DOMINGO Ť 28 Ť ENERO Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

Por siempre Mozart

Ť Cristina Pacheco Ť

"ƑDeveras te dedicas a la música?", le pregunté al muchacho. El me miró y se quedó quieto, con los pantalones a medio poner. No me ataqué de la risa sólo porque en los ojos le vi el miedo. Cuando ya nos tuvimos confianza, él lo negó: "Te equivocas, Isabel. Lo que pasó fue que me sorprendiste. Nunca pensé que te interesaría saber a qué me dedico, y menos después de que veinte minutos antes, mientras subíamos al cuarto, me leíste la cartilla: Treinta pesos por los quince minutos y sin cositas raras".

Me dio vergüenza porque sí se lo había dicho. Fue algo natural. En aquellos momentos Fabián era para mí un cliente como cualquier otro. Hicimos el trato en la calle; andábamos urgidos: él de sacarse la calentura y yo de largarme. Había tenido una noche muy mala, pero terminó bien gracias a Fabián. Salimos del hotel y me vine a la casa. Al llegar lo primero que hago es bañarme y prender la tele. Aquella vez, Ƒsabes qué hice?: recordar a mi abuelo. El me crió. Se llamaba Jacinto, enviudó muy joven, fue músico de la iglesia. Y yo salí puta. ƑTe imaginas?

II

Me enteré de que mi abuelo vivía en el asilo una mañana en que andaba por la Villita y me tropecé con Anselmo. Quiso hacerse el muerto pero lo seguí: "šSalúdame! No tengo lepra". "Es que no te reconocí". Creyó que con eso se la iba a sacar, pero ni madres: "En cuanto te vi dije: allí va mi primo".

Le pedí que me invitara un refresco mientras platicábamos. Creí que por lo menos me llevaría a un Vips pero se chiveó y me jaló a una fonda del mercado. Tenía miedo de que lo vieran conmigo. Hice como si nada y le pregunté por el abuelo. "Después de que te fuiste nos lo llevamos para la casa. Estaba bien, pero cuando los padrecitos le dijeron que ya no podían pagarle por tocar en la iglesia se volvió muy difícil y acabó pidiéndonos que le buscáramos un asilo".

"šHablador! Seguro lo refundiste allí para no tener que mantenerlo". Entonces me la retachó: "Si alguien tenía obligación con él eras tú. El te crió, pero en vez de procurarlo cuando envejeció, te largaste de güila. Si tanto te preocupa, ve a buscarlo". Anselmo me tiró en la mesa una hojita con la dirección del asilo y se salió sin pagar la cuenta.

Me quedé pensando qué hacer. En esos tiempos andaba bien prángana y era muy mensa: todo lo que me caía era para el Chano. Así, Ƒcómo iba a encargarme de mi abuelo? Total, guardé la dirección quién sabe dónde. Como un año después la encontré en una bolsa. Tú me conoces, manita, y sabes que no soy supersticiosa, pero al ver el papel pensé: "Las cosas pasan por algo. Esto quiere decir que el abuelo me está llamando con el pensamiento. Algo le sucede". Al otro día temprano me fui a visitarlo con ánimo de traérmelo para la casa.

III

Nunca había entrado en un asilo. Cuando me pasaron dizque a la sala de visita se me hizo muy parecida a los cuartos del Gibraltar. ƑHas trabajado en ese hotel? Es horrible, está muy húmedo de las paredes, bien feo. Me quedé en la sala un buen rato, hasta que apareció una chaparrita bigotona muy sudorosa. Me avisó que mi abuelo -ella lo llamó sólo "don Venegas"- tenía un problema y no iba a recibirme. "ƑEstá enfermo?" "No, es doña Aída. Se me hace que ahora sí se nos va, pero quién sabe a qué horas y no creo que don Venegas quiera separarse de ella, ƑPor qué no vuelve otro día?"

Tuve la corazonada de que "otro día" iba a ser nunca y mejor me puse mansita: "No sea mala, seño, déjeme pasar aunque sea nada más a saludarlo. Por favor". La bigotona me barrió con la mirada de arriba abajo, pero yo me estuve quieta, como los buenos toreros. "Le advierto que don Venegas está en el cuarto de Aidita. No ha querido salir a desayunar. A lo mejor a usted ni le habla". Le puse un billete en la mano: "Me conformo con verlo. ƑSí me deja?"

Caminamos por unos corredores muy largos antes de llegar al cuarto 27. Por la puerta salía olor a desinfectante y música como de iglesia. "Cuando se vaya avise en Recepción", dijo la bigotona, y se fue. En ese momento sentí bastantes cosas: miedo, alegría, tristeza y hasta ganas de rezar.

Abrí la puerta. Vi a mi abuelo de espalda, junto a la cama y agarrándole la mano a la enferma. "ƑPuedo pasar?" Molesto, nomás preguntó: "ƑQuién es?" Le grité, al recordar su sordera: "Isabel, su nieta". Entonces sí se volvió a mirarme y se puso un dedo en la boca: "Sssht: es Mozart". Me quedé quieta, viéndolo mover su mano al ritmo de la música que salía de un tocacintas.

Al terminar, mi abuelo volvió a poner el concierto, sin importarle que yo estuviera allí después de tanto tiempo de no vernos. "Por mi culpa", pensé. Me acerqué despacio, le toqué el hombro y repetí mi nombre. El me sonrió para darme a entender que me había reconocido. Luego me preguntó si era jueves. "No: miércoles. No toca visita, pero me dejaron entrar. ƑLe da gusto verme?" Mi abuelo se me acercó. Pensé que iba a besarme pero lo hizo nada más para decirme en secreto: "Están fallando las pilas. ƑPuedes ir a comprarme unas? No está bien que Aída se vaya sin su música. Quiere que la acompañe hasta que llegue al cielo. Se lo prometí y ella, a cambio, me heredó su grabadora". Me dio mucha ternura y quise abrazarlo, pero no pude. Mi abuelo se agachó sobre la enferma y le dijo: "ƑEstás oyendo? Es Mozart".

Doña Aída movió la cabeza, se estremeció y abrió la boca. Comprendí que acababa de morir, pero mi viejo no, y siguió hablando: "Si quieres que le suba al volumen, lo hago; nada más que ya sabes: la señorita Herminia volverá a amenazarnos con llevarse la grabadora".

Solté un grito. Mi abuelo volvió a ponerse el dedo en la boca: "Ssht, niña, si no puedes estarte silencia, hazme favor de salirte". Eso mismo me decía cuando me llevaba con él a la iglesia. La recuerdo medio oscura y oliendo a flores podridas, pero allí era muy feliz oyendo la música.

De repente se abrió la puerta del cuarto y se asomó la bigotona: "ƑCómo sigue Aidita, don Venegas?" El respondió: "Bien". No pude resistir más. Me tapé la cara y me solté llorando. Mi abuelo subió el volumen de la música.

Enseguida regresó Herminia con un enfermero y me ordenó: "Lléveselo, tenemos que trabajar antes de que se den cuenta los otros. Estas cosas les hacen muchísimo daño". Volvió a abrirse la puerta. Era el médico: "Me permite, don Jacinto", dijo, y apartó a mi abuelo de la cama. Necesitaba espacio para acercarse a doña Aída y ver si le latía el corazón. Antes de ponerle su aparato en el pecho apagó la grabadora. Mi abuelo se enfureció: "Respeten". Quiso poner de nuevo la música, pero Herminia no lo dejó: "Entienda: Aída ya no escucha". "ƑNo?", repitió mi abuelo. Con los ojos le pregunté a Herminia qué debía responderle. Ella me dijo quedito: "Nada. Sáquelo. Es mejor para él. Su corazón no anda bien".

Tomé a mi abuelo del brazo pero él se soltó. Me di por vencida. Herminia no: "Oiga, don Venegas, Ƒpor qué no le enseña el jardín a su nieta? Si quiere puede llevarse su grabadora, nada más no vaya a ponerla muy fuerte. Acuérdese". Mi abuelo tomó el tocacintas y salió.

Lo seguí hasta el jardín. Se fue derecho a una banca: "Siéntate", dijo. Creí que iba a hablarme, pero nada más movía los labios y de vez en cuando soltaba la risa. Al fin encendió su tocacintas. Ya apenas se oía. Pensé en las pilas y quise ir a comprar otras, pero él me detuvo: "Ssht, es Mozart". Se pasó un ratito haciendo como que dirigía una orquesta. Luego se apoyó en mi hombro y se quedó dormido. Ya no despertó. Se ve que tenía prisa de alcanzar a su amiga en el camino.

Fabián se ríe mucho cuando le digo que así quiero morirme: en un jardín, recargada en su hombro y oyendo a Mozart.