Javier González Rubio Iribarren
Un soñador americano
En enero de 1900, Jack London empezó su carrera
de escritor. No importa que antes hubiera publicado artículos y
reseñas en el San Francisco Examiner, de William Randolph
Hearst, empresario para el que trabajó varias veces como corresponsal.
En ese año, por fin, una revista, Atlantic Monthly, la más
prestigiada del país, le pagó 120 dólares por su relato
Una odisea del norte. Lo logró después de dos años
de escribir a diario, de mandar relatos a todas partes y recibir de vuelta
amables o parcas negativas. Nada impediría que London, nacido el
12 de enero de 1876, abandonado por su padre, sin educación formal,
marinero, buscador de oro y periodista, alcanzara la fama mundial y el
prestigio como escritor a los 26 años.
Ciento un años es un buen pretexto para celebrar.
Por lo pronto, London ya traspasó su siglo y al menos la mitad de
su obra sigue publicándose en diversos idiomas. En 1991, Barnes
and Noble publicó una espléndida antología dividida
en tres partes: El Norte, El Hombre, El Mar, los tres grandes temas de
Jack London.
No fue nunca un estilista, pero su prosa era fuerte, apasionada, vigorosa hasta en sus arranques de redentor del proletariado o en su afán por resaltar la supremacía del hombre blanco, lo que hizo más por autoafirmación que por racismo.
Fue único para paisajes y situaciones, con base siempre en palabras precisas e imágenes inequívocas. Con su prosa limpia y clara podía describir al hombre, a los animales y al mundo. Y contar historias llenas de verdad. ¿Se puede pedir algo más a un escritor?
De La llamada de la selva y El silencio blanco a Martin Eden, e incluso hasta sus obras finales como Jerry de las islas, London se metió en los engranajes malignos de la crueldad, la fuerza de la voluntad, la dignidad, la derrota y la autodestrucción. Y en la nobleza animal y humana. Mezclando siempre autobiografía e imaginación fue un narrador incuestionable, aunque también haya tenido obras fallidas (¿quién no?).
Llama la atención que John Updike no haya incluido un solo cuento de London en su celebrada antología The best american short stories of the century, publicada en 1998, que inicia con narraciones publicadas a partir de 1915. Tan absurda carencia debe tener su origen en un desprecio como esos que sólo se dan en vida entre dos escritores.
Si es cierto aquello que dicen que dijo Graham Greene de que todos los escritores sólo escriben de lo que han aprehendido hasta los 20 años, en Jack London esa frase encaja a la perfección. A los diecisiete años ya andaba de marinero, putas y borracheras, pero leyendo a Tolstoi y a Nietzsche. Y desde pequeño había trabajado diez o 12 horas diarias en empresas de conservas o empacadoras de pescado para ayudar a su madre, a la que a pesar de detestar con toda razón nunca abandonó. A los 23 años, con el bagaje que traía de su recorrido por los mares del sur y del norte, su fortaleza física, su talento para el boxeo, sus estancias en la cárcel, sus sueños y un dinero que le prestó su hermanastra Eliza, se fue a buscar oro a Alaska. La hostilidad de la travesía no lo rindió como a muchos otros, y la concluyó. Se enfermó, se gastó todo, no encontró las pepitas que imaginó, pero en cambio se llenó de oro molido en su imaginación y en su vivencia para empezar una carrera de escritor a la que se aferró con disciplina de hierro a su regreso del Yukón.
No se anduvo nunca con rodeos y aceptó siempre que se había hecho escritor sólo para ganar dinero, no tener un jefe y hacer lo que le diera la gana. Y vaya si lo logró: desde el inicio de su carrera hasta su muerte en 1916 acumuló más de un millón de dólares, de aquellos. Fue el primer millonario y el primer superstar de la literatura, lo que le causó, entre otros males, el acoso permanente de la prensa, que se metía hasta en su vida privada. El despilfarro por sus sueños y su confianza desmedida en los otros lo llevó varias veces a la quiebra.
Lector voraz desde niño, lo que hizo con gran desorden y le provocó no pocos cruces de cables filosóficos, desarrolló su talento para distinguir la buena y la mala literatura. Y si su venerado Kipling decía que escribía mil palabras diarias, él se puso a hacer lo mismo hasta el penúltimo día de su vida. Sus tres palabras de acicate eran: vivir, trabajar y sinceridad. Y a eso sumaba sus sueños incontrolables, tantos, que acabaron con él, pero le dieron casi todo lo que quiso.
Sabiéndose hijo ilegítimo y con una madre explotadora, su insaciable necesidad de cariño lo llevó a ser extremadamente generoso con amigos y desconocidos. Fue un socialista convencido que avizoró como una desgracia para la izquierda sus disputas internas, sus expulsiones, sus eternas discusiones por encima de la acción práctica. Y estaba convencido de que el gradualismo y la democracia no representarían ningún cambio sustancial para el proletariado. Tenía toda la razón.
En 1900 se lanzó como candidato a la alcaldía de Carmel por el Partido Socialista, pero no obtuvo ni 300 votos, muchos menos de aquellos con que ganaría años después un admirador suyo que entonces todavía no nacía: Clint Eastwood.
Era maniaco depresivo, pero nunca se rindió. No podía rendirse porque su amor a la vida, a pesar de todo, era más fuerte que él. Su entusiasmo alcanzaba alturas tan grandes como simas profundas su depresión. Lo derrotaron los excesos, las enfermedades ?escorbuto, pelagra, piedras en los riñones, piorrea, uremia?, las drogas, entonces legales, para quitarse los dolores, y desde luego el alcohol, ese personaje de tantas vidas y de una de sus novelas más auténticas: John Barleycorn. Murió a los 40 años, en Hawai, acompañado de Charmian, la mujer con que todos soñamos, y que él sí fue capaz de conservar a su lado: amante, amiga, secretaria, madre, compañera.
Y leerlo causa un gran placer pues, como a Conrad y Stevenson, el tiempo no le quita lo maestro, a él, que también creó los fundamentos de lo que muchos años más tarde otros llamaron "el nuevo periodismo".
Protagonizó su vida como una novela en la que creatividad y autodestrucción, como en muchos otros, entre ellos Hemingway, su discípulo más adelantado, convivieron en terrible amasiato. La cuenta bastante bien el inglés Alex Kershaw en Jack London, un soñador americano.