sabado Ť 17 Ť febrero Ť 2001 2001
Ilán Semo
La guerra incivil
La historiografía europea ha especulado abundantemente sobre el súbito aumento de la criminalidad que siguió a las guerras sucesivas entre Roma y los principados del norte durante el siglo XVI. Desempleados por la debilidad que la guerra infligió a ambos reinos, los antiguos ejércitos de mercenarios se convirtieron en bandas de convictos. Sus leyendas corroboran la posibilidad de lo horrendo. Ocupan un sitio destacado en esa épica de la denostación con la que el papado cubrió a los Borgia, y una preocupación central en Maquiavelo cuando se hace la pregunta por la viabilidad de un Estado efectivamente nacional. En Inglaterra y en España, convictos del mismo orden encabezaron la edificación de dos vastos imperios coloniales. A diferencia de Italia, las grandes potencias del siglo XVII embarcaron a sus criminales, en su mayoría antiguos soldados medievales, para urdir gestas heroicas.
Toda analogía histórica es falible. Pero el tema de un régimen que se vuelve incapaz de sostener y privilegiar a sus propias fuerzas del orden recorre, como preludio, a célebres oleadas de criminalidad: la KGB diezmada ahora en mafias globales, los judiciales mexicanos que encabezan auténticas industrias del crimen.
El crimen organizado de los años veinte, que tuvo sus iconos en Micky Messer en Alemania y en Capone en Estados Unidos, es uno de los corolarios probables del retorno de los chicos a casa después de ser adiestrados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Ningún sueño más a la mano durante la crisis del 29 que una fortuna súbita lograda a punta de pistoletazos. Acaso la militarización de la vida pública que precedió a la Segunda Guerra Mundial, logró desmantelar a estas eficaces empresas que ya controlaban ciudades centrales en Estados Unidos. En Alemania, el fascismo se nutrió de ellas; Mussolini, paradójicamente, las combatió.
Nada de esto parece referir la historia reciente del crimen en México. Sin embargo, habría que preguntarse cuál es el efecto que tuvo la degradación del sistema político mexicano desde finales de los setenta sobre la conformación de las industrias del crimen que hoy dominan la trama de la vida pública y el centro de la vida privada. La historia mínima de El Papel (véase La Jornada, 11 de febrero, 2001) verifica momentos estelares de esta otra transición. Creció con Los Compadres, una banda de Tepito. La mayoría habían sido soldados, policías preventivos o judiciales. Comenzaron como mil usos: robos, secuestros, atracos. "Lo que cayera". Las ganancias se distribuían entre la "mochada con la tira" y la banda. Los Compadres devino un emporio: locales, doctores, especialistas en inversión, arsenales... Los reclusorios eran centros de mando. Un día entró en conflicto con la banda. Para protegerse se alistó en el Batallón de Granaderos. Obtuvo honores como patrullero. Ahí dividía su tiempo entre sus actividades en "el cuerpo" y una nueva banda que se dedicó a formar. También entró a la cárcel por un accidente vial. Ergo: la vida en la banda era más segura que en la tira. Volvió a la calle. La droga devino el centro de su vida. Atracar y asaltar tenían el único cometido de poder consumir. Menguado, El Papel se retiró. Hoy, dedicado a la filantropía, se pasea en su barrio y ofrece entrevistas.
Hablar del "aumento del crimen" en la última década es por supuesto un eufemismo. Tan sólo en el Distrito Federal se cometen un millón y medio de atracos al año. Es difícil encontrar a alguna familia que no haya sido una víctima. Por sus dimensiones, el carácter de su organización, su economía, las armas empleadas y la naturaleza de las víctimas, la expansión de las industrias del crimen habla más de una guerra civil --o si se quiere incivil-- que de una simple escalada aritmética de las estadísticas del delito. En el centro de esta guerra emergen las corporaciones policiacas y militares licenciadas por el Estado o muchas de las que se hallan en funciones.
Bajo estas condiciones, cada vez que la policía es "fortalecida" lo que se fortalece probablemente es la intensidad de esta guerra.
El origen de la criminalización de la vida pública se halla en un Estado secuestrado por la degradación de sus propias fuerzas del orden. Es decir, el "problema" se centra en la naturaleza de ese Estado: a la privatización de la esfera pública ha seguido la privatización de la violencia. Si la tecnocracia privatizó patrimonial y arbitrariamente extensas áreas de la esfera pública, Ƒpor qué no le iban a seguir sus cuerpos del orden? En el gabinete actual de Seguridad Pública no asoma ningún indicio de una reflexión renovada sobre este tema. Por el contrario, hay síntomas que continúan la degradación y que, como en el caso de Tepito, pueden allanar el camino de la provocación. Allanar los comercios de Tepito con la policía de aduanas es una decisión federal. También puede leerse como una provocación federal en una guerra donde la imagen del más acosado por el crimen resulta la imagen del más desacreditado. No se necesita demasiado para saber que el centro del contrabando no se halla en sus bodegas. Sin la menor traza de una auténtica reforma del Estado, la administración de Fox podría llegar a imaginar que la política contra el crimen no es más que otro instrumento de los ratings de popularidad. En cierta manera, ya lo está haciendo.