Una de esas causas la encontró en un proceso detonador de la particular interiorización religiosa individual que influyó como fenómeno colectivo en las sociedades sometidas a reformas estructurales de las instituciones clericales que, desde el medioevo hasta las revoluciones de corte liberal, fueron la esencia de los Estados nacionales. Las tradiciones culturales, éticas y de comportamiento individual y social eran transmitidas por un cuerpo institucional de reglas y normas religiosas.
La rígida estructura clerical se resquebrajó con el cisma luterano, reacción a la deformada interpretación papista de la Biblia, que el catolicismo había convertido en rentable modus vivendi, por obra y gracia divina depositada en sus representantes terrenales. La reforma protestante dio un giro a la interpretación cristiana de la salvación ultraterrenal del hombre tras la muerte. El rito católico priorizaba la redención por el sufrimiento en la tierra, pero daba esperanzas a los pecadores. Así, cualquiera que creyese y se arrepintiera, aun en el último momento de su vida, garantizaba su lugar en el cielo. En ese contexto, el clero se enriquecía con la venta de indulgencias para asegurar, sobre todo a los ricos, su pase directo al cielo, evitándoles la vía dolorosa de la salvación.
La reforma luterana y sus ramas, fundamentalmente el calvinismo, interpretaron distinto la Biblia. Desde el nacimiento, la predeterminación en el destino individual ya definía la salvación ultraterrena o no de cada hombre. Al nacer, y al margen de sus acciones en vida, cada sujeto tenía ya marcado su destino para cuando muriese. Como fenómeno de neurosis colectiva, las sociedades protestantes enfrentaron un grave dilema de conciencia y obsesiva desesperanza individual por la terrible incertidumbre de estar incluidos o no entre los pocos elegidos para la salvación eterna. Los pastores protestantes también resolvieron esta contradicción con una esperanza. Pero, a diferencia de la flexibilidad católica, los calvinistas advirtieron que el permanente individual desempeño material en vida sería un indicador fiable de la posible salvación de cada persona. La subsecuente manifestación individualizada de ese desempeño material fue una dedicación obsesiva hacia el trabajo, además de una vida frugal, austera, proceso generalizado en las sociedades protestantes.
Este fenómeno de colectiva neurosis obsesiva, y su manifestación mística en el trabajo, se consideró una obligación cuasi religiosa en los países protestantes. Con el tiempo, se diluyó el sustento religioso de interiorización aguda de la mística al trabajo, persistiendo hasta la actualidad como metódica característica cultural permanente en los sitios donde enraizó el protestantismo.
Por el contrario, en países conservadores como España, la reacción defensiva de los privilegios clericales fue la creación de instituciones delictivas como la Santa(?) Inquisición, virtual poder judicial represor de cualquier idea liberal o progresista.
En América, el catolicismo se impuso en las sociedades indígenas con la conquista, a través de un proceso masivo de evangelización forzada de los nativos, marcado por sus particularidades. La principal de éstas fue la institucionalización, en el sitio donde se adoraba a la deidad Tonantzin, de la Virgen indígena de Guadalupe, protectora del pueblo mexicano y cuya veneración en momentos históricos se hizo presente en la Independencia y en la Revolución de 1910. Hidalgo encabezó la guerra con un estandarte de la Virgen india, cuya imagen fusilaban siempre que podían los realistas. Los primeros zapatistas entraron a la ciudad de México con banderas de la Guadalupana.
Ahora ya no fusilan a la Virgen indígena de Guadalupe, pero los modernos inquisidores, como Onésimo Torquemada Cepeda, prefieren a los mansos indios ejemplares, como Juan Diego --quien además de muerto, posiblemente, según el ex abad Schulemburg, nunca existió-- antes que a los tangibles indígenas zapatistas con pasamontaña. Así, Onésimo Cepeda, balín imitador de Cristo, al tiempo que encabeza una marcha ósea por la santa difunta Teresita del niño Jesús, se opone a la marcha de indígenas vivos a la ciudad de México. Será porque para reaccionarios como él, los indígenas mexicanos bien pueden tener una Virgen india, pero jamás una ley indígena. ¿Para qué buscar la pecaminosa efímera justicia terrenal si vale más la celestial salvación divina? ¿O será que al coleccionista de autos fray Onésimo de Torquemada y Cepeda lo aconsejan sus ricos (él no se junta con pobres diablos) amigos banqueros con quienes departe, además del pan y la sal, el sabatino juego de golf?
¿Y los indios? Los indios actuales, vivos, bien pueden imitar a Juan Diego, quien aún aguarda desde el cielo y luego de 500 años que las divinas autoridades terrenales certifiquen, primero, su existencia, para entonces sí, declararlo santo. Hay muchos panistas guadalupanos que creen y veneran a la morena Virgen indígena, pero en los hechos se niegan a reconocer a los indígenas de carne y hueso. Es más, claman por la detención de los indios zapatistas que vienen a defender pacíficamente la iniciativa de ley que un presidente panista envió al Congreso.