El recurso de los místicos
Porque tristeaba, imaginé en el cuarto piso un salón de estar que era a la vez biblioteca y sala de música. Quien ama la soledad admite a otros que también la aman, así que subí las escaleras y miré a todos lados. Me decepcioné al no encontrar el salón imaginado; más que decepción, fue desconcierto lo que experimenté, por más que supiera, con una lucidez intacta, que no era razonable borrar la frontera entre lo imaginado y la realidad. Extendí la mano con la esperanza de tocar el salón que no veía, y este combate innecesario e inútil entre mi anhelo y mi situación real me hizo enfrentarme al término "recogimiento". Uno se vuelve guante y se adentra en sí mismo, de modo que sus ojos se educan a ver en la oscuridad de su interior.
Los místicos aprenden mejor que otros a hacer esta operación sin que se los considere ensimismados, que tiene más de egoísmo, por la autoconmiseración, por la autocomplacencia en que se convierte, que de buceo atrevido y valiente en las profundidades del ser, esto, implícito en "recogerse". El recurso de los místicos facilita las cosas, pues ellos no pretenden buscarse a sí mismos sino a Dios, y con quien entablan la conversación de la vida igualmente es con El, de modo que la suya es una soledad acompañada.
Parece que entienden que es natural nacer con un sentimiento de ausencia evidente, y que vivir consiste en esperar la presencia del ausente que es, se sobreentendería, Dios. Pero estas abstracciones se me van. Prefiero la candidez de Santa Teresa de Jesús o de Avila, que en el Libro de su vida es capaz de afirmar, "Y lo que no se puede sufrir, Señor, es no poder saber cierto si os amo, y si son aceptados mis deseos delante de vos." Descubre o aprende por sí misma lo que es la oración, tener oración, que define como diálogo mental con Dios, y que califica como el mayor de los bienes. La oración, sostiene, "Me hacía entender qué cosa era amar [a Dios]", tener trato con El, o entablar con El una amistad particular. A través del ejercicio de la oración, Santa Teresa podía entender más sus faltas y examinarlas sin temor, puesto que las estaba "tratando a solas con quien sabemos nos ama".
Santa Teresa escribe como habla, han dicho bien sus estudiosos. Hay que leer como empezó su autobiografía, con "Mi confesión general y [poniendo] por escrito todos los males y bienes; un discurso de mi vida lo más claramente que yo entendí y supe, sin dejar nada por decir". El resultado fue aprobado por Gracián, que habrá gozado con cuánta humildad admite Santa Teresa, "No sé si digo desatinos; si lo son, vuesa merced los rompa; y si no lo son, le suplico ayude a mi simpleza, con añadir aquí mucho".
Del impacto que causa la primera lectura de un clásico, por la decidida e inmediata forma en que al lector se le desbaratan los dos prejuicios más socorridos, el de que no va a entender, y el de que va a aburrirse, pues, de forma invariable, entiende y se divierte, ninguno como el que encuentra al leer cómo Santa Teresa niña persuadía a uno de sus hermanos para irse juntos "a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen", ilusión que se les vio entorpecida pues "el tener padres nos parecía el mayor embarazo".
Pero, ¿cuáles habrán sido las faltas
más vergonzosas de Santa Teresa, las que le impidieron no encontrar
su camino sino a los veinte años de edad? A lo largo del Libro
de su vida se arrepiente tanto de tantas "vanidades" que da una imagen
en extremo engañosa de sí misma. Sin embargo, creo que todas
esas "vanidades" se reducen a una falta, que es, me parece, que no hubiera
advertido antes de cuando lo hizo la presencia del ausente en su interior.
Y, bien vista, es una vanidad, pues implica no admitir que uno padece
de ausencia, y que si ha de vivir, haría bien en ponerse a buscar
cuanto antes la presencia del ausente.
Pero, la verdad, no sé si digo desatinos; si lo
son, ruego al lector ignorarlos; y, si no lo son, le suplico ayude a mi
simpleza añadiendo aquí lo que juzgue que falta, pues yo,
por más que cierro los ojos, no veo qué pueda ser lo que
falte.