LUNES Ť 12 Ť FEBRERO Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Invisible

Cuando carga diesel, Molina no le echa al tanque litros, sino pesos. Y por teléfono no habla, un decir, cinco minutos; para él fueron 14 pesos menos en la tarjeta. Su idea del tiempo es: 14 pesos.

No por monetarista, en absoluto. Mas no conoce otra manera de contar o medir que las sumas y las restas. Las horas representan números, y lo notable de las 10 am no es que esplendan la mañana sino equivaler dos veces las 5 am. Un rasgo maniático, se dirá, pero que es su yo más yo, el que no toma prestado.

No crean, sufre. Se da cuenta, desde niño, de todo lo que se pierde. Una magia que hay ahí, la belleza que conoce de oídas, la inocencia indumentaria de la gente de provincias, en el musical intenso del paisaje.

Cierta mañana rueda la ruta 54, a 95 reglamentarios kilómetros por hora, abrazado al volante del traqueteado Kenworth, las salpicaderas adornadas con largas llamas fosforescentes y el Pirata Sam colgando su mostacho de las calaveras posteriores. Sin fijarse en la letra, tararea una canción nasal y pegajosa, nuevo azote de la radio y las discotiendas.

Clarea pero, serán las nubes, amanece en blanco y negro. Una danza de tintas caprichosas rasga y tachona la plata pulcritud del cielo. El color en ellas es si acaso perceptible en los rastros naranja de los bordes.

De lo cual no se entera mayormente Molina, concentrado en decidir si son nueve o menos los cuervos que cotorreaban en la cuneta, los acaba de ahuyentar nada más de pasar al lado. Se le escapa la cantidad. Una parte de él es indolente, y olvida contarlos uno por uno. Lo distraen las primeras casas de Ciudad Guzmán.

La bodega está cerrada. Son las 8 de la mañana. A veces le sorprende lo exacto que es el tiempo. Las torres de la iglesia contorsionan contra el azul amontañado de este pueblo que se hizo grande. Hay gente en la calle. Campanas. Un viento tibio le arremolina el copete, levanta polvareda y empuja la puerta que dice: "Oficina. Sólo para personal".

Molina se introduce. Una sucesión de escritores y mostradores en la penumbra donde avanza lentamente. Al fondo un letrerito luminoso señala: "Sanitarios". A su izquierda se abre un pasillo flanqueado por ventanas reflejantes.

Del otro lado del cristal donde Molina ve su reflejo, y mal, una pecera de sirenas pálidas nada y lo contempla con curiosidad submarina. Molina se acomoda el pelo de la frente, sin percatarse que a pocos centímetros, a la altura de sus labios, boquea una sirena y lo mira grandemente, soltando burbujas por las branquias incrustadas bajo sus senos macizos.

Nadie. Ni siquiera el velador. Molina, que compensa su poca imaginación con una puntualidad compulsiva, se pregunta dónde están todos, si la bodega debió abrir desde las 7.

En su mundo paralelo, el acuario de sirenas se agita con los coletazos de las damas anfibias, excitadas por el macho estándar que tantea el pasillo repitiendo "Buenos días, disculpe, Ƒno hay nadie?, buenos días", sin encontrar respuesta ni ver lo que ocurre tras el espejo.

Sabrina (Ƒqué nombre dar a una sirena, Sabrina, Ruperta?) se enamora instantánea y perdidamente de Molina, chofer de tráiler, que ya se dirige a la calle nuevamente Ruperta, Sabrina, grita, pero el agua la enmudece con burbujas y ni ella escucha. ƑCómo seguirlo? Flechada sin remedio ni esperanza la sirena queda varada en las aguas que flanquean el pasillo desierto de la bodega.

Molina parpadea al rencontrarse con la luz exterior. Se apoya en el estribo del tráiler, saca sus Del Prado y piensa en cualquier cosa. Mira el reloj. Ocho y cuarto. Qué, Ƒno pensarán abrir?

Van llegando más transportistas. Se estacionan en cola. Molina llegó primero. Para lo que le sirve. La cortina bajada de la bodega lo iguala a los demás choferes, que como el se preguntan a ver a qué horas.