viernes Ť 19 Ť enero Ť 2001
Jorge Camil
La tentación del poder
En 1990 Gabriel Zaid, siempre erudito y lapidario, y con un estupendo manejo de la ironía, definió al intelectual como "el escritor... que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las elites", al tiempo que excluía de esa definición, inter alias, a los taxistas, y a "otros que hacen lo mismo que los intelectuales, pero sin el respeto de las elites". Y después, con una hermosa metáfora cargada de contenido poético, explicó que los intelectuales son vistos como la conciencia de la sociedad porque, "en el espejo de la página", permiten a la sociedad "distanciarse de sí misma, desdoblarse, contemplarse, comprenderse, criticarse, fantasear". Zaid atribuye el enorme peso que tienen los intelectuales en las sociedades católicas, como la nuestra, al hecho de que la ruptura con las autoridades religiosas fue tardía y mediatizada, ocasionando que aquéllos asumieran la función de una clerecía civil frente a la clerecía del Estado, y frente al clero propiamente dicho; "son como la conciencia libre del laico protestante, pero en la función pastoral del clero católico": un oráculo ante el cual han acudido azorados y, a un tiempo, los representantes del Estado y de la sociedad civil para comprender sus diferencias, ajustar la perspectiva histórica, imaginar el futuro y descifrar los misterios de la siempre compleja realidad nacional: el espejo mágico a que alude Zaid.
En nuestro medio, una sociedad que lee poco y ha adquirido apenas el derecho a discutir abiertamente los asuntos públicos, los intelectuales no han sido solamente consultados; han sido admirados, ridiculizados, perseguidos, e inclusive utilizados para proporcionar un barniz de legitimación democrática a un régimen que jamás tuvo la intención de permitir el libre debate de las ideas. Sin embargo, con el maniqueísmo característico del sistema político que acaba de terminar, las embajadas, la UNAM y las innumerables instituciones de Estado, sirvieron para dar la impresión de que el poder público acogía en merecido homenaje a la intelligentsia nacional, cuando en realidad se nutría del prestigio y el calor que emanaban de las aureolas académicas, a la vez que controlaba (o creía controlar) cualquier brote incipiente de oposición ilustrada. Pero los verdaderos intelectuales no se chupan el dedo y rara vez incurren en el pecado faustiano de vender su alma al diablo. Después del 68, se bajaron en tropel del carro gubernamental para constituirse en oposición inclemente. šNunca más!, dijo, entre otros, Octavio Paz. En esa forma, la represión diazordacista ocasionó una separación histórica de consecuencias tan significativas como la del clero y el Estado. Después de varias décadas de titubeos, surgía finalmente la figura del intelectual en funciones exclusivas de crítico del poder público.
Hoy, frente a los intelectuales que fundaron instituciones nacionales y plantaron la semilla de los partidos de oposición, y a los hombres de acción, como Jesús Reyes Heroles, que pusieron su cultura enciclopédica al servicio de la administración pública; frente a los desilusionados intelectuales que abandonaron el carro oficial en el 68, convencidos de no poder cambiar el sistema desde adentro, emergen los intelectuales que, desde afuera, contribuyeron a aterrizar la alternancia y actualmente participan por derecho propio en el gabinete presidencial y en el Gobierno del Distrito Federal, seguramente convencidos de que colaborar con el PAN o el PRD no imprime, como antes, el estigma de la claudicación. Jorge G. Castañeda, Adolfo Aguilar Zinser y José Agustín Ortiz Pinchetti, para citar algunos de los más destacados, decidieron dejar de ser temporalmente (an intellectual is forever) "conciencias de la sociedad", porque siendo hombres de principios no podrían aspirar a compartir el gobierno y continuar como críticos del poder. Desafortunadamente, sus páginas escritas dejarán de ser espejos que permitan a la sociedad "distanciarse de sí misma y contemplarse". Así lo entendió Ortiz Pinchetti, cuando decidió dar "un nuevo giro" a sus diáfanas críticas dominicales en La Jornada. Adolfo Aguilar, en cambio, resolvió su propio dilema hamletiano ("ƑEscribir o no escribir?", Reforma, 29/12/00) convencido de poder continuar con su incisiva columna de los viernes sin conflictos de intereses: el tiempo lo dirá. No sabemos si Castañeda seguirá publicando sus importantes colaboraciones en México y el extranjero. Sin embargo, es más congruente y segura la posición de Federico Reyes-Heroles en la carta a sus amigos (Reforma, 31/10/00): "el crítico es un solitario... porque la conciencia no puede tener camiseta". La oposición, parafraseando a Carlos Fuentes, es el sitio ideal para el encuentro de los intelectuales.