domingo Ť 4 Ť febrero Ť 2001

Rolando Cordera Campos

Pobreza y guerra: primeras pruebas

A Rosalba Carrasco, in memoriam

Los datos siguen contundentes: la pobreza no ceja y afecta, según la más reciente entrega de INEGI, a más de 40 por ciento de la población. Sólo una minoría vive en localidades donde la pobreza no se nota, pero puede adelantarse que en esta porción mínima de los municipios de México priva también la desigualdad y se registra "a ojo" la presencia de pobres. (véase La Jornada, 31/01/01, p. 21, "INEGI. La indigencia en México creció 4.5 por ciento en los últimos años", nota de Mayela Delgadillo).

En un panorama económico en el cual vuelven a privar el pesimismo y la incertidumbre, la información oficial sobre el estado social de la nación se torna horizonte ominoso: la democracia flamante, que permite decir a muchos que en México ya nada es como antes, tiene que encontrar pronto respuestas creíbles a una situación que no por heredada dejará de pesar sobre las maneras en cómo los mexicanos van a calificar al nuevo gobierno y al sistema político electoral que lo hizo posible.

Cuando se introducen datos o consideraciones socioeconómicas en la discusión política, suele decirse que eso es "sobrecargar" de demandas a la democracia apenas alcanzada. Se olvida, así, que las convenciones analíticas son sólo eso, convenciones, y que los ciudadanos comunes y corrientes no se sienten nunca en la obligación de hacerse cargo de ellas. Lo que se juzga, en especial en un momento de inauguración política, es el desempeño del gobierno emanado de las urnas, cuya legitimidad inicial pronto empieza a ser juzgada por lo que haga en asuntos con implicaciones generales para la mayoría de la población, como ocurre precisamente con la pobreza o la inequidad.

No hay manera de impedir que la gente se pregunte sobre la eficacia de la democracia más allá de las elecciones, y que en caso de no encontrar respuestas aceptables o convincentes, empiece a preguntarse por el sentido mismo del proceso en el que se involucró con tantas esperanzas de cambio.

En América Latina hay un nuevo fantasma y no es del que hablaba Marx. Más que de comunismo o subversión, de lo que hay que hablar después de casi 20 años de recuperación o estrenos democráticos es de decepción o hartazgo, de frustración popular y de cinismo en las capas gobernantes, donde ha emergido de nuevo una corrupción y un desdén por el resto de la sociedad que, en la propaganda contra el autoritarismo, se presentaban como atributos nefastos de las dictaduras.

En México llegamos tarde a este banquete convertido ahora, en algunos casos, como Venezuela, Perú, Colombia o Ecuador, en un esperpéntico tiradero, pero no significa que hayamos entrado blindados contra esta enfermedad del alma democrática. Habrá que decir más bien que junto con los desconciertos del arranque, que pueden atribuirse a la novedad que para muchos significa hacer gobierno, empiezan a esparcirse en el cuerpo social inquietudes no sólo respecto a la manera como se comportará el nuevo gobierno en materia política, sino sobre su capacidad para llevar adelante sus ofertas de mejoramiento individual, familiar y colectivo. No es cosa de cargarle la mano a la democracia en abstracto, sino de recordar lo dicho por el hoy Presidente durante su campaña, que en muchos sentidos se ha extendido hasta la fecha.

El progreso social no ha acompañado al estreno democrático, como podría decirse del cambio económico. Peor aún, a los ojos de muchos mexicanos, este cambio sólo parece haber sido capaz de traerles nuevas penurias, mientras que la democracia no ha producido sino cambios de cara y, si se quiere, de verbo y gestos. No sólo eso, sino que, como se ha reiterado desde que se inició la discusión sobre el presupuesto, por lo pronto no se puede esperar que la orientación de la economía se modifique en un sentido alentador de nuevas y tangibles esperanzas de vivir mejor, menos mal, que lo vivido en estos largos y duros años de transición.

De seguir las cosas como se anuncian, este año no habrá una creación de empleos que sustente, en lo mínimo, las expectativas despertadas. De empeorar la situación, tendríamos de nuevo escenarios cercanos al peor de los mundos posibles, en los que una actividad productiva cercana al crecimiento demográfico se diese la mano con índices de inflación que apunten hacia arriba, a los odiados dos dígitos. Esta combinación perversa de inflación con receso económico ya la vivimos, pero puede repetirse. Nuestra dependencia de la economía americana es enorme e inconmovible en el corto plazo, pero la sincronía de las respectivas inercias económicas nacionales no está dada. Podemos experimentar, de nuevo, un rumbo económico disminuido que nos lleve a acentuar la devaluación del peso y así el crecimiento de los precios internos. Estas tijeras son nefastas, pero lo son más en un contexto dominado por las grandes esperanzas.

El malestar democrático no tiene una sola fuente, como podría ser el agravamiento de la cuestión social en una coyuntura en extremo desfavorable. Debajo de este cansancio parece haber casi siempre una insatisfacción amplia, que se vuelve aguda, con el hecho de que la apertura política no tiene compañía en el flanco de la economía y, en particular, en el de la política económica. Aquí, todo son murallas y puentes levadizos que nunca bajan al llano democrático donde se vota y elige, pero no se adquieren facultades para intervenir. Se deja oír la voz y la queja, y desde luego castigar con el voto, pero no dar un paso más para que las cosas se hagan de otro modo.

En esas estamos. Con la guerra declarada contra los malos, pero teniendo que admitir, ante las cifras duras de la pobreza y el distanciamiento social del territorio, que ni la retaguardia ni los flancos están puestos. ƑPrimeras pruebitas?