DOMINGO 18 DE FEBRERO DE
2001
La mano dura de Aznar contra los migrantes
España: la otra frontera norte
La paradoja la esbozó el escritor
paquistaní Tariq Alí en el Foro Social Mundial de Porto
Alegre: "Don Quijote no sólo representa el inicio de la novela moderna, sino que
encarna el vigor cultural de un pueblo educado en la
diversidad antes de 1492 y en la intolerancia después
de esa fecha".
Matices al margen, se puede decir que Alí
acertó: si por algo se ha caracterizado España a lo largo de la
historia moderna ha sido por sus problemas para administrar la
diversidad.
Siempre ha existido un enemigo al que colgarle el
sambenito (judíos, musulmanes, amerindios, protestantes,
conversos, marxistas, nacionalistas). Ahora, al calor de la
abundancia y a tenor de la legislación promulgada por
el gobierno derechista de José María Aznar, los sospechosos
de alterar la singularidad española parecen ser los inmigrantes
no comunitarios que, cada vez con mayor frecuencia, arriban a ese
país
Juan AGULLO
Octavio Paz resumiría la freudiana problemática del español para asumir la diversidad como el producto de un complejo de inferioridad enraizado no sólo en la historia, sino en la religión, y por supuesto en el sexo. Si hay algo que el español no tolera es la infidelidad, o peor aún, la sola idea de que alguien pueda traicionar sus convicciones y sus compromisos más íntimos. La duda -entre los Pirineos y el estrecho de Gibraltar- ni puede ni debe existir. Las creencias, por consiguiente, no se discuten, tan sólo se practican: en el pretérito pasado el Dios católico, apostólico y romano representó el anatema; en el pretérito anterior la patria unificada política y culturalmente alrededor de los valores cristianos que emanaban de un pasado glorioso y de una unidad de destino en lo universal fue la que hizo las veces; por último, en el presente, la Europa neoliberal es la que ha asumido el testigo. No hay salida: o se piensa como se debe o simple y llanamente se emigra.
Antiguamente eso es lo que hicieron los millones de españoles que regaron el globo: desde las Californias hasta la Patagonia, pasando por las Filipinas, el norte de Africa y en fechas más recientes Rusia y la Europa Occidental. Algunos se fueron por pensar distinto y los más por falta de oportunidades en un país en el que la población nunca pasó de ser un factor productivo sobrante. En buena medida, el excedente de mano de obra y la tradición emigrante impidieron que en España tuviera lugar alguna vez una ruptura social -digna de tal nombre- con la inagotable codicia de las clases dominantes.
Desde la década de los ochenta, sin embargo, las cosas han cambiado. Los flujos migratorios hacia el exterior se han atenuado -que no desaparecido- a la par que la inmigración ha crecido de manera significativa. Las cosas ya no son como antes: en España se disfruta de un extraño bienestar porque durante los últimos años la UE ha comprado a golpe de talonario (o de fondos estructurales, que es lo mismo) una frontera sur a la que trasladar sus problemas "de desarrollo". Por eso España ahora resulta, si no rica, al menos atractiva para todos aquellos países de la periferia en los que el neoliberalismo está causando estragos. Muchos, de hecho, desde la periferia, contemplan equivocadamente el estrecho de Gibraltar como una especie de puerta del Edén.
*El muro de Ceuta
Durante la Guerra Fría mucho se habló en torno al Muro de Berlín, pero tras el derrumbe de la URSS mucho es lo que se está callando en torno a vergüenzas alambradas y electrificadas como las que dividen a México de Estados Unidos o a España de Marruecos. Las fronteras entre el mundo enriquecido y el empobrecido no son retóricas: están forjadas en ladrillo y cemento y, lo que es peor, vigiladas durante las 24 horas del día con toda suerte de adelantos tecnológicos.
Ceuta es una ciudad española enclavada en el norte de Africa. Viejo puerto franco y ciudad olvidada hasta la saciedad, a lo largo de los últimos años está cobrando un protagonismo inusitado al calor de los flujos migratorios que, desde Africa, se dirigen hacia la Península Ibérica. Hace unos años el gobierno español se gastó unos 60 millones de dólares en construir dos muros contiguos que frenaran la avalancha de la desesperación. Pese a ello los inmigrantes se siguen colando a través de las alcantarillas o simple y llanamente a nado. No hay pues quién le ponga puertas al viento.
La otra opción -para los africanos- radica en atravesar el estrecho de Gibraltar. Aparentemente es fácil: son sólo 12 kilómetros los que separan a Europa de Africa. Sin embargo pocos saben de las terribles corrientes atlánticas y mediterráneas que allí convergen: a lo largo del año 2000 -sólo en las costas españolas- aparecieron muertas nada menos que 55 personas que pretendían asaltar los cielos a bordo de frágiles pateras (pequeños botes de madera en los que los inmigrantes se aventuran casi siempre con exceso de equipaje). Los más afortunados, los que logran arribar a las costas andaluzas, si no tienen "la suerte" de haber pagado a una de las muchas redes mafiosas que controla el sector -para después ser explotados en condiciones esclavistas- terminarán por ser encarcelados en tugurios infames, paso previo a la deportación.
Existe una tercera posibilidad para aquellos que llegan desde el Magreb: se trata de embarcar en las costas occidentales de Marruecos rumbo a Fuerteventura, la Isla Canaria más cercana al continente. Pese a que la maniobra se desarrolla algo más al sur, lo cierto es que las condiciones de la travesía y las de arribo a tierra -en el caso de que éste tenga lugar- no divergen demasiado de las del estrecho.
Más opciones para llamar a la puertas del Edén: el transporte aéreo o el terrestre. La primera de las vías citadas es la más utilizada por los millares de latinoamericanos (sobre todo ecuatorianos, colombianos y dominicanos) que cada año llegan a España con un visado turístico. La entrada por carretera, por contra, quienes más la practican son los europeos del Este (polacos, rusos, ex yugoslavos, etcétera.). Tanto unos como otros -al igual que los africanos-, si no se someten al dictado de las mafias terminarán por ser perseguidos hasta ser expulsados del país. Para decirlo en pocas y malsonantes palabras: el día de hoy al inmigrante en España no le queda más opción que chingarse o joderse.
*La legislación infranqueable
Hace algunos años, ante el ostensible incremento de la inmigración, ciertos sectores de la clase dominante comenzaron a clamar por una modernización de la generosa legislación migratoria que había sido heredada de un país de vieja tradición emigrante. El objetivo radicaba en ponerle más difíciles las cosas a aquellos que, de por sí, ya las tienen algo más que duras en sus países de origen.
La iniciativa, a pesar del interés de algunos, tardó en materializarse. Ello tuvo que ver con una contingencia ligada a la coyuntura política: desde 1996 la derecha gobernaba en el país, pero carecía de mayoría absoluta en el Parlamento. No es que la oposición socialista -de acuerdo en casi todo con el gobierno- no compartiera las grandes líneas de un proyecto legal que pretendía convertir a España en una especie de fortín jurídico frente a la inmigración. Lo que ocurrió -básicamente- es que un alineamiento con posturas más progresistas se pensaba que podía reportar no pocos votos de cara a las elecciones generales que se iban a celebrar en la primavera de 2000.
Las previsiones socialistas, no obstante, resultaron erróneas: Aznar fue reelegido con mayoría absoluta. Lógicamente, una de las primeras tareas del nuevo gobierno radicó en reformar -nada menos que en 80%- la Ley de Extranjería que el Parlamento saliente acababa de promulgar. El susto de algunos se quedó por tanto en mal trago: por fin se podía respirar tranquilos; por fin la legislación española se encontraba a la altura de la europea. De esta manera ya no cualquiera podía ampararse -ante la policía- en la justicia; el silencio administrativo había dejado de ser positivo para los extranjeros; los molestos derechos de reunión, de asociación, de participación pública y de sindicación habían dejado de constituir una opción para los inmigrantes; los reagrupamientos familiares se habían convertido en prácticamente imposibles, y por si todo esto fuera poco los trámites para la deportación se habían simplificado considerablemente.
En pocas palabras: los derechos de los inmigrantes habían -con tan extemporáneo acto legislativo- desaparecido por completo en un país que se reclama estado de derecho y que, internacionalmente, a lo largo de los últimos meses se está arrogando la facultad (y la altura moral que de ello cabría deducir) de perseguir judicialmente a personajes como Pinochet o el magnate ruso Gusinski. Las protestas sociales y políticas, como es lógico, han arreciado contra tan reaccionaria iniciativa. La respuesta del gobierno, sin embargo, no ha dejado lugar a la duda: los estatutos del Foro para la Emigración (organismo que reúne a representantes del gobierno, de las ONG, de los sindicatos y de las organizaciones de emigrantes) han sido reformados con el objeto de que las voces discordantes no tengan espacio y, lo más importante, de que nadie vaya a acusar al gobierno de ser escasamente dialogante.
Mientras tanto la oposición tampoco ha hecho demasiado ruido (por no decir que ha aceptado las reformas sin rechistar). De hecho la iniciativa crítica más notable que ha tenido lugar a lo largo de los últimos meses (la interposición de un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Extranjería ante la Corte Suprema) acaba de ser públicamente desautorizada por José Luis Rodríguez Zapatero, secretario general de Partido Socialista y a la sazón referente político nacional de Marcelino Iglesias, presidente de Aragón y padre del recurso. Las cartas, pues, están boca arriba.
*El meollo de la cuestión
En todo este contexto, sin embargo, hay algo que no cuadra. Recientemente la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) ha publicado un informe sobre la inmigración en el que lo primero que resalta -en consonancia con otros organismos como el Instituto Nacional de Estadística o el BBVA- es que, si en el próximo medio siglo no entran unos 12 millones de inmigrantes en el país (a tenor de unos 300 mil por año), el poder adquisitivo de las pensiones -teniendo en cuenta la bajísima tasa de natalidad- se reducirá de forma considerable. Eso, claro está, será un hecho siempre y cuando el fomento de la natalidad no se convierta en una prioridad para los gobiernos o no se opte por financiar los fondos de pensiones, bien en función de fuentes alternativas a las rentas del trabajo -lo cual resulta poco probable, teniendo en cuenta la coyuntura política-, bien gracias a una privatización -como la clase empresarial desea- de uno de los estandartes del Estado de bienestar.
Cuestiones internas al margen, hay más tela que cortar: el pasado 11 de febrero el diario El País (el de mayor tirada nacional) reconocía en un artículo que, a lo largo del año 2000, nada menos que 107 mil 540 puestos de trabajo quedaron vacantes pese a que se otorgaron nada menos que 125 mil 317 a los inmigrantes de carácter legal. Más surrealismos: según datos del Instituto Nacional de Estadística (dependiente del gobierno), en la actualidad hay más españoles fuera de España que inmigrantes en el país ibérico. Además, los inmigrantes procedentes de la UE en España representan nada menos que 47.33% del total: la población, de lejos, más numerosa. Muchos de ellos desarrollan actividades laborales de responsabilidad y hasta en algunos casos -al abrigo de la legislación europea- ostentan cargos municipales.
La cuestión que entonces se plantea es, Ƒpor qué expandir socialmente el miedo contra el inmigrante, gastar en un solo año unos 200 millones de dólares en vigilar las fronteras y realizar una draconiana reforma de las leyes de extranjería? Más aún cuando, según datos oficiales, España es el país de la UE que, proporcionalmente, tiene menos inmigrantes en su territorio.
La clave quizás la den los no menos de 200 mil inmigrantes que, tan sólo el año 2000, se calcula que entraron a España de forma ilegal. Los impedimentos se ponen y sin embargo los ciudadanos extranjeros siguen llegando al territorio. ƑCómo es eso posible? Pues simple y llanamente porque hay muchos que ganan demasiado con el tráfico de mano de obra. Lo primero es el transporte: las mafias, generalmente ligadas a los países de origen (pero con buenos contactos en España), obtienen no pocos beneficios transportando gente (se calcula que cada emigrante ilegal tiene que pagar entre mil 500 y 2 mil dólares a los coyotes). Los sobornos a los altos cargos burocráticos, policiales y militares suponen -según denuncian las organizaciones de inmigrantes- una cantidad parecida. Ya una vez dentro del territorio los empresarios compiten bajo cuerda por abaratar una mano de obra que, en años anteriores, les había obligado a deslocalizar su producción instalando maquilas en Marruecos, en América Latina y en el sureste asiático. Los sueldos de los trabajadores españoles, por su parte, se resienten ante tan singular y desleal competencia: su tendencia a la baja está contribuyendo a generar nuevas fracturas socioeconómicas. Dicha situación, como se podrá imaginar, constituye el caldo de cultivo idóneo para cantos de sirena populistas y demagogos.
Sea como fuere, hay una circunstancia irrefutable: los inmigrantes legales constituyen una minoría que, para mayor escarnio, recibe del Estado la mitad de lo que aporta. Los ilegales son muchos más y eso se percibe pero se hace la vista gorda: sólo unos pocos denuncian las situaciones de esclavismo decimonónico que se viven en la construcción, en las plantaciones agrícolas, en las fábricas textiles, en los prostíbulos, en el servicio doméstico y en general en todas aquellas actividades laborales que los españoles, pese al desempleo y a la precariedad, rechazan por dignidad. ƑCuál no será la situación de muchos de los inmigrantes en sus países de origen que más de uno sabe dónde se está metiendo? Pese a ello acepta y soporta lo indecible esperando que la vida, al menos, sea más generosa con unos hijos a los que no siempre puede llevarse consigo a un país que parece estarse vengando en la piel de los africanos, de los asiáticos y de los hermanos latinoamericanos del sufrimiento que, hasta hace no tanto, tuvieron que padecer sus propios antepasados en el exterior.