DOMINGO Ť 21 Ť ENERO Ť 2001

Carlos Bonfil

Letras prohibidas

Al ofrecer una copa de vino al abate Coulmier (Joaquin Phoenix), director del asilo de Charenton, el célebre recluso François Donatien, marqués de Sade (Geoffrey Rush), resume en una frase su credo libertino. "Como algunas partes de la anatomía, la conversación siempre se desliza mejor cuando está bien lubricada". A esta frase seguirán múltiples sentencias provocadoras, alusiones sacrílegas y duelos verbales, justas de ingenio entre los personajes de Letras prohibidas: la leyenda del marqués de Sade (Quills, plumas, cálamos), la cinta más reciente de Philip Kaufman. Los retos y peligros que enfrentó el director de Henry y June al abordar a un personaje tan complejo y estigmatizado como el "divino marqués" no son desdeñables. Primeramente, la elección del protagonista central, que por fortuna resultó todo un acierto (el notable Geoffrey Rush de Claroscuro /Shine); luego la perspectiva elegida, ideal para su comercialización: un alegato más en favor de la libertad de expresión y en contra de la doble moral conservadora, que de una vigorosa reivindicación del placer sexual. La película está dirigida a un público amplio, y como tal suaviza en lo posible los aspectos de crueldad y licencia sexual que contienen las obras del escritor libertino. Limita su osadía al desfogue verbal y restringe a límites tolerables la exhibición de una sexualidad explícita. Descubrimos así un Sade de consumo popular, emblema de un afán libertario, detestable y a la vez simpático; cínico y provocador, paralelamente capaz de flaquezas afectivas que él mismo abomina. El autor de Justina o las desventuras de la virtud escandaliza a los espectadores con sus repetidas blasfemias, contra Cristo, contra la Virgen María, y acto seguido recupera las simpatías con sus maneras extravagantes de triunfar sobre la censura. Está lejos del intratable y perturbador marqués (Patrick Magee) que ofrece Peter Brook en Marat-Sade (1966), y por fortuna más lejos aún de la maliciosa pedantería de Daniel Auteuil en el forzadísimo Sade (2000), del francés Benöit Jacquot.

La cinta de Kaufman tiene como origen la obra teatral de Dough Wright (aquí guionista), y esto es evidente en una construcción dramática que favorece los diálogos sobre la acción, y el análisis sicológico de personajes sobre el contexto histórico que los determina. Las referencias al Terror revolucionario y a la figura de Napoleón son apenas bosquejos, trazos caricaturescos. Lo que al final parece importar más son las historias de amor contrariadas por la fatalidad, por la moral religiosa, o por el cinismo libertino. La ilusión amorosa se derrumba aquí en el caso de tres parejas, tres ilustraciones del desfase sentimental, y el marqués no deja de insistir en esos "crímenes del amor", en tanto se exhibe el triste estado de las víctimas. La recreación de época es correcta, pero jamás tan rica y convincente como en el film de Jacquot. Sin la estilización de Brook, el realismo escénico por el que opta Kaufman concluye muy a menudo en el gran guiñol y en la reiteración de efectos dramáticos, sobre todo en la parte final, farandola de lo grotesco que se acompaña de sonoridades de ritual carnavalesco. Este sugerente registro del delirio de Charenton tiene como contrapunto el apego del director a las convenciones melodramáticas en su tratamiento de la (imposible) redención amorosa. El genio castigado por su insensibilidad afectiva, el sacrificio de la doncella Madeleine (Kate Winslet), la tenacidad rencorosa y vengativa del gran inquisidor (Michael Caine), su identificación elemental con Sade, su odiado adversario, todo esto trivializa y desdibuja en gran medida al escritor y al personaje histórico. Poco gana el autor de Los 120 días de Sodoma al ser "humanizado" y transformado en leyenda de entretenimiento masivo. El público animado ante la perspectiva de emociones y escenas "fuertes", deberá contentarse con una verborrea espantacuras, y con soporíferos azotes sentimentales por fortuna ausentes en la obra del marqués de Sade.