miercoles Ť 14 Ť febrero Ť 2001
Arnoldo Kraus
El fin de la vida privada
El poder brutal de la globalización ha transformado de raíz buena parte de la arquitectura del ser humano. Este fenómeno es una gran empresa que implica, ante todo, los rubros económicos y políticos, pero, evidentemente, sus mermas son más profundas y repercuten cada vez más en el individuo. Cierta especie de seres humanos globalizados, que si antes se concebían como idea embrionaria o en ciernes, ahora se encuentran en las calles como resultado de esta escuela, en general, desarmados intelectualmente y con pocas posibilidades de respuesta. La cantidad de signos y síntomas que conforman estos seres mutantes es inmensa: sujetos inopinados, utilizados, desechables, rigurosamente vigilados, "enajenados" --impersonales de acuerdo a la concepción sartreana-- y carentes de espacios propios y comunitarios en donde la reflexión, el disenso y la crítica puedan florecer. Con los pobres, por supuesto, el impacto ha sido peor, pues la ya de por sí endeble voz con la que contaban ha desaparecido conforme han empobrecido.
Esta humanidad globalizada, menos pensante, menos crítica, menos consciente, es, además, presa fácil de la política universal de la información. Como parte del fenómeno habría que agregar la repercusión, usualmente negativa, de las grandes campañas de comunicación televisiva o radiofónica, así como los daños todavía no mensurables del exceso de tecnología e información barata, que en muchos sentidos cierra el círculo: la persona se aleja cada vez más de su propia persona. La manipulación de este fenómeno es tan precisa que "las mayorías" ni siquiera se cuestionan si lo que sucede es correcto o no.
Además, esta "máquina despersonalizadora" es perfecta y sus huellas son difíciles de rastrear. Globalizar, a nivel individual, significa despojar, significa allanar la morada interna y privada de cada uno. En mayor o menor medida, todos somos presas de esa campaña, cuyos límites no existen y cuyas repercusiones se leerán en las próximas décadas.
En el reciente Super Bowl en Estados Unidos la masa dejó de ser masa y los asistentes perdieron el anonimato. Los 100 mil espectadores fueron filmados y analizados por un ordenador sin que lo supieran y sin su consentimiento, por supuesto. Lo mismo sucede en bancos, centros comerciales y diversos sitios públicos y en no pocas modalidades telefónicas donde las conversaciones son grabadas. En el futuro, seguramente muchos teléfonos contarán con cámaras que permitirán también observar al parlante y no sólo identificarlo a priori, como ya sucede con la nueva tecnología.
Estas medidas suponen protección y beneficios para la población, lo cual, en caso de que sea cierto, facilitaría reconocer y atrapar a personas no gratas o peligrosas --en México no sucede así, pues en no pocos asaltos bancarios las cámaras suelen descomponerse o filmar exclusivamente al cliente. Aun aceptando que la protección fuese veraz, la sociedad debería preguntarse si esas maniobras son legales, pues se viola el libre tránsito, se atenta contra la libre expresión --por supuesto, bien entendida-- y se da fin al anonimato. Cierta información, que justifique las razones de fotografiar a personas en sitios públicos, como estadios o centros comerciales, debería difundirse o someterse a escrutinio societario. La comunidad tendría que contar con la opción de discutir las posibles consecuencias de un sistema que atrapa y en ocasiones ahorca al individuo, menospreciando su opinión. El corolario es gratuito: la globalización no conoce el término ética.
A primera vista, la idea de la filmación y la "del fin del anonimato" parecerían no ser tan ominosas, pues en no pocas sociedades los asaltos, asesinatos y vejaciones son amenaza constante. Aun cuando lo anterior podría ser cierto, falta comprobar su eficacia, corroborar que no haya efectos colaterales, que no se dañe a personas inocentes y que el monto de tales aventuras --debe ser caro filmar a 100 mil personas-- demuestre su bonanza, pues cualquier político mediano sabría cómo invertirlo o, por lo menos, cómo robarlo. Quedan las cuestiones insoslayables del valor del individuo y su libre albedrío, lo cual, evidentemente, para los globalizadores y sus ordenadores carece de importancia. En este esquema, en donde la identidad del ente es cada vez más endeble, la mass media y el ideario globalizador --despersonalizar, restar voces críticas-- avanzan sin encontrar oposición suficiente, pues siendo el blanco tan universal y poco definido --el ser humano "todo"--, las protestas se diluyen mientras que los individuos adelgazan en los terrenos de la moral y de la voz.