MIERCOLES Ť 7 Ť FEBRERO Ť 2001
Ť Andres Aubry
Los constituyentes no eran constitucionalistas
Las circunstancias históricas del 5 de febrero (fecha conmemorativa de dos constituciones: la que abrió la Reforma en 1857 y la que selló la Revolución de 1917) dan mucho que pensar en la coyuntura de la reforma constitucional prevista para la próxima sesión ordinaria del Congreso y del viaje zapatista del 11 de marzo al DF (otro bello aniversario para los legisladores: la de la promulgación de la ley de esa fecha en 1995, llamada del diálogo, la conciliación y la paz en Chiapas).
La primera, la de 1857, había sido la obra de los rebeldes del Plan de Ayutla; sus redactores fueron los insurgentes, a quienes debemos las luchas y las conquistas de la Reforma que fue una refundación del país. La segunda, la de 1917, fue la de los actores del movimiento armado de la Revolución. Ambas fueron redactadas por transgresores de la ley a quienes debemos el rostro de país que moviliza nuestras energías.
Esta herencia rebelde es la de todas las constituciones históricas: en México, además de las ya mencionadas, la de Apatzingán en 1814, aquélla de los insurgentes que nos dieron patria y libertad, y la de 1824, que trajo la paz después de tantos años de movimiento armado. Fuera de México, la historia es la misma: es (para citar solamente las constituciones que han inspirado las sucesivas cartas magnas de este país) la gesta de los subversivos del siglo 18, que en Estados Unidos derribaron el muro continental de la Colonia; es la de los ciudadanos que en Francia tumbaron la Bastilla y formularon la Declaración de los Derechos del Hombre en 1789, a la que debemos la redacción de nuestras garantías individuales; es la de los "infidentes" que desafiaron la Corona al forjar la constitución de Cádiz en 1812.
Un examen de las circunstancias de producción de todos estos textos constitucionales a los que el mundo debe la democracia, conduce a conclusiones inspiradoras en la coyuntura del momento:
1. Sus redactores, en todos los casos señalados, no fueron constitucionalistas ni siquiera legistas sino luchadores sociales, actores de los conflictos armados. Dentro de ellos, aunque algunos fueran juristas de peso, todos eran a la vez transgresores de leyes pero enamorados de la ley, nunca leguleyos sino eminentemente políticos, porque la finalidad de una constitución es la de diseñar el país que se quiere, con base en otra ley, la de una carta magna que afianza el tipo de democracia que se pretende construir:
Los legistas y constitucionalistas nunca intervienen en la redacción de las constitucionales (o en sus reformas históricas: la de 1857 se pensó como una reforma de la de 1824, y la de 1917 como una reforma de la de 1857, cuyos textos estaban en la mesa de trabajo de los constituyentes) sino después (para checar si las leyes secundarias o de obra pública se ajustan a las opciones de los constituyentes). Los constitucionalistas consultados por el doctor Zedillo se equivocaron de momento, por falta de criterio histórico en su interpretación constitucional: olvidaron sus circunstancias de producción. Una constitución no es un texto dogmático sino la respuesta a un momento histórico conflictivo. La primera tarea de un constitucionalista debe ser la de recoger con respeto el mensaje y la herencia de los constituyentes.
2. Cada constitución histórica es la culminación de una etapa constructiva de la nación, sella un proceso formativo del país (de la Patria criolla en 1812, de la Insurgencia en 1824, de la Reforma en 1857, de la Revolución en 1917), gestado por luchadores sociales quienes, en su labor constituyente, expresaron todo un proceso, aquél de la rebeldía que iba construyendo un nuevo país.
Quien fue presidente de la Cocopa el 16 de febrero, cuando se firmaron los acuerdos de San Andrés (inseparables de la reforma constitucional que postulan y diseñan), el diputado Jaime Martínez Veloz, expresó entonces esta dimensión histórica, cuando aclaró, palabras más, palabras menos, que había dos maneras de abordar el conflicto zapatista: una puramente coyuntural, que sería una simple negociación con inconformes, y otra que considera y valora la carga histórica del movimiento. En los mejores momentos de San Andrés se palpó un nuevo país en ciernes; se reflejó y gestó una nueva dimensión de la patria; se vislumbró otro futuro nacional en la nueva relación entablada con los pueblos originarios, legitimada por la toma de conciencia de "la matriz pluricultural del país" al punto que, una noche de octubre de 1995, uno de los negociadores zedillistas se quebró, invadido por la emoción generada por la labor de "refundación" del país (mil comillas citan uno de los textos consensuados que inspiró la reforma constitucional plasmada más tarde en los Acuerdos).
3. Cada nueva constitución (o reforma histórica de la misma) es un mensaje de paz. La Constitución de 1824 fue la señal de que se callaban los fusiles; la de 1917 creó las condiciones para que la palabra y otra ley tomaran el lugar de las balas. Históricamente, cada nueva constitución ha anunciado, instrumentado o sellado la salida política, es decir pacífica, de un conflicto armado.
La propuesta de la Cocopa, próximamente sometida a las instancias legislativas del país, refleja estas tres dimensiones: la lucha de actores sociales a quienes siete años de conflicto les han conferido inegablemente peso histórico con la esperanza de otro país: su salida política, de índole constitucional, la que, además de callar las armas, ha de generar una nueva etapa del proceso nacional; y otra lógica inevitablemente transformadora: aquella de la paz.