LUNES Ť 15 Ť ENERO Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Cielo grande en otra parte
Sintió el frío en los huesos de la cara cuando dio vuelta hacia la plaza, solitaria y aburrida. "Un momento", se detuvo, "Ƒqué hago aquí?" En esa ciudad de provincias, cerca de la frontera, nunca pasaba nada. O lo que pasaba, uf, ahí te lo llevas.
Cargaba, Ƒqué? Su mochila con libros de la escuela, amarrada en la red de la motoneta. El casco, que se quitó en ese momento. La navaja al cinto. Puso un pie en tierra y contempló aquella falta de calor humano, aquel conformismo aplastado, ese tocino rancio. Dos jubilados, rubicundos de vino, salieron del Antibar Atlántida Azul y caminaron por la acera, sirviéndose de bastón uno al otro.
Comprendió que era cosa de tiempo. Que ya estaba harta, lista para volar y pintarse.
Se puso el casco, picó el pedal, giró el acelerador del manubrio, y la maquinita rugió pegando un brinco, pintando llanta en el tirón del arranque.
Las cadenas de aluminio y hierro que adornaban su chamarra negra, y las que le colgaban de las caderas, chocaron como campanas secas contra los estoperoles de los vaqueros. El retintín que se perdió en la curva de la iglesia medieval, único atractivo turístico de esa ciudad, más bien pinche.
Montañas, montañitas, curvas y pendientes. Región de ciudades chicas y pueblos grandes, de calles estrechas e intrincadas. Ella quería vivir en un lugar que tuviera cielo grande. Para encontrarlo tendría que cruzar el océano. Ya lo sospechaba, pero esa tarde adolescente, por remota que parezca, lo estaba decidiendo.
Siempre es bueno tener 17 años, en que una ya sabe, pero no sabe cómo saber que sabe. Eso produce un estado de seguridad paradójica en las decisiones, que serán, como ningunas otras, las que determinarán la mitad del resto de la vida (la otra mitad la pone el azar), aunque una eso lo entienda dentro de muchos años, cuando a lo hecho pecho, las cartas estén jugadas.
El sexo, por ejemplo, era catártico, espasmódico, más por asedio y sometimiento que por verdaderas ganas. Una sociedad machista como las que más, sin pasión ni sentido del riesgo. La curiosidad intelectual, un cuento malo. Primero la televisión y la lotería. Luego las apuestas de hipódromo.
Lá música de su generación era herrumbrosa, pesada, industrial, sin otra opción que infames baladas pop. Las conversaciones en casa versaban sobre el destino de la mierda de las vacas, el color del potrillo parido, los adulterios del vecino y quién iba a matar los marranos la semana próxima. Las conversaciones en la escuela, con las compañeras, eran sobre los galanes de las revistas y los patanes de la clase. Entre mujeres, sólo hablaban de hombres. Qué perdida de tiempo. Le daba pena parecer mujer en ese mundo, esas familias, esa escuela. Le daba vergüenza.
Rebasó el último caserío y se internó en la carretera secundaria que llevaba a su casa en la granja. Estacionó la motoneta junto a la caballeriza, arrojó el casco, se quitó las chamarra y las cadenas del pantalón. Pensaba fijo.
Procedió a ensillar al Rubí, su fiel caballo peludo y grande, lo jaló de la rienda y lo montó en el patio con la naturalidad de dos cuerpos que se conocen. Le apretó los hijares. De una carrera se internaron en los campos de centeno, y pasados los bosques desembocó en un prado de las cimas. No pensaba. Ya había pensado. Rubí podía trotar lo que quisiera.
Cuando Rubí se detuvo, con la baja vista de los vallecitos y los macizos de los Pirineos, ella le acarició las crines y le dijo, así que primero lo supo el bruto: "Me voy, niño, al Caribe, al desierto morroquí, a Japón. Que aquí se pudran todos a ronquidos, Ƒno te parece?". Y palmeó el cuello del animal con cariño brusco, para que entendiera.
Una forma de satisfacción le dibujó la mirada. Sentir la libertad posible era ya una liberación, el arranque de un instante que luego, a vuelta de calendas, le diría "has llegado". Y la insinuación de un llanto, breve y dulce, le llamará la leche al seno para gotear, espontánea bajo grandes cielos abiertos. A Rubí, ya viejo, lo habrían vendido.
No volvió a ponerse las cadenas. Allí las dejó, tiradas; los años de herrumbre las llenaron de arañas y hierba.
Qué frío aquel lejos del norte. Qué pronto se hizo viejo. Qué risa le da ahora.