanto y camino./ Afuera está la luz. Y hay otra línea clave de lectura en otro de los epígrafes de Vocación de viento. En este caso, de uno de los más ascéticos maestros del 27 el otro es Jorge Guillén: ¿Son los años su peso o son su historia? A la manera de Giambattista Vico, Vicente Aleixandre coloca en distintos compartimentos lo que es el peso y lo que es la historia. Y a partir de esta intuitiva certeza aleixandriana navega una poeta que se define Sobreviviente de un/ naufragio/ sin barco/ sin velas/ sin mar./ Sola/ a la deriva del tiempo. Y, así, en esta soledad, la angustia se vuelve leve sin dejar de ser historia. Flota porque lentamente/ en silencio/ nos volvemos más ayer que hoy/ más mirada que voz/ más vuelo que llegada.
Porque es más vivo el vuelo que la llegada, María Guerra no se entrega al silencio absoluto, pero sí al silencio de la música callada de la mejor poesía. Si el nombre de su libro viene de uno de sus poemas más intensos y más sorprendentes, de un poema sin poema, de aquel que se ha perdido Perdí un poema./ Estaba escrito ya/ listo en la hoja/ para formar el libro,/ inútilmente lo he buscado./ Era un poema/ con vocación de viento; si de ahí viene el título del libro, también brotaban como agua/ como sangre./ Tuve miedo de quedarme vacía,/ me agarré del silencio. Entonces, este poemario también podría llamarse vocación de silencio. Entre líneas, en todos los intersticios, en las pausas, en los enormes blancos de las hojas reina el silencio. El mejor silencio. El de Juan de Yepes.
Pero no quiero confundirme al encontrar en Vocación de viento resonancias silenciosas de la mística teísta, pero, eso sí, muy cerca de sus orígenes, de la contemplación de la nada en la unicidad que genera la poesía. Por eso todo es poesía, inclusive la huella canina de Conito que no se borra de la alfombra, porque creciste con los niños/ rauda tras el coche/ perra fiera en la puerta/ sabia/ suave. La suavidad y la sabiduría del Uno pre-panteísta, del Uno simple y sencillamente viento.
Así, esta Vocación de viento rebasa los límites de la obligación que contrae el poeta para compartir los propios signos, a veces indescifrables, con ese amigo-lector casi siempre desconocido. Va más allá, pues, del simple testimonio. Sin embargo, puntualiza María Guerra, Si se tratara sólo/ de evitar el silencio,/ daría mi testimonio:/ frente a mí/ muere una tarde de agosto.
Aquí se trata, creo,
de la poesía entendida como contemplación a la manera de
los viejos pitagóricos. Aunque yo, otra vez como Vicente Aleixandre,
tampoco sé lo que es la poesía y desconfío profundamente
de todo juicio [...] sobre lo siempre inexplicable. En cambio, sé
perfectamente que quien habla de poesía y de poetas siempre se equivoca,
al tiempo que siempre acierta en algo porque las aristas son múltiples,
los destellos son tantos que alguno se puede reflejar en quien habla públicamente
en lugar de leer en el silencio, sobre todo en una poesía del desasimiento,
de la ascesis, de la concentración, como ésta de María
Guerra. Así, espero no haberme equivocado en todo y sí haber
reflejado, aunque sea en un carámbano cualquiera, lo que esta Vocación
de viento me produjo
FICHERO
Los libros que llegan a nuestra
redacción
arqueología
El antiguo occidente de México. Arte y arqueología de un pasado desconocido, Richard F. Townsend (editor general) y Carlos Eduardo Gutiérrez Arce (editor español), The Art Institue of Chicago/Secretaria de Cultura, Gobierno de Jalisco/Tequila Sauza S.A.de C.V., México, 2000, 317 pp.
ensayo (económico)
México más allá del neoliberalismo. Opciones dentro del cambio global, José Luis Calva, Editorial Plaza y Valdés, Barcelona, España, 2000, 311 pp.
ensayo (político)
UNAM: Presente ¿y futuro?, Enrique Rajchenberg y Carlos Fazio, Col. Crónica, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, España, 2000, 299 pp.
entrevista
Entre la historia y la memoria, Silvia Cherem S., Col. Periodismo Cultural, Conaculta, México, 2000, 666 pp.
filosofía
El conocimiento en construcción. De las formulaciones de Jean Piaget a la teoría de sistemas complejos, Rolando García, Col. Filosofía de la Ciencia, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 2000, 252 pp.
historia
Sectas, ritos y taumaturgos, Tomás Dorestes, Col. Para estar en el mundo, Editorial Océano, México, 2000, 257 pp.
narrativa
Amor que crece torcido, Luis Tovar, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, Col. Libros del laberinto núm. 60, México, 2000, 190 pp.
Espejismos, Aida Judith González Castrellón, Col. Cuadernos Marginales, Coordinación de Difusión Cultural/Universidad Tecnólogica de Panamá, 2000, 29 pp.
Hardscape, Justin Scott, Col. La otra orilla, Editorial Océano, México, 2000, 234 pp.
Pájaro sin alas y otros cuentos, Aida Judith González Castrellón, Fundación Cultural Signos, Panamá, 1999, 75 pp.
poesía
Antología poética,Juan Gelman, Selección del autor y CD, Voz Viva América Latina/Unam, México, 2000, 92 pp.
La isla en peso, Virgilio Piñera, Col. Nuevos textos sagrados, Tusquets Editores, Barcelona, España, 2000, 330 pp.
Los ojos del espejo, Benjamín Valdivia, Col. Contemporáneos, Instituto Cultural de Aguascalientes, México, 2000, 98 pp.
psicología
Una visión integral de la psicología, Ken Wilber, traducción de David González Raga, Editorial Alamah, México, 2000, 468 pp.
revistas
Casa del tiempo, núm. 23-24, diciembre 2000- enero 2001, vol. II, época III, textos de Sara Elena Pérez-Gil Romo, Victor Hugo Martínez Escamilla, Antonio Peláez, entre otros, Universidad Autónoma Metropolitana, México.
Cordillera, núm. 2, diciembre de 2000, nueva época, año 1, textos de Alex de la Rocha, Manuel Salas Quiñones, Patricia Sánchez Hernández, entre otros, Sociedad de Escritores de Durango, México.
Liberaddictus, 46, enero 2001, textos de Humberto Brocca A., Aline Valdez, Fanny Feldman, entre otros, ContrAdicciones, Salud y Sociedad, A.C., México.
México desconocido, serie Pasajes de la Historia V, Los señoríos de la costa del Golfo, textos de Felipe Solís y Anatole Pohorilenko, Editorial México Desconocido, México.
Nuestra historia, núm. 43, diciembre del 2000, tomo IV, textos de Ricardo Orozco, Napoleón Rodríguez, Bertha González, entre otros, La Gaceta Cehipo, Centro de Estudios Históricos del Porfiriato, México, 48 pp.
Nuestra historia, núm. 44, enero del 2001, tomo IV, textos de Álvaro Matute Aguirre, Mónica Martínez, Clara Guadalupe García, entre otros, La Gaceta Cehipo, Centro de Estudios Históricos del Porfiriato, México, 48 pp.
Tropo a la uña, núm. 16, enero-febrero del 2001, año III, textos de Guadalupe Ángeles, Jorge Cortés Ancona, Marco Antonio León Diez, entre otros, Asociación de Escritores de Quintana Roo, México.
Voces de la primera imprenta, núm. 0, diciembre
de 2000, año I, textos de Patricia Quintero Soto, Julio Morales,
Sergio Ospina, entre otros, Casa de la Primera Imprenta de América,
México.