DOMINGO Ť 28 Ť ENERO Ť 2001

Bárbara Jacobs

El dios de la danza

La estrella no le parpadea, ante lo cual Nijinski siente que ella no le da las buenas noches. Era tarde y hacía frío sobre la nieve. El farol encendido de una casa a la distancia lo anima a seguir a pesar de que todo (Ƒqué es todo?) le indica que la muerte está cerca. "šMuerte!", grita y lo repite en el vacío y la oscuridad.

Se encontraba delante de un precipicio, pero un árbol que estaba ahí, aun cuando no tuviera hojas, y por supuesto que no las tenía, pues el invierno se las había quitado de forma por demás natural, estaba ahí para salvarlo de caer. Se abrazó a él y por lo tanto no cayó. "El recibió mi calor y yo recibí el suyo. No sé cuál de los dos necesitaba más el calor", advierte. El deseo continuo de llorar y de no poder hacerlo más que internamente, era una de las pruebas del amor impotente de Nijinski por la vida y la humanidad. Su mujer llegó a escribir que, con su alma y su genio, Nijinski no pretendió más que ennoblecer y edificar a su público. "Quería llevar el arte, la belleza y la música al mundo", pero el mundo, entretenido con las guerras y sujeto al mal gusto, más bien lo sacrificó, anota Romola Nijinski.

Lo llamaron y fue El dios de la danza hasta los treinta años cuando, al no encontrar más comprensión, más amabilidad entre quienes lo rodeaban, incluyendo, según ella, a su misma esposa, Nijinski no pudo ahorrarse ya "la terrible angustia que lo obligó a abandonar el mundo de la realidad por otro, un mundo propio".

Se pone y se quita la argolla matrimonial repetidas veces sobre la mesa del comedor; de algún modo ha de expresar que, si él no quiere comer carne, porque siente el dolor del animal al que mataron para obtenerla, y su mujer sí quiere comerla, algo hay en el matrimonio que dificulta comprenderse mutuamente. Así que se levanta y se va de la casa. Corre; corre cuesta arriba, colina abajo, atraviesa carreteras y fronteras. Corría, porque Nijinski sólo caminaba para descansar; va en busca de una habitación propia donde sentarse a escribir o a dibujar o a crear coreografías o a explicar su teoría de la danza sin ser interrumpido aunque le duela el brazo; trabajar sin detenerse. Encuentra una habitación sencilla, pobre pero limpia, a la que promete volver.

Desde arriba a donde llegó, podía ver su casa hacia abajo. Al correr hacia abajo, el camino se abrió en dos. Uno llevaba a su nueva habitación, en la que podría empezar un cambio de vida; la otra, se dirigía a su casa. ƑA cuál le ordenó Dios encaminarse, ya que era de quien seguía instrucciones? Su mujer, su hija, la cocinera, lo reciben con la puerta abierta y sin la presencia del médico que ha empezado, a solicitud de su mujer, a perseguirlo.

Nijinski ama la verdad. Escribe su Diario porque no quiere engañar a nadie ni herirlos, por más que de todos escriba no otra cosa que la verdad. Sigue el principio de sentir, antes que pensar. Lo hace con una coherencia más sólida de la que consiguen muchos que creen que piensan, para empezar, que la cosa es al revés. Pero en su última función siente tanto, que sucede que su danza causa miedo a su auditorio. "Estaban asustados de mí, pensando que los iba a matar", cuando lo que sucedía era que Nijinski estaba "vibrante".

Quiere ocultarse. Escribe el Diario en cuadernos de "ejercicios escolares". Los compró al precio más alto de los dos con que dos empleadas diferentes de la misma tienda se los ofrecieron. "Yo sé cómo empezó la guerra; fue por el comercio. Supone la muerte de la humanidad", observa, sin guardar rencor a la vendedora lista; más bien, compadeciendo a la otra, que se inquieta durante la transacción.

De los sesenta años que vivió, Vaslav Nijinski pasó la segunda mitad entrando y saliendo de sanatorios para alienados mentales. En un momento dado, lo visitó su viejo empresario, ex amante, ex explotador. "Levántate, y vuelve a bailar para mí", intenta persuadirlo Diaghilev; "No puedo -le contesta Nijinski-; no puedo porque estoy loco". Y Diaghilev -según consigna María Osorio Pitarch- se soltó a llorar.