SABADO Ť 17 Ť FEBRERO Ť 2001
SPUTNIK
Juan Pablo Duch
De Dostoyevski a Akunin, un viaje con retorno incierto
Moscu, 16 de febrero. Sería falso, además de injusto, decir que los rusos han dejado de leer, hábito que les valió a los soviéticos, gentilicio que desapareció junto con el país, ser considerados el pueblo que más leía en el mun-do, estadísticas de la Unesco en la mano.
Quizás lean más que antes, a juzgar por el hecho de que no es raro que los libros sigan saliendo con tirajes superiores a los 50 mil ejemplares, pero otra cosa, muy distinta, es qué leen ahora.
Generaciones enteras se formaron, por encima de los dogmas ideológicos adaptados a las preferencias del líder en turno por tal o cual congreso del Partido Comunista, el único a falta de cualquier otra opción permitida hasta la reforma gorbachoviana de 1988, en la lectura de Fiodor Dostoyevski, Leon Tolstoi, Aleksander Pushkin, Antón Chejov, Mijaíl Lermontov, Nikolai Gogol, Ivan Turgueniev y (..........), amplio espacio en blanco, para que cada lector de Sputnik agregue los nombres que, sin duda, conoce.
Nunca faltó el acceso a la obra de los clásicos soviéticos, también por todos conocidos: Vladimir Mayakovsky, Máximo Gorki, Nikolai Ostrovsky, Aleksei Tolstoi, Aleksander Tvardovski, Mijail Sholojov, Valentín Kataiev y, en periodos más re-cientes, Vasili Shukshin, Fiodor Abramov, Valentin Rasputin, Chinguiz Aitmatov, Yuri Bóndariev, Boris Vasíliev o Yuri Trifonov, por mencionar sólo a algunos.
En la forma de ser y pensar del ruso, no fue menor la contribución de Iván Bunin, Anna Ajmatova, Marina Tsvetaieva, Osip Mandelshtam, Mijaíl Bulgakov, Boris Pasternak, Andrei Platonov, Mijail Zoschenko y tantos otros escritores admirados en el mundo y prohibidos en la época soviética, en que floreció, como contraparte, el placer de la lectura clandestina.
A mayor censura, no exenta de riesgos por esquivarla, cuando un error podría re-presentar entonces una temporada de residencia obligada en algunos de los sitios más inhóspitos de Siberia, donde para colmo seguro no había bibliotecas, mayor era el deseo de compartir obras con los amigos de confianza, a veces copiadas a mano o que había que leer con lupa por el reducido tipo de la letra, uno de los artificios para burlar la severa revisión aduanal de entonces.
Hoy por hoy, los libros en Moscú no se consiguen: se compran. En cualquier librería o en puestos a la intemperie, a lo largo y ancho de la ciudad. Por un lado, es mu-cho más cómodo que antes; por otro, ya no es ningún mérito haber leído El maestro y margarita, de Bulgakov, por mencionar una novela que hasta hace unos años era el tesoro más preciado en la estantería que hacía las veces de librero en el departamento de cualquier ruso, cuando dejó de ser pecado exhibirla.
Tampoco se dan casos como el que le sucedió, en tiempos de Leonid Brejnev, en pleno declive del llamado socialismo real, a un abuelo que quiso hacer un regalo de cumpleaños a uno de sus nietos y sin pensarlo dos veces se encaminó a la calle Kuznetsky Most, sitio en donde se reunían los días sábado los especuladores y traficantes de libros.
Epoca de escasez en todo, la alegría del hombre se desbordó cuando un vendedor le dijo que sí tenía La isla del tesoro. No le importó el precio y hasta le gustó que el libro viniera muy bien envuelto en papel de regalo y no en el diario oficial Pravda, que solía emplearse para ese y otros fines aun más prácticos. Al llegar a su casa y desenvolver el paquete, la sorpresa del hombre fue todavía mayor a la alegría de haber adquirido el libro: resultó ser El archipiélago Gulag, que en la jerga de los especuladores libreros se conocía como La isla del tesoro.
A nadie se le ocurriría especular hoy con libros, ya de por sí están repletos los manicomios y es de suponer que ni a los locos les gustaría dormir en un catre instalado en el corredor, a falta de espacio, práctica común incluso en los hospitales.
Además, no hace falta porque es un buen negocio vender libros junto a cualquier estación del metro. Demanda estable, oferta amplísima; si acaso, el frío en invierno es el único inconveniente. Tiene su gracia el negocito, confiesa un congelado vendedor de por aquí cerca, al explicar que lo más difícil es captar qué quiere el comprador, cambiante el gusto de los lectores. Las tendencias, que dirían los críticos.
En tiempos de Gorbachov, por ejemplo, la glasnost provocó todo un boom de autores que, durante años, habían escrito para el cajón de su escritorio: Anatoli Rybakov, Vladimir Dudintsev, Mijaíl Shatrov y Anatoli Pristavkin, entre muchos otros.
También propició un rencuentro con aquellos escritores que se vieron forzados a emigrar: Iosif Brodski, Viktor Nekrasov, Vladimir Voinovich, Guergui Vladimov, Vasili Aksionov y, desde luego, Aleksander Solzhenitsin, más política que literatura sus textos.
ƑY qué leen ahora los rusos? Buena pregunta que quedó sin respuesta y que será el tema de la siguiente entrega de Sputnik.