DOMINGO Ť 21 Ť ENERO Ť 2001

Angeles González Gamio

Un buen ejemplo

México es uno de los países del mundo con más riquezas naturales y culturales. Ambas, en muchos casos, las hemos descuidado. Basta pensar en los tesoros arquitectónicos que tenemos en la ciudad de México y el deterioro en que se encuentran, entre otros en el Centro Histórico, tan rico en belleza e historia que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, título que podemos perder, si no hacemos algo para
recuperarlo.

Devolver a una ciudad su hermosura y dignidad sí es posible, como lo vemos en algunos estados de la República.

Un buen ejemplo es la ciudad de Oaxaca, que visitamos recientemente, capital de la entidad del mismo nombre, que proviene del náhuatl: huaxyacac, que significa "en la nariz de los guajes" por las abundancia que había de ellos en el lugar. También ha sido conocida como "la verde antequera" y "ciudad de jade" por la hermosa cantera verde con la que finas manos indígenas construyeron muchas de sus casonas e iglesias. Son muchas las joyas arquitectónicas que tiene Oaxaca, la mayoría bien conservadas, pero sin duda, la alhaja mayor es el convento de Santo Domingo, impresionante construcción que recientemente fue objeto de una rehabilitación de tal magnitud, que no es exagerado afirmar que es de las grandes restauraciones del mundo.

Los dominicos lo comenzaron a construir en 1575, pero sería hasta 1731 que la obra se consideró concluida, con la dedicación solemne de la Capilla del Rosario. De enormes proporciones e inmensa belleza, además de las instalaciones conventuales de rigor, poseyó una de las bibliotecas más importantes de México, enfermerías, bien surtida botica y hospedería, lo que le dio gran preponderancia en toda la región y también generó muchas envidias, que llevaron a que en 1753 se despojara a la orden de sus conventos aledaños, iniciándose así la decadencia del majestuoso monasterio.

La puntilla la dio la ley de nacionalización de los bienes eclesiásticos, que destinó el inmueble al uso del Ejército; la huerta se utilizó como campo de instrucción militar y el templo se convirtió en caballerizas. Así transcurrieron cuarenta años, hasta que en 1895, el clero recuperó la iglesia y algunas áreas conventuales. En el resto del edificio se hicieron adaptaciones nefastas para albergar el Museo Regional de Oaxaca.

En 1994 Conaculta a través del INAH, el gobierno del estado y Fomento Social Banamex, AC, unieron recursos, capacidades y esfuerzos e iniciaron la restauración, con el apoyo de artistas como Francisco Toledo y Rodolfo Morales, así como personas amantes de su ciudad, dando un ejemplo de lo que se puede hacer cuando hay una amplia colaboración social.

Bajo la dirección del arquitecto Juan Urquiaga, se mandaron hacer un millón de ladrillos de tres distintos tamaños, de excelente calidad, para rehacer las múltiples bóvedas y cúpulas que el tiempo y el hombre habían destruido. Los muros se cubrieron de un aplanado de cal y baba de nopal, que los convierte en oro y plata, a distintas horas del día, según les pega el sol. Las cuidadosas manos de expertos restauradores bajo la dirección de Manuel Serrano, volvieron a la vida las pinturas que decoraban los muros y restituyeron el oro, entre otros, a los medallones y el balcón de la suntuosa escalera.

Describir a detalle todo lo que se rescató llevaría varias crónicas. Baste decir que es una de las maravillas de América. Ahora convertido en Centro Cultural, bajo la dirección de una encantadora mujer, eficaz, dinámica y enamorada del proyecto: Amelia Lara Tamburrino; ofrece múltiples actividades y constantes exposiciones, que se suman a la permanente del Museo de Culturas de Oaxaca, a la muestra de cactáceas de la región en el jardín etnobotánico, que ocupa el generoso espacio de la antigua huerta, al vasto acervo de la biblioteca Francisco de Burgoa, perfumada con el olor a cedro de los flamantes libreros y a la historia de Oaxaca en los diarios y revistas que custodia la Hemeroteca Pública del estado.

Al salir, con el alma plenamente satisfecha, viene el turno del cuerpo con la extraordinaria comida regional; para empezar, unos taquitos de chapulines con salsa y una tlayuda con asiento, a continuación un mole negro, coloradito o amarillo y si todavía tiene espacio un buen tasajo, todo ello acompañado de un reconfortante mezcal con sal de gusano.

Para digerir ese banquete nada mejor que caminar por las hermosas y limpias calles del centro, admirando e inevitablemente comprando las artesanías oaxaqueñas que no dejan de sorprender por su variedad y belleza: joyería de filigrana en oro y plata, barro negro, verde y natural, coloridos tapetes de lana, ropa bordada, rebozos de seda cruda, alebrijes y... nos vamos con renovada esperanza para la ciudad de México.

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