LUNES Ť 29 Ť ENERO Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Tres tons.
Van bien agarrados de la viga en las redilas, como changos. Parece que cantando una ranchera de chunga, tipo me he de comer esa tuna, aunque me espine la mano. De algo van riendo, cualquier cosa ha de ser, cada uno para sí y todos para la siguiente mudanza. El compadre Pascasio, al volante del dochito medio destartalado pero batallador, fue quien apuntó la dirección. A tragarse el trafical de mediodía, media semana y medio mes, calles, avenidas, viaductos y ejes, todos buenos para lo mismo, una pura chingada.
Y peor que llegando a Camarones quedan taponados, no entienden la razón. Rápido saltan al asfalto Ricardo, Tomás y el chico, quesque para averiguar. Pascasio es uno de los últimos choferes en apagar el motor, sinónimo de resignación. Nada más el señor Loera sigue sin enterarse, adormilado sobre el altero de cobijas, lonas y lazos en la caja del Dodge tres tons.
Tomás regresa rápido pero Ricardo y el chico se dilatan. Que no es una manifestación de burócratas, notifica. El helicóptero de la radio apenas se está enterando de la congestión vehicular en las adyacencias de Río Consulado, que se agrava hacia Vallejo, por lo cual se recomienda a los señores automovilistas usar vías alternas.
Oyendo de Tomás y la Red que se trata de un embotellamiento incontrolable, suelta Pascasio el primer carajo de los muchos que recitará en la siguiente hora y pico. Lo que todavía no sabe la Red, y Tomás ya, o más o menos, es el motivo o causa del bloqueo vehicular. "Están haciendo algo así como una obra de teatro", dice.
"ƑUna qué?", preludia el segundo, estrepitoso carajo de Pascasio, y Tomás repite. No tiene más información. En un abrir y cerrar de portezuelas, los automovilistas establecen contacto, comparten juicios, forman corrillos y brigadas de exploración. "Que el pedo están en la glorieta". "Que la policía no procede". Glorieta, ja. Se nota que los que hablan son personas de edad.
Tercer carajo de Pascasio mirando el reloj, bufa, gordo cual es, no llegarán en hora al compromiso, y eso que es aquí nomás en la Hipódromo, el menaje de unos ricos venidos a menos que no tienen más triques de lo que cabe en el arrabalero camioncito, acondicionado, eso sí, de Casa Pardavé. Estos clientes van en picada, la mudanza para llenar la casa que hoy dejan, hace dos sexenios la hicieron en un tráiler de la Acme que les trajo todo de Houston. Ahora van a la Escuadrón 201, una cuñada les presta una casa de interés social. Pero eso es otra historia. Estamos en el embotellamiento, con el chico y Ricardo en primera fila.
Vaya pelotera que se junta. Más que bloqueo de la vía pública parece el círculo que se les forma en la Alameda los domingos a los payasos. En actitud incomprensible, que ya criticarán los noticieros de la tarde y mañana los columnistas del gobierno, los patrulleros orillaron las unidades para no estorbar, y están de lo más pacíficos entre el público. Ya ni los desesperados se quejan. Los capitalinos, rezongones como son en los traslados, reconocen bien una causa de fuerza mayor. Y esta vez siquiera no se trata de un atropellado, un irigote de perdelones del PRI, una protesta encabronada de colonos contra la autoridad autoritaria de su delegación o unos espantosísimos ultras que luego dicen que hay.
Ya contarán el chico y Ricardo que eran unos actores bien vaciados, los hombres con traje de pingüino de los que usan los novios en las bodas, y las mujeres con aretotes, de largo y bocas rojas. La orquesta junto al semáforo. "ƑLa qué?", dice Pascasio. Sí, eso. Y señalaban espantados al público. Encima de la flecha amarilla del pavimento había una mesa con manteles, botellas de vino usadas y ensaladeras. "Un club de banqueros", dice Ricardo, el chico ríe y el carajo de Pascasio cambia de signo, lamenta haberse perdido la representación. También qué puntadas.
"Hacían así con sus dedos hacia nosotros y chillaban: 'Son ellos, son ellos, sáquenlos de aquí, hagan algo'. Los señores se habían metido almohadas bajo el saco para tener panza", relata el chico. Los gritos de las señoras arrancándose las pelucas doradas para arrastrarse en la grasa del suelo como epilépticas fue lo que, según Ricardo, arrancó más risas. "En un de repente las señoras se levantan sin sacudirse, y los banqueros dejan de señalarnos, agarran entre todos la mesa, han de haber sido unos diez, una mesa grande, 'auxilio, socorro, sálvenos del pueblo' se alejan gritando".
Cuando el personal de Casa Pardavé llega a su destino, los clientes están furiosos. Con modo de patrones quieren mandonear a los mudanceros, pero apechugan, no les queda de otra, si no dejan hoy el inmueble el casero los echa, les tiene ganado el pleito. Pascasio recibe las órdenes haciéndose el sordo y masculla carajos. El chico de plano no pela, siente que está en otra obra de teatro con esta familia de deseseperados que van de vuelta al pueblo y no han agarrado la onda. Antes digan que este cliente se salvó, y por tantito, de la chirona; él, que fuera funcionario tan encumbrado. Sin enterarse del drama, el señor Loera apila y amarra el menaje que sus compañeros le pasan. Mientras pague, cliente es cliente. A Loera qué más le dan las historias.