LUNES Ť 15 Ť ENERO Ť 2001

León Bendesky

Ni para adonde hacerse

El nuevo gobierno empieza a aceptar la situación de enorme fragilidad fiscal que tiene el Estado mexicano. La ficción mantenida por el gobierno anterior -y repetida hasta la saciedad por el entonces secretario de Hacienda, Gurría-, acerca de la salud de las finanzas públicas, está cayendo por su propio peso. Las cifras dadas a conocer hace sólo un par de días por el actual secretario Gil Díaz indican que el monto de la deuda pública equivale a 48 por ciento del producto; tan sólo los rescates bancario y carretero equivalen a 14 por ciento, que es una cifra superior a lo que se contabiliza como deuda interna, o sea, la contratada directamente por el gobierno. Pero eso no es todo, ya que no se están contando aún otras deudas que todavía se consideran de tipo contingente, puesto que no están documentadas, como son principalmente los pagos de pensiones y que podrían llevar la cifra total hasta un monto de más del doble del anunciado. La crisis de 1995 está lejos de haber sido superada.

En este marco se ubica la resistencia del gobierno al aumento del gasto autorizado por el Congreso en el presupuesto federal de 2001. Con ello, la propuesta original de endeudamiento del gobierno de 0.5 por ciento del producto se elevó a 0.65 por ciento, y aun ese margen, que parece pequeño, resulta ahora muy oneroso, según la visión de Hacienda. El gobierno prefería, entonces, no sólo un pequeño déficit fiscal para este año, sino incluso un superávit para no presionar adicionalmente la enorme deuda ya existente. El criterio contable parece, así planteado, prácticamente irrebatible, puesto que ahora todo el manejo fiscal estará encaminado a evitar que se derrame la presión de la deuda. Así que ahora el énfasis está puesto en la reforma fiscal que, casi por necesidad, va a tener un carácter eminentemente recaudatorio, aunque ya se anuncian también medidas de restricción del gasto que se enfocan a la eficiencia en la operación del propio gobierno.

En la visión oficial con respecto a la necesidad de contener el déficit, y que veladamente se sigue tomando como un sinónimo de salud fiscal, cualquier argumento acerca de la acción pública como factor de promoción de la actividad económica se descarta de un verdadero plumazo, como si no sólo fuera irrelevante sino hasta absurdo. Así, el actual equipo de Hacienda se ha puesto otra vez en "automático" para administrar la economía. No se puede hablar del mercado interno, no se puede pensar en la promoción de proyectos que detonen la inversión, no hay cabida fiscal para ampliar el campo de la actividad de las pequeñas empresas. Y el asunto se complica todavía más, puesto que ante la única opción posible que se propone, y que es recaudar más y gastar lo menos posible, el escenario económico tiende a ser cada vez más difícil.

Las perspectivas de crecimiento están cambiando rápidamente ante las señales claras de que se contrae la producción en Estados Unidos, ante la disminución de los precios del petróleo y las propias presiones fiscales que enfrenta el gobierno. El dólar se ha estado depreciando de modo rápido en los últimos días, el Banco de México anunció ya una mayor restricción monetaria y es difícil que se reduzcan las tasas de interés. Las proyecciones acerca del desempeño de la economía mexicana para este año empiezan a cambiar y ya hay muchos que dicen que el objetivo de crecimiento no se va a alcanzar y que la inflación puede superar por mucho el objetivo fijado de 6.5 por ciento para diciembre.

Los "espíritus animales", como llamaba Keynes al estado de las expectativas, pueden cambiar su buen talante por uno más pesimista. Pero el problema es que las mismas acciones que anuncia Hacienda pueden contribuir a que ello ocurra, en la medida en que no se ofrecen opciones que abran el horizonte y, en cambio, lo único que se propone es una mayor contención en un país que no ha tenido otra cosa desde hace dos décadas.

No es que la economía como aproximación a los asuntos de la sociedad sea un pensamiento lúgubre; es la visión con anteojeras que se ha impuesto a la política económica de modo general y muy notoriamente en este país. No se crea espacio alguno para librarse de la fatalidad.

Hacienda está una vez más en "automático" siguiendo con la idea de que el manejo fiscal que se oriente decisivamente a la reducción de la deuda creará un entorno de menores tasas de interés y, con ello, una situación en la cual aumentará la inversión y se sostendrá el crecimiento.

Y, claro, no se trata de que haya más endeudamiento público, pero esa secuencia que sostiene hoy la política hacendaria tiene cuando menos dos problemas. Uno es que ese mecanismo enfrenta grandes obstáculos en una economía con enormes desigualdades sociales, productivas y regionales. La otra, que nadie sabe el tiempo que tardará en generarse ese efecto positivo que debe derivarse de la menor presión financiera y las menores tasas de interés. Entonces, como señaló alguna vez Kindleberg, la intervención estatal en la economía se convierte en un verdadero arte, el arte de la técnica empapada en la política.