jueves Ť 18 Ť enero Ť 2001
Soledad Loaeza
Empezar de cero
En este desigual gobierno que se ha venido formando en las últimas seis semanas hay de todo: secretarios que empiezan desde cero su carrera en la administración pública; otros comienzan desde cuatro bajo cero --cuando mucho--; algunos, en cambio, cuentan con una sólida carrera como funcionarios con amplia experiencia en su materia de trabajo. Así ocurre en la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde, a pesar de las consabidas quejas sexenales, ocupan hoy en día posiciones de influencia muchos diplomáticos de carrera, como ocurría en el pasado. De hecho, hasta ahora la proporción de "diplomáticos políticos" --expresión que normalmente designa a los nombramientos presidenciales de personas que no pertenecen al servicio, pero que son incorporados por la autoridad que la ley otorga al jefe del Ejecutivo, o por recomendación del secretario-- es comparable a la que estuvo presente en gobiernos anteriores. La continuidad de este cuerpo de funcionarios fue el objetivo de muchos secretarios que introdujeron diferentes mecanismos de ingreso y promoción para profesionalizar la carrera diplomática. Hace décadas que los diplomáticos, para serlo, tienen que presentar exámenes y tomar cursos de formación y capacitación. Esto significa que los nuevos responsables no están desbrozando un camino inexistente. De ahí que en los corredores de Tlatelolco circulen hoy personas que conocen muy bien los vericuetos, si no de la diplomacia mexicana, por lo menos del edificio de la secretaría.
Tampoco empieza de cero la propuesta de política exterior que ha hecho el presidente Fox. Su antecesor, Luis Echeverría, también lanzó una "política exterior activa"; al igual que él, quiso hacer de las embajadas centros de promoción comercial, y utilizó la política exterior --repartiendo nombramientos y enarbolando causas-- para allegarse el apoyo de líderes de opinión de izquierda, creyendo también que construía un consenso político. La diplomacia echeverrista abandonó el principio de "No intervención" cuando denunció el golpe militar contra el presidente chileno Salvador Allende, cuando Franco en España sentenció a muerte a cinco vascos acusados de terroristas, y cuando en Naciones Unidas votó una resolución según la cual el sionismo era una forma de racismo.
Uno de los lugares comunes más sólidos en relación con la política exterior mexicana es la idea de que es fuente de consenso nacionalista. El presente gobierno, al igual que sus antecesores, parece haber sucumbido a ella. Esta visión, priísta si las hay, no se sustenta en la realidad histórica. Muchas decisiones de la diplomacia mexicana han sido profundamente divisivas: la política de asilo a los refugiados españoles, la cercanía con Washington, la política hacia la revolución cubana, hacia los exiliados chilenos, el tercermundismo, la participación en Contadora, el Tratado de Libre Comercio. Todos y cada uno de estos temas han provocado fracturas en la opinión pública, algunas de ellas irreparables. En el pasado estas diferencias eran acalladas o simplemente ignoradas. Con estos antecedentes, tal vez sería más saludable reconocer que la política exterior tiene otras funciones distintas a la de formación de consensos, porque en ese terreno su futuro no es muy prometedor.
El "proactivismo" que se ofrece tampoco parece tomar en cuenta un contexto francamente desfavorable. Entre los argumentos que sustenta la propuesta se afirma que la nueva diplomacia responde al fin de la bipolaridad. Una de las implicaciones de este planteamiento es que, como ya desapareció la Unión Soviética, se acabaron las rivalidades entre los poderosos, ya no hay intereses, todo son ideales y ahora todos los países son iguales y disfrutan de una plena autonomía de decisión. No obstante, la estructura de poder internacional actual es todavía más asimétrica que en el pasado: no hay competencia ideológica ni política como durante la guerra fría, simplemente porque existe una sola superpotencia, Estados Unidos. Un país que no está acostumbrado a negociar con nadie, aunque en ocasiones requiere del apoyo de sus aliados para defender sus intereses. En ese contexto el "proactivismo" adquiere un significado muy diferente al que tendría una diplomacia ética, como la que prometió el Nuevo Laborismo británico en su plataforma electoral, que parece ser la fuente de inspiración del Tlatelolco de hoy.
Siendo el mundo lo que es hoy, y Estados Unidos como es, y nuestras relaciones con los estadunidenses como son de estrechas y desiguales, el "proactivismo" mexicano en la era de Bush II, podría conducir a la diplomacia foxista por los caminos de una estrecha colaboración con Washington en la defensa de sus intereses nacionales. Esto es lo único que le interesa al nuevo secretario de Estado, Colin Powell, tal y como lo demostró en las calles de Panamá en 1991. En ese ejercicio, los que realmente no parten de cero son los estadunidenses.