sabado Ť 3 Ť febrero Ť 2001
Ilán Semo
La Constitución moribunda
Los orígenes de la Constitución de 1917 son inciertos. El movimiento que encabezó Francisco I. Madero en 1910 se propuso derribar el régimen de Porfirio Díaz, no abolir la Constitución de 1857 que le permitió gobernar al país durante tres décadas y media. Al igual que Díaz, Madero era un liberal; sólo que un liberal demócrata. Con frecuencia se olvida que la tradición liberal nunca contuvo un mandato expreso sobre las formas de gobierno: admitió indistintamente al gobierno representativo y al "cesarismo" como ejercicios posibles de legitimación política. Madero creía que la Constitución del 57 había sido desvirtuada, no que era superflua. La crítica a aquella ley fundamental provino de otras riberas, un frente al que el mismo Madero combatió: el anarquismo. Desde principios de siglo, el lema "La constitución ha muerto" cifró el programa esencial del magonismo e inspiró el fallido levantamiento de 1905-06 que concluyó anegado en sangre. En 1911, disuelto el magonismo, nadie imaginaba que la caída de Díaz desembocaría seis años más tarde en la promulgación de un nuevo orden constitucional. Leer en la historia una pedagogía de la acción es siempre insensato. De ella sólo sabemos que guarda al futuro como una carta cerrada.
Vista desde su perspectiva jurídica, la Constitución del 17 es un texto, digamos, barroco: a cada ley le sigue otra que permite negar la primera. En su trama hay una suerte de pasión por la ambigüedad. Nada debe quedar fuera, ni siquiera aquello que la contradice. El texto original sacraliza la propiedad privada y, al mismo tiempo, permite al Estado suprimirla o expropiarla. Alienta un régimen democrático y confiere poderes omnímodos a la Presidencia. Garantiza los derechos individuales pero no la soberanía del individuo. Se inspira en la división de poderes y posibilita su olvido. Cierto, fija derechos sociales notables. Pero los vuelve vagas sugerencias a la hora de fincar responsabilidades.
Desde los años veinte, la trama de la ambigüedad constitucional se tradujo en un entramado de leyes particulares y enmiendas que acabaron legitimando la operación cotidiana de un orden que hizo de la ley un territorio donde habitaba el país formal, y de la fuerza para imponerla, el territorio donde habitaba el país real. La distancia entre el país formal y el país real fue cubierta por un establishment en el que el poder podía desenvolverse fuera de la ley, y la ciudadanía debía desenvolverse dentro de ella. El derecho fue para los amigos, y la ley para los enemigos.
Muchas de las leyes y enmiendas particulares inspiradas en la Constitución han sido leídas frecuentemente como disposiciones que contradicen al texto original: el acotamiento del derecho de huelga para extensos grupos de trabajadores, las leyes agrarias del salinismo, los recientes códigos penales, etcétera. Hay algo de cierto en ello. Pero una lectura más radical derivaría la práctica jurídica de la ambigüedad en la que descansó el orden patrimonial en el contradictum perpetum que representa la propia Constitución. En otras palabras: la falla es de origen. La historiografía constitucional en México no ha dicho demasiado al respecto. Pero acaso la ambigüedad de la Constitución del 17 debería buscarse en esa obsesión por recubrir realidades patrimoniales con aspiraciones de modernidad.
El problema no reside tanto en la actualidad del texto constitucional. Es decir, en la distancia que lo separa de realidades que eran impensables en el 17. La Constitución estadunidense fue promulgada hace más de dos siglos y nadie en Estados Unidos se plantea, hasta la fecha, promulgar una nueva. Los códigos básicos ingleses son más antiguos aún. Una constitución deja de ser vigente porque en cierta manera nunca fue del todo vigente. Desde su origen no fue una ley que normara efectivamente las prácticas jurídicas del país real. La Constitución del 17 cifra en gran medida un espejo del simulacro: una suerte de catálogo programático de un régimen que acabó por restar sentido a la trágica historia que significó la Revolución Mexicana.
Las propuestas para emprender el camino hacia un nuevo orden constitucional en México abundan desde hace una década. Los argumentos varían y son disímbolos. Hoy, sin embargo, éste sería probablemente el único "método" para que cada uno de los sujetos políticos y sociales que conforman la relación entre el Estado y la sociedad emprendiese la marcha desde la selva de la ambigüedad en la búsqueda de su propia identidad. Abolir la vieja Constitución significaría abolir sus leyes particulares, códigos y reglamentos, poner en vilo la maquinaria jurídica que alimentó el orden patrimonial, abrir la ventana a una nueva oportunidad para que el país formal se encuentre con el país real.
Es obvio que hoy no existe ninguna fuerza nacional realmente interesada en una transformación de esta dimensión. El bloque de fuerzas que ocupan el gobierno ve con temor su carencia de consenso en el Congreso. La oposición se halla más preocupada en acuerdos que garanticen (su) la estabilidad antes que la transformación esencial del régimen que se propone, al menos retóricamente, desmantelar. Y sin embargo, el 2 de julio acaso abrió las esclusas de una sociedad que podría buscar en un nuevo orden constitucional la reforma que la transición se niega, hasta hoy, a otorgarle.