miercoles Ť 14 Ť febrero Ť 2001
Angel Guerra Cabrera
Cuba: la economía se recupera
La economía cubana, postrada tras la desaparición de la URSS, pareciera ya en vías de consolidar la tendencia a la recuperación. Creció 5.6 por ciento en 2000 y lo ha venido haciendo a un promedio de 4.7 por ciento anual desde 1995, superior a 3 por ciento del resto de América Latina en igual periodo.
Entre 1989-93, el PIB isleño había caído en un brutal 38 por ciento, que redujo ostensiblemente el nivel de vida y lanzó a la penuria al grueso de la población. La moneda perdió casi todo valor, el transporte automotor virtualmente colapsó, los hospitales y farmacias quedaron desabastecidos de medicamentos y las escuelas hasta de lápices. Los escaparates comerciales sólo ofrecían consignas políticas y las tiendas de alimentos racionados entregaban cada vez menos productos y en menores cantidades. Los apagones eran frecuentes y prolongados.
La isla se sumió en el desconcierto y la desesperanza cuando no en el pesimismo o el resentimiento ante las amargas consecuencias de la súbita extinción del poderoso aliado, cuya existencia, se suponía, era fruto de la acción irreversible de las "leyes de la historia".
El ausentismo cundió en los centros de trabajo y la disciplina laboral se resquebrajó sensiblemente. Una filosofía de subsistencia se entronizó entre la mayoría, que debió ingeniárselas diariamente para llevar algo de comer a los suyos. El deseo de marchar por el sueño americano creció sensiblemente, sobre todo entre los jóvenes, hasta desembocar en 1994 en la llamada crisis de los balseros.
Washington, alentado por lo que pareció presagiar el fin de su pesadilla cubana, había recrudecido el bloqueo con las leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996) e incrementado las acciones encaminadas a aprovechar el descontento y a fomentar la emigración. Decenas de artículos, ensayos y libros vaticinaron "la hora final de Castro".
El gobierno revolucionario, presionado por este drama social y moral sin precedentes, y por los consejos de fuera que lo instaban a ceder a los entonces eufóricos aires mundiales del libre mercado y la democracia estilo estadunidense, optó por resistir. Repartió parejamente los efectos de la crisis, mantuvo el derecho universal a la educación y la salud y continuó pagando puntualmente sus sueldos a quienes quedaron sin trabajo. Al mismo tiempo suprimió gratuidades excesivas y aumentó varias veces el precio a los cigarros y bebidas alcohólicas, lo que permitió equilibrar gradualmente las finanzas internas.
Comenzó un proceso cauteloso, pero audaz, de reformas económicas y en menor grado políticas que combinaban flexiblemente espíritu práctico y apego a sus objetivos históricos de justicia social y defensa de la soberanía. Un camino opuesto al neoliberal seguido por sus antiguos aliados de Europa del este y por América Latina, e incluso distinto al de China y Vietnam, al dar menos énfasis a la acción ciega de las leyes del mercado en favor del desarrollo programado y de la solidaridad social.
El país se abrió a la inversión extranjera regulada con fórmulas novedosas que la encauzan hacia las áreas priorizadas de la economía y eluden privatizar el patrimonio público. El turismo internacional recibió un gran impulso y ha crecido a un ritmo de 18.6 por ciento anual en el último lustro. Fueron abiertos los mercados agropecuarios, donde los precios los fija la demanda, y propiciaron un aumento discreto pero vital de la producción. La ampliación de los autorizados a trabajar por cuenta propia creó nuevos empleos e ingresos alternativos para decenas de miles de familias y aumentó la recaudación fiscal. Se legalizó la libre circulación del dólar, que incentivó un flujo millonario de remesas familiares desde Estados Unidos y estimuló el rendimiento en la industria turística, en las producciones para la exportación y en el sector privado.
La descentralización económica ha incidido en un aumento de la eficiencia de la empresa estatal y dado un impulso inédito a la diversificación de las exportaciones y los mercados. Ramas como la sideromecánica, la minería, el tabaco ya superaron su desempeño anterior a la crisis. La producción de petróleo y gas subió de 800 mil toneladas en 1989 a 3.6 millones en el 2000, cuando aportó 70 por ciento del combustible que consume la generación de electricidad.
Ya no hay apagones, nadie se acuesta sin comer, el salario nominal y el real han aumentado y cientos de miles de trabajadores reciben estímulos en divisas, la red comercial se revitaliza y los cubanos se ven mejor vestidos.
Estos logros son significativos en un país pequeño, pobre en recursos naturales, altamente dependiente del comercio exterior, que sólo tiene acceso a créditos singularmente onerosos y carece de aliados capaces de contrarrestar sustancialmente los efectos del bloqueo. Más aún si se tiene en cuenta que la economía cubana venía renqueando desde la década anterior a la debacle soviética dada la rigidez e inoperancia de sus mecanismos, contaminados por el modelo extensivo imperante en los países de ese bloque.
La situación angustiosa de los noventa va quedando atrás, pero los sueldos aún no dan hasta fin de mes y hay muchos que todavía sufren grandes carencias. De hacerse irreversible el crecimiento económico creará un clima propicio para dar solución a esos y otros problemas no menos graves en el campo de la conciencia social. Es allí donde se decidirá el destino de la más ambiciosa utopía latinoamericana.